Durante las últimas semanas hemos visto como los sondeos de opinión pública, procedentes desde los más diversos ámbitos y vinculados a todos los sectores políticos, han sido categóricos en la opinión ciudadana que rechaza, así tal y como está, la reforma Educacional. Sin ir más lejos, en el oficialismo, se ha convertido en un argumento o excusa para posicionar las diferencias y almas que convergen en una coalición incapaz de escuchar, convocar y abrir el debate sobre algo fundamental como es el derecho a una educación digna, de calidad y que propicie oportunidades para todas y todos. De hecho, tal ha sido el nivel de los dimes y diretes que tanto el ministro Peñailillo como la presidenta Bachelet han tenido que hacer, reiteradamente, llamados al orden al interior del conglomerado, llevándose todo el peso político ante la irreverencia e intereses de quienes constituyen la Nueva Mayoría. Eso en cuanto a lo político.
Porque en lo educacional la reforma debió haber comenzado por hacer un diagnóstico o levantamiento de las necesidades inmediatas y actuales. Conocer la realidad desde la sala de clases, los establecimientos educacionales, las vivencia y ejercicio del trabajo docente en el aula, el factor del determinismo socioeconómico y cultural que rige actualmente nuestra sociedad, los procesos cognitivos y cómo nivelamos los trastornos de aprendizaje, que pasa con la enseñanza de la inteligencia emocional para enfrentar la vida, la precaria infraestructura, la educación cívica y el tan anhelado fortalecimiento de la educación pública, entre otros. Pero no, era mucho más relevante mantener aquietadas las aguas del movimiento estudiantil y satisfacer sus demandas que hacer una reforma educacional, necesaria para el país, y que estuviera en sintonía con la realidad tanto nacional como global. De hecho, ¿de qué sirve compararse con Finlandia, Dinamarca, Polonia u otros casos de éxito, en materia educacional, si todo aquello que hagamos debe ser aplicado a nuestra realidad?
Cuando un estudiante saborea el aprendizaje, y lo que eso implica para su vida, nadie lo va a poder parar. Lo mismo ocurre cuando un profesor cuenta con un equipo multidisciplinario de profesionales a su alrededor que lo apoyan para el logro de un objetivo fundamental: hacer que el aprendizaje ocurra.
Nadie dice que Chile no necesita una reforma educacional, pero una buena y bien hecha que se haga cargo de las falencias y propicie las oportunidades.
Una donde, por ejemplo, nuestros estudiantes tengan plena conciencia de sus derechos y deberes, donde los docentes ocupen un estatus social que vaya más allá de lo económico siendo complementado con posibilidades para perfeccionarse a través de diplomados, magíster o doctorados financiados por las entidades educativas, el Estado o a través de becas. Donde los sostenedores inviertan en sus establecimientos educacionales, donde la familia juegue un rol protagónico en los procesos formativos de sus hijos y sepa qué está pasando con ellos, donde seamos capaces de tolerar en la diversidad las opiniones y exista el compromiso país por avanzar hacia una educación de calidad favorable para nuestras niñas, niños y jóvenes. (Santiago, 18 noviembre 2014)