Contrario a lo que se piensa, el bullado conflicto entre el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema versa más sobre el sistema constitucional chileno que sobre principios largamente asentados en la doctrina o en la jurisprudencia de ambas magistraturas. En efecto, ni la supremacía constitucional, ni la “superintendencia directiva, correccional y económica de todos los tribunales de la Nación” (Art. 82 CPR), ni la función nomofiláctica del ordenamiento jurídico, ni menos aún la separación de funciones del Estado entran en crisis con esta pugna. Lo que sí queda en evidencia, como intentaré presentar en este breve artículo, es una cierta coincidencia de atribuciones constitucionales que no deja claro quién tiene la última palabra en Chile respecto a la interpretación de una parte nuclear de la Carta Fundamental: el capítulo tercero, “de los derechos y deberes constitucionales”.
Procederé a reseñar la historia del conflicto, que aporta muchas luces para comprender sus matices y alcances, para luego desarrollar la tesis y proponer algunos ejes por medio de los cuales estimo debería girar el debate en torno a las modificaciones constitucionales que, al parecer, buena parte del foro considera necesarias.
Es importante destacar, sobre este último punto, que el problema institucional al que nos enfrentamos requiere de una solución institucional, esto es, una que sea más jurídica que política, puesto que se encuentra en juego no una visión determinada sobre los derechos de las personas, sino el mecanismo procesal para darles vigencia. Y si bien es cierto que ambos tribunales también disputan la voz última sobre la extensión de tales derechos, es bastante aceptado en la ciencia jurídica que no son ellos los llamados a dotarles de contenido, sino que su función es darle aplicación a un mandato normativo previamente fijado en la instancia democrática de rigor: el Congreso. Discutir sobre la base de la conocida desconfianza al “activismo judicial” peca de un exceso de contingencia política que puede privar de efectividad a las soluciones elaboradas bajo semejante prisma.
Es decir, nos enfrentamos a una doble tarea legislativa: por un lado, definir con mayor claridad el mecanismo procesal idóneo para tutelar los derechos fundamentales de las personas, dando mayor coherencia al sistema constitucional chileno; y, por otra, precisar de mejor manera el contenido de algunos derechos constitucionales en reciente pugna (protección de la salud o seguridad social, por ejemplo).
Repasemos la historia del conflicto.
Finalizaba el año 2018 y el Tribunal Constitucional pronunciaba una sentencia que agitaba las aguas al interior de la comunidad jurídica y, especialmente, al interior de la Tercera Sala de la Corte Suprema. El Rol 3853-17 venía a resolver un requerimiento de inaplicabilidad por inconstitucionalidad deducido por la I. Municipalidad de San Miguel respecto del inciso 3º del artículo 1º y del artículo 485 del Código del Trabajo, en sede de unificación de jurisprudencia (Rol 37.905-2017, seguido ante la Corte Suprema y actualmente en acuerdo de la Cuarta Sala).
En dicha oportunidad el TC inaplicó ambas normas, contrariando una jurisprudencia que, aunque oscilante, había ido cobrando fuerza al interior del máximo tribunal de la República desde el año 2013 (v.g. Rol 10.972-2013). La sentencia fue criticada por un sector de la doctrina, en tanto algunos estimaban que se abocaba a controlar interpretaciones judiciales de la ley, lo cual es una atribución propia del juez del fondo. Semejante crítica encontraba fundamento en los considerandos 8º, 9º, 10º, 12º, 14º, 15º y 16º de la sentencia aludida, en los que el TC discurre en análisis propios de un conflicto de mera legalidad. Así, por ejemplo, en la sentencia el TC realiza un análisis histórico de la norma legal, un análisis sistémico comparando otros cuerpos estatutarios, critica la errática interpretación de la Corte Suprema en la materia y cuestiona las consecuencias de tal permisión jurisprudencial. Llegado este punto encontramos un primer inconveniente de diseño institucional, como señala Martínez Estay: “La actual inaplicabilidad ha sido concebida como un mecanismo de control de la aplicación de preceptos legales, ello implica necesariamente que el modelo conlleva un problema no menor. En efecto, la aplicación de un precepto exige interpretarlo, lo que a su vez plantea otra dificultad, a saber, hasta dónde puede llegar el TC sin invadir las competencias propias del juez de la gestión pendiente” (Estudios Constitucionales, Nº 1, 2015).
No obstante, si se estudia el fallo con detenimiento, es posible apreciar que tanto en sus primeros como en sus últimos considerandos aborda el verdadero conflicto de constitucionalidad que, en virtud de una apreciación correcta de sus límites institucionales y funcionales (Hesse y Salem) en torno a la acción de inaplicabilidad, estaba llamado a resolver el Tribunal Constitucional: la atribución “tácita” de competencias dada a los Juzgados de Letras del Trabajo para conocer de la acción de tutela laboral incoada por funcionarios públicos en contra de la Administración. Tal atribución requiere de ley expresa que la conceda, como lo mandan los artículos 6, 7, 38, 76 y 77 de la Constitución. En consecuencia, son los efectos propios de la aplicación práctica de los artículos impugnados los que producen un efecto inconstitucional y no la extensión de la acción de tutela laboral a funcionarios públicos en sí, cuestión, según se ha expuesto, de mera legalidad: “Aún siendo efectiva la premisa, de que a los empleados del Estado regidos por el estatuto administrativo de rigor se les aplica supletoriamente el Código del Trabajo, incluso aceptando que esta regulación exógena no requiere ley expresa de remisión, en todo caso de allí no se extrae lógica y necesariamente la conclusión de que les incumba su tutela a los tribunales laborales” (Cº 21).
Respecto a lo anterior, es menester evitar la confusión en torno a un aspecto fundamental propio del instituto de la inaplicabilidad en Chile: la ley y su interpretación son solo un supuesto de hecho del mentado mecanismo procesal el cual, una vez bien establecido, influye en la decisión del Tribunal Constitucional tanto como influye la efectiva participación del delincuente en la comisión del hecho ilícito en la labor del juez en sede penal. Mal podría sostenerse, continuando con tal analogía, que las acciones del malhechor determinan la interpretación de la ley penal. Sin duda que la influyen, pero solo con la finalidad de permitir la subsunción de los hechos al tipo, esto es, activar la norma y con ella la labor del Juez. De idéntica forma, la interpretación de la ley que realiza el Tribunal a quo solo influye en la interpretación constitucional que realiza el Tribunal Constitucional en sede de inaplicabilidad para determinar los efectos que la norma, recta o incorrectamente interpretada, puedan producir aplicados al caso concreto: desde ahí se edifica, luego, el caso de la inaplicabilidad.
Visto desde esta última perspectiva, es posible sostener sin ambages que el Tribunal Constitucional acertó en la ratio decidendi del Rol 3853-17, puesto que previno una infracción directa a la Carta Fundamental mediante la atribución “meramente jurisprudencial” de competencias a los Juzgados de Letras del Trabajo. Junto con ello, iluminó otro problema del sistema constitucional chileno, esta vez referido a los funcionarios públicos: no existe norma orgánica o procesal que les indique con claridad dónde solicitar amparo de sus derechos fundamentales. Abona la incertidumbre la posición de la Contraloría General de la República, que ha indicado poseer “competencia para conocer y resolver de aquellos requerimientos de los servidores públicos por vulneración de lo que el Código del Trabajo considera sus derechos fundamentales, sin perjuicio de la facultad del afectado de dirigirse a los Tribunales de Justicia, ya sea en un procedimiento de tutela laboral o cualquier otro” (Dictamen N° 5.260, del 20 de Enero de 2015).
Ciertamente disconforme con el criterio del TC y para añadir más leña a la hoguera, la Confederación Nacional de Funcionarios Municipales de Chile dedujo recurso de protección, que fue rechazado de plano por la Corte de Apelaciones “fundado en que el artículo 94 de la Constitución Política establece la improcedencia de recursos en contra de las sentencias dictadas por el Tribunal Constitucional” y en virtud de “la autonomía del referido órgano constitucional, cuestión que impediría la revisión de lo resuelto a través de la sentencia impugnada, toda vez que (…) afectaría su autonomía e independencia” (Cº 3 Rol 21.027-2019, de la Corte Suprema). Y si bien en el fallo recién citado la Tercera Sala de la Corte Suprema ratificó el criterio de su inferior y mantuvo el perentorio rechazo del recurso de protección impetrado por ASEMUCH, aprovechó la ocasión para responder al fallo del TC y reafirmar su competencia para tutelar los derechos fundamentales de las personas por la vía de la acción de protección, incluso si el organismo acusado de vulnerarlos era el Tribunal Constitucional:
“No existe ninguna duda respecto de la autonomía e independencia del Tribunal Constitucional, sin que pueda otro órgano del Estado inmiscuirse en las materias que la ley y la Constitución han puesto bajo la órbita de su competencia. Empero, aquello no significa que, por su calidad de órgano autónomo, todas sus actuaciones queden al margen de la revisión que pueda hacer la jurisdicción conforme a los procedimientos que la propia Carta Política contempla” (Cº 5).
Curiosa afirmación de la Tercera Sala, debemos señalar, puesto que olvida la problemática esencial a los tribunales constitucionales a nivel comparado, que puede resumirse en la expresión Quis custodiet ipsos custodes? (¿Quién vigila a los vigilantes?). Al estar ínsitamente ligados al principio de supremacía constitucional y ser, por definición, los órganos encargados de velar por el imperio de la Constitución en el sistema de fuentes, los tribunales constitucionales han sido concebidos como órganos autónomos e independientes, sobre cuyas sentencias no procede recurso alguno (Art. 94 CPR). Están libres, en consecuencia, de toda vigilancia, por parte de toda autoridad. Para compensar semejante ausencia de control externo, los sistemas constitucionales suelen establecer un complejo entramado de pesos y contrapesos internos, que orientan la acción del guardián de la Carta Fundamental para que este no exceda su función. En tal sentido, destaca la propuesta del Grupo de Estudio de Reforma al Tribunal Constitucional, que busca –entre otras cosas– entregar mayor transparencia y favorecer el escrutinio público en el procedimiento de nombramiento de los Ministros del TC. Como es posible apreciar, aquí nos encontramos con un tercer problema de diseño del sistema constitucional chileno, que un grupo importante de constitucionalistas ya se encuentra estudiando.
Señaló también la Corte Suprema en su controvertida sentencia: “la acción de protección no puede ser entendida como un recurso cuyo objeto sea enmendar lo resuelto por el Tribunal Constitucional, sino que propiamente, conforme a su naturaleza, es una acción constitucional” (Cº 4). Eso es algo evidente y por todos aceptado. Entonces, ¿por qué lo reitera? Para zafarse de las molestas ataduras constitucionales del artículo 94. Un argumento que peca de una literalidad anodina: según se ha expuesto, es insostenible en el sistema constitucional chileno que pueda supervigilarse a un organismo independiente y autónomo por naturaleza, máxime si no existe acción expresa que lo permita. Semejante extensión jurisprudencial del objetivo y función jurídica de la acción de protección vulnera de forma manifiesta los artículos 6 y 7 de la Carta Fundamental, en tanto altera el “orden institucional de la República” y excede las competencias de la Corte Suprema, la que de facto se atribuye una autoridad y derechos que no le han sido conferidos de forma expresa ni por la Constitución ni por la ley alguna para modificar dicho mecanismo procesal.
Aún así, es posible extraer de la tesis sostenida por la Tercera Sala un cuarto conflicto que aqueja el sistema constitucional chileno, como bien ha sostenido Marisol Peña: la ausencia de una acción de amparo en contra de resoluciones judiciales. Según se ha expuesto, el recurso de protección no es la vía idónea y tampoco fue diseñado para brindar protección a la ciudadanía respecto de los actos del Estado en el ejercicio de su Función Judicial. Si bien es cierto que el artículo 20 de la Constitución no realiza distinciones en torno al agente del acto u omisión ilegal o arbitrario que produce afección a los derechos fundamentales de la víctima, su aplicación como una vía de amparo en contra de resoluciones judiciales daría ocasión a un sinsentido: respecto de los tribunales inferiores del Poder Judicial, existe una serie de otros recursos procesales para precaver la injusticia o el menoscabo a los derechos de los sujetos al proceso (baste pensar en el uso que hoy se le da al recurso de queja); respecto de la Corte Suprema, sería ridículo que ella misma volviera a revisar los fundamentos de sus decisiones, las que están llamadas a resolver de manera definitiva el asunto puesto que se trata del máximo tribunal de la escala jerárquica del Poder Judicial; por último, pensando en el Tribunal Constitucional, ya tuvimos ocasión de abordar la importancia de su autonomía e independencia al interior del sistema constitucional chileno. A lo anterior hay que añadir el problema que produce en la cosa juzgada y la litispendencia, entre una serie de otras instituciones procesales de larga data: ¿habrá reparado la Tercera Sala que, de acogerse su doctrina, eventualmente tendrá que entrar a revisar asuntos radicados en otras Salas de la Corte? Y para qué hablar de un caso previamente resuelto por la misma Corte Suprema con sentencia firme, pero con una integración diferente de la Sala que la dictó: ¿procedería el recurso de protección como un mecanismo adicional para apostar por un fallo diferente? Y obteniéndolo, ¿procedería de nuevo? El sinsentido es evidente.
Dicho lo anterior –y siendo realistas–, debe señalarse que la posibilidad de que un tribunal falle contra Derecho, produciendo una afectación a los derechos fundamentales de los sujetos al proceso, es real, por lo que distintos sistemas constitucionales comparados han ideado el mecanismo procesal de la acción de amparo contra resoluciones judiciales como una vía para precaver la arbitrariedad en el ejercicio de funciones jurisdiccionales. No obstante, se trata de una acción muy limitada, excepcionalísima y bien equilibrada, cuyos contornos y notas características exceden con creces el objeto del presente artículo. Su conveniencia para el sistema constitucional chileno debe ser debatida y, de aceptarse su incorporación, debe analizarse con cuidado tanto el tribunal encargado de conocerla como las causales que habilitarían a los particulares para incoarla. A fin de cuentas, no hay que olvidar que lo propio de la judicatura ordinaria y constitucional es hacer, en definitiva, justicia, lo que fuerza a partir de la premisa de que los órganos que la ejercen son capaces de obtenerla. Lo contrario conlleva el riesgo del recurso ad infinitum y la dilución de la certeza jurídica.
Realizada ya una síntesis crítica de la historia del conflicto, quisiera exponer lo que considero el problema medular del sistema constitucional chileno en lo que a este atañe: una superposición de atribuciones entre la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional respecto a la interpretación de derechos fundamentales. Este asunto no es novedoso, puesto que ya ha sido abordado por varios autores, entre los que destaca Bordalí (Revista Chilena de Derecho, Vol. 34, Nº 3, 2007). En sus palabras: “En materia de interpretación constitucional no existen mecanismos en el Derecho chileno que permitan garantizar la unidad jurisdiccional. El problema se presenta debido a que tanto la judicatura constitucional como la ordinaria aplican e interpretan la Constitución produciendo dispersión jurisprudencial”. Una explicación sencilla del asunto podría ser la siguiente:
El Tribunal Constitucional es, por diseño institucional y según se ha expuesto, el intérprete ultimo de la Constitución. Para ello, tiene la facultad de inaplicar e incluso derogar la ley por contrariarla. La cuestión radica en que los particulares, cuando solicitan la inaplicabilidad de un precepto legal, suelen invocar como parte afectada de la Constitución el capítulo tercero, referido a sus derechos fundamentales. Lo anterior, sumado al principio de supremacía constitucional que dota de sentido a la judicatura constitucional concentrada, habilita a dicha magistratura para interpretar el contenido de tales derechos.
Por otra parte, la Corte Suprema es, también por definición, el intérprete último de la ley (función nomofiláctica) y el tribunal habilitado para conocer en segunda instancia de la acción constitucional específica para solicitar el amparo de los derechos fundamentales consagrados en el capítulo tercero. Posee también a su cargo el conocimiento del recurso de unificación de jurisprudencia, en materia laboral, que pone término al conflicto relativo a los derechos fundamentales de los trabajadores, como en efecto ocurre en el caso que da origen a la disputa que comentamos. Mediante estas y otras herramientas procesales, unido al hecho de que la Constitución, en tanto norma, es una ley de la República, es posible comprender cómo es que el sistema constitucional chileno también le concede a ella la atribución de interpretar los derechos fundamentales de las personas. “A todo ello se puede agregar el hecho que un sector de la doctrina entiende que todo tribunal de justicia debe dar aplicación directa de la Constitución en virtud del mandato del artículo 6º de la Constitución Política” (Bordalí), como de hecho es posible apreciar en diferentes sentencias de tribunales inferiores de la escala jerárquica del Poder Judicial, con una frecuencia incremental.
Expuesto el problema, debemos señalar que no es uno de fácil resolución. Bordalí propone “un recurso de casación para la unificación de la doctrina constitucional en manos del Tribunal Constitucional chileno, para que pudiera contribuir adecuadamente en evitar la dispersión jurisprudencial en materia de derechos fundamentales”. Empero, su muy buena propuesta presenta una serie de otros problemas adicionales, similares a los que ya avizoramos a raíz del recurso de amparo en contra de resoluciones judiciales. En primer lugar y como resulta evidente a esta altura, acrecentaría la bullada pugna institucional. Luego, el Tribunal Constitucional podría sentar precedentes vinculantes para todos los tribunales de la República, pero ello no es garantía de que tal precedente sea correctamente aplicado al caso concreto. La revisión de dicha aplicación, radicada en el mismo Tribunal Constitucional, es contradicha por Bordalí al destacar el fin público y no privado del recurso que propone, mientras que de continuar bajo la supervigilancia de la Corte Suprema sólo se perpetúa el problema.
De hecho, el TC acaba de ordenar a la Corte Suprema que informe acerca del cumplimiento de uno de sus fallos (Rol 5912-19-INA, respecto de una gestión pendiente en sede de unificación de jurisprudencia), lo que trae a colación otro problema más del sistema constitucional chileno: el Tribunal Constitucional carece de la facultad de imperio, como destacó Felipe Meléndez en una columna reciente publicada en este medio.
Todo lo anterior fuerza a concluir que se trata de un problema de diseño constitucional que aqueja el sistema chileno en su conjunto, específicamente en lo relativo a la interpretación de los derechos fundamentales. Hemos tenido ocasión de mencionar algunos aspectos del problema, a saber: a) si toda aplicación de una norma implica su interpretación, ¿cuál es el límite de la inaplicabilidad?; b) no existe norma orgánica o procesal que le indique con claridad a un funcionario público dónde solicitar amparo de sus derechos fundamentales; c) prescindiendo, por definición, de controles externos, se hace necesario evaluar los pesos y contrapesos internos del Tribunal Constitucional, especialmente en lo referido a su composición y mecanismos de nombramiento; d) carecemos de una acción de “amparo contra resoluciones judiciales” o de “unificación de doctrina constitucional”, cuya creación es tan difícil como delicada; e) existe una evidente superposición de atribuciones en materia de exégesis de los derechos fundamentales consagrados en el capítulo tercero, la cual incluso alcanza a tribunales inferiores de justicia en un sistema sin precedente vinculante; y f) el Tribunal Constitucional carece de la facultad de imperio para dar operatividad a sus resoluciones.
De seguro, existen muchas otras aristas, lo que debería convocar a políticos, académicos y jueces a enfrentar con altura de miras el problema, para obtener, según se expuso al comienzo, una solución de corte institucional que trascienda la tensión del momento. Solo aquella podría entregar tranquilidad a las personas, quienes son las principales afectadas por un vaivén jurídico que, como sostuvimos, no encuentra origen tanto en la extralimitación de uno u otro organismo, como en el aludido problema de diseño constitucional de nuestra Carta Fundamental. (17 octubre 2019)