El gobierno ha puesto sobre la mesa el tema de la reforma al sistema tributario chileno. La discusión sobre el mismo se ha centrado en cuestiones tales como la reintegración del sistema, las compensaciones, la modernización, etc. Ahora bien, aun cuando estos temas técnicos son fundamentales (y está muy bien que se discuta sobre ellos), hay un aspecto básico que se ha quedado fuera de la disputa: la falta de confianza respecto a donde van a parar las platas recaudadas por el Servicio de Impuestos Internos.
No es ninguna novedad que a los chilenos no nos gusta pagar impuestos. El pasar una porción al Estado de aquello que hemos ganado con tanto esfuerzo nos genera una sensación de desagrado; se siente casi como un robo legitimado por la propia legislación. Ahora, la pregunta que surge es, ¿es acaso normal que sintamos esto? A primera de vista esta respuesta se nos presenta como algo natural. Parece ser que los seres humanos somos criaturas egoístas, por lo que es razonable pensar que se trata de una reacción que proviene de aquella lamentable condición. Sin embargo, la experiencia comparada parece indicar lo contrario. En efecto, numerosos estudios indican que en países del primer mundo (como Dinamarca, por ejemplo) la gran mayoría de la población paga voluntariamente sus impuestos y sin mayor desagrado. La pregunte, entonces, es: ¿por qué a los chilenos, así como a muchos ciudadanos de otros países, nos genera tanto disgusto pagar nuestros tributos?
La respuesta a la pregunta antes formulada parece ser sencilla: mientras que, en Dinamarca, en razón de su política de tolerancia cero frente a la corrupción, se tiene cierta tranquilidad de ánimo respecto a la gestión gubernamental, los chilenos no confiamos en la administración de nuestros tributos por parte del Estado. Ahora bien, aun cuando comparar a la rápida culturas y modos de comprender el mundo tan diversas como la de los daneses y los chilenos no parece prudente, si nos permite poner sobre la mesa aquello sobre lo que todavía no se dialoga en la reforma tributaria, a saber, que los chilenos sentimos que nuestros tributos, en vez de beneficiarnos como sociedad en cuestiones tales como salud, educación o transporte público, terminan en los bolsillos de algunos mandos medios de la administración.
Lo señalado anteriormente se puede tomar de dos modos: como una crítica o como una oportunidad. Si se opta por lo primero, nos limitaremos a destruir el diálogo y entorpecer los avances técnicos que van de la mano con las modificaciones propuestas por el gobierno. Si se elige, en cambio, tomar el dato de la desconfianza tributaria de los chilenos como un aspecto a considerar en el diálogo legislativo, nos encontramos frente una oportunidad de avance. Si se pone sobre la mesa el hecho de que en materia tributaria no es sólo necesario mejorar el aspecto técnico y de recaudaciones, sino que también la confianza de los ciudadanos, la transparencia y la tolerancia cero frente al mal uso de caudales públicos, tendremos una reforma no sólo en la mecánica de la tributación, sino que en la manera de hacer política de Estado.
Diego Pérez L.
Académico Facultad de Derecho y Gobierno
U. San Sebastián.