Los órganos de la Administración del Estado no pueden seguir gestionándose como en los 80’ o en los 90’, deben evolucionar a estándares más altos de cumplimiento normativo, de gobernabilidad y de gestión de los riesgos, acordes a las nuevas exigencias de estos tiempos.
Las entidades públicas no pueden esperar que la Contraloría General de la República u otro organismo, les detecte las irregularidades o fraudes internos y desde ese momento reaccionar.
Son los propios órganos de la Administración del Estado los que deben autorregularse y gestionar sus riesgos internos, es su deber prevenir, detectar, informar las operaciones sospechosas y denunciar los delitos, que adviertan en el ejercicio de sus funciones.
Lo anterior, es una obligación para ministros, comandantes en jefe, intendentes, alcaldes, jefes de servicio y otras autoridades. Se trata de un deber que nace en diversos cuerpos normativos, tales como, la ley 19.913 que crea la Unidad de Análisis Financiero y obliga a las entidades públicas a informar las operaciones sospechosas vinculadas al lavado y blanqueo de activos y financiamiento del terrorismo, la ley de Bases de la Administración del Estado, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, entre otras.
Gestionar el riesgo penal al interior de las entidades públicas como Gendarmería, Fuerzas Armadas y Carabineros, por nombrar los casos más mediáticos, es tan importante como la gestión del riesgo y prevención de los delitos de corrupción, lavado de activos y otros delitos en el ámbito privado (casos Penta, Corpesca, Soquimich, entre otras).
Si bien, en los casos de las empresas privadas hemos visto su deterioro reputacional y comunicacional, en los casos de fraude de las entidades públicas vemos también lo mismo, agravado por la desconfianza e inseguridad en organismos que forman parte importante de las bases mismas de nuestra sociedad.