Concepto y Constitución.
En primer lugar, se contempla en el artículo 4° de la Constitución Política que: “Chile es una república democrática”[1]. La República es una forma de gobierno de tipo electivo y temporal, sujeta al dogma de la separación de poderes y cuyos gobernantes son responsables de sus actos en el ejercicio del cargo. Así, dentro de sus elementos definitorios, en una República las autoridades que ejercen soberanía son elegidas por un tiempo limitado, sin que exista concentración del poder y en donde existe responsabilidad pública, y no inmunidad. La República puede ser aristocrática o democrática. Desde Rousseau que la teoría política define a la Democracia como autogobierno del pueblo. Por tanto, el pueblo es al mismo tiempo titular soberano del ejercicio del poder y súbdito de éste, con lo cual la base de la democracia es el principio de igualdad política entre sus integrantes, es decir del pueblo, todos quienes poseen idénticos derechos políticos de participación. Es el pueblo quien crea la obligación política, por sí o por medio de representantes, y queda sujeta a ella. Se sigue, así, que el poder político tiene su génesis y fundamento en el consentimiento del pueblo y que la ley es precisamente manifestación de esa voluntad soberana. Una sentencia de la Corte Suprema de 1937 indica que la democracia es un “sistema en que el gobierno emana del pueblo, o sea, de todos los ciudadanos que forman la comunidad política o Nación”.
Diversos principios e instituciones conforman la democracia, tales como soberanía popular y regla mayoritaria. También es parte consustancial de la democracia el respeto a los derechos fundamentales y la separación de poderes. Asimismo, los mecanismos de representación y sistema electoral son propios de una democracia. Por su parte, la Constitución y su supremacía es también parte central de una democracia moderna. Más aún, por STC 591 se ha señalado que la jurisdicción constitucional es una garantía básica del Estado Constitucional y Democrático de Derecho.
En tal sentido, la democracia es el régimen político que mejor responde a ciertas cuestiones centrales de toda organización. Por una parte, ¿quién y cómo se adoptan las decisiones colectivas, vinculantes para el conjunto de la sociedad? Frente a tales interrogantes, la democracia nos dice que es el pueblo quien adopta las decisiones colectivas, por sí o por medio de representantes, y que estas decisiones las toma por mayoría simple o calificada. Vale decir, las decisiones colectivas en una democracia no las toman en última instancia unos guardianes ni expertos. La democracia, más humilde si se quiere, nos entrega a nosotros mismos el peso del destino. Surge entonces otra interrogante. ¿Significa el principio mayoritario que las decisiones democráticas pueden tener cualquier contenido, sin límite o deber alguno? En efecto, la democracia en principio solamente establece las reglas de procedimiento para adoptar decisiones, es decir, que tales decisiones se definen por la mayoría del pueblo, pero no resuelve a priori sobre qué decisiones deben adoptarse. ¿Significa eso que quedamos al arbitrio de las mayorías o de la mera correlación de las fuerzas de una elite dirigente? Pensemos por ejemplo en la gratuidad en la educación. De ser cierto que la democracia es una cuestión exclusivamente procedimental, entonces la gratuidad depende solamente de la voluntad política mayoritaria, tal y como usualmente depende de la voluntad política mayoritaria la asignación de recursos para defensa o para la lucha contra la delincuencia. Sin embargo, junto a las mayorías siempre circunstanciales se encuentran también los derechos fundamentales y por cierto la constitución política que los recoge, y a partir de los cuales se definen a favor de todos un conjunto de compromisos morales de naturaleza más permanente. Estos últimos establecen límites y deberes al poder político democrático, con amplias y profundas implicancias.
Representación y conflicto.
Por otra parte, hoy por hoy, la crisis de la democracia o específicamente lo que Roberto Gargarella identifica como “crisis de representación que parece caracterizar a nuestra época”[2], se vincula con el diseño institucional de la democracia representativa. En ella existe una separación y gran distancia entre representantes y representados, clase dirigente y ciudadanía, partidos políticos y electores, que hace que el sistema político sea altamente permeable a la presión e influencia de los grupos de interés de cualquier naturaleza, sea político, económico, sindical, ideológico. Así, nuestros representantes más que gobernar de cara a la voluntad de la mayoría, terminan coaptados por estos grupos, con el natural riesgo para el bienestar general. Peor aún, como señala dicho autor, la democracia representativa en su diseño actual tiende a privilegiar un poder elitista y contra-mayoritario, temeroso de las mayorías, mediante por ejemplo sistemas de frenos y contrapesos que diluyen su voluntad, como también a través de la tutela del principio de supremacía constitucional y protección de las minorías, resguardado por mecanismos de control de constitucionalidad de las leyes que impiden la expresión de la voluntad popular. Con ello, para este autor, se restringe la efectiva participación y deliberación pública, perjudicando la necesaria imparcialidad de las decisiones democráticas[3]. Lo anterior es más complejo aún, considerando como señala J. Rawls, que una pregunta central de la democracia de nuestros días es enfrentar el problema de “¿cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales que andan divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles? Dicho de otro modo: ¿cómo es posible que doctrinas comprehensivas profundamente enfrentadas, pero razonables, puedan convivir y abrazar de consuno la concepción política de un régimen constitucional?”[4]. Es decir, las dificultades de la democracia son inherentes a su concepto, lo que hace difícil encontrar una ecuación que otorgue estabilidad y unidad a una sociedad heterogénea, tensionada por sus múltiples sueños, intereses, necesidades y deseos.
En tal sentido, siguiendo en esto a Alasdair MacIntyre[5], podemos dar una serie de ejemplos que se avienen con nuestro actual debate democrático. Así, este autor indica que uno de los rasgos más relevantes del lenguaje moral contemporáneo es que se utiliza para dar cuenta de desacuerdos irreconciliables, de todo o nada, sin que exista forma de llegar a compromisos morales en nuestra cultura. En defensa de su diagnóstico, el autor desarrolla los siguientes ejemplos. Respecto del aborto, MacIntyre identifica tres argumentaciones clásicas: a) Siguiendo a Locke, los seres humanos tienen ciertos derechos sobre su propia persona, que comprenden al propio cuerpo. “De la naturaleza de esos derechos se sigue que, en el estadio en que el embrión es parte del cuerpo de la madre, ésta tiene derecho a tomar su propia decisión de abortar o no, sin coacciones. Por lo tanto el aborto es moralmente permisible y debe ser permitido por la ley”; b) Considerando los imperativos kantianos, no puedo desear mi propia muerte, es decir, no puedo “desear que mi madre hubiera abortado cuando estaba embarazada de mí, salvo quizás ante la seguridad de que el embrión estuviera muerto o gravemente dañado. Pero si no puedo desear esto en mi propio caso, ¿cómo puedo consecuentemente negar a otros el derecho a la vida que reclamo para mí mismo? Rompería la llamada Regla de Oro de la moral, y por tanto debo negar que la madre tenga en general derecho al aborto. Por supuesto, esta consecuencia no me obliga a propugnar que el aborto deba ser legalmente prohibido”; y c) Desde un punto de vista de la ley moral tomista, “asesinar es malo. Asesinar es acabar con una vida inocente. Un embrión es un ser humano individual identificable, que sólo se diferencia de un recién nacido por estar en una etapa más temprana de la larga ruta hacia la plenitud adulta y, si cualquier vida es inocente, la del embrión lo es también. Si el infanticidio es un asesinato, y lo es, entonces el aborto es un asesinato. Por tanto, el aborto no es sólo moralmente malo, sino que debe ser legalmente prohibido”. De más está decir que existe un cuarto argumento, basado en la religión, según el cual la vida es sagrada pues viene de Dios y no corresponde al hombre definir su inicio y término, solamente a Dios que la ha creado.
En materia de derechos sociales, como son el derecho a la educación y a la protección de la salud también pueden darse argumentos morales. MacIntyre identifica dos argumentaciones clásicas: a) Señala este autor, siguiendo a Rousseau, que “la justicia exige que cada ciudadano disfrute, tanto como sea posible, iguales oportunidades para desarrollar sus talentos y sus otras posibilidades. Pero las condiciones previas para instaurar tal igualdad de oportunidades incluyen un acceso igualitario a las atenciones sanitarias y a la educación. Por tanto, la justicia exige que las autoridades provean de servicios de salud y educación, financiados por medio de impuestos, y también exige que ningún ciudadano pueda adquirir una proporción inicua de tales servicios. Esto a su vez exige la abolición de la enseñanza privada y de la práctica médica privada”; y b) Siguiendo a Adam Smith, prosigue MacIntyre, todo el mundo “tiene derecho a contraer las obligaciones que desee y sólo esas, a ser libre para realizar el tipo de contrato que quiera y a determinarse según su propia libre elección. Por tanto, […] los profesores deben ser libres de enseñar en las condiciones que escojan y los alumnos y padres de ir a donde deseen en lo que a educación respecta…”[6].
Consensos y modelo de desarrollo.
Con todo, autores como Arend Lijphart han concluido que el diseño institucional de una democracia puede propender de mejor forma a delinear derechos, deberes y límites, siempre y cuando al mismo tiempo exista un diagnóstico común sobre las fortalezas y debilidades que en concreto presenta una sociedad en particular.
En efecto, al modelo clásico de democracia mayoritaria, Lijphart contrapone el modelo de democracia consensual, especialmente útil en sociedades plurales, que se encuentran profundamente divididas por causas religiosas, ideológicas, culturales, étnicas o raciales, que implica que al interior de la misma coexisten verdaderas subsociedades que cuentan con partidos políticos, grupos de interés y medios de comunicación representativos. Se trata de sociedades proclives a conflictos radicales, en que las minorías que poca veces acceden al poder se sienten excluidas al extremo de llegar a perder lealtad al régimen democrático. Así, Lijphart concluye que en “las sociedades que se encuentran profundamente divididas, como es el caso de Irlanda del Norte, el gobierno de la mayoría presagia, más que una democracia, una dictadura de las mayoría, así como luchas civiles. Lo que estas sociedades necesitan es un régimen democrático que haga hincapié en el consenso en lugar de en la oposición, que incluya más que excluya y que intente maximizar el tamaño de la mayoría gobernante en lugar de contentarse con una mayoría escasa: la democracia consensual”[7]
La idea de una democracia consensual descansa sobre el fundamento que para la estabilidad de sociedades plurales las decisiones colectivas deben ser tomadas considerando la participación de todos los afectados por dicha decisión. Es decir, que el significado principal de democracia es que “todos los que están afectados por una decisión deberían tener la oportunidad de participar en la toma de esa decisión de forma directa o a través de representantes elegidos”[8]. Por el contrario, el significado secundario de democracia sería que prevalezca la mayoría, pero antes que eso, todos deben tener la posibilidad de ser considerados y tomados en cuenta.
Se trata por cierto de maximizar la estabilidad en sociedades profundamente divididas a lo largo de la historia, que presentan en consecuencia altos grados de conflictividad radical. El modo de lograrlo es por medio de arbitrar el principio democrático de mayorías con el principio también democrático de respeto a las minorías, no de contraponerlos de forma irreconciliable. Ello supone aceptar que en la adopción de decisiones públicas se privilegien mecanismos institucionales de inclusión de las minorías por sobre la imposición de las mayorías. Entre tales mecanismos de una democracia consensual, Lijphart considera los siguientes: 1) gabinetes de amplia coalición; 2) equilibrio entre poder ejecutivo y legislativo; 3) sistema multipartidista; 4) representación proporcional; 5) corporativismo de los grupos de interés; 6) gobierno federal y descentralizado; 7) bicameralismo fuerte; 8) rigidez constitucional; 9) tribunal constitucional; y 10) independencia del Banco Central[9]. (1 agosto 2016)
[1] La palabra democracia es utilizada con frecuencia en el debate público. Pensemos por ejemplo en una reciente columna de opinión aparecida en el diario El Mercurio, con fecha 24 de julio de 2016, en donde Carlos Peña señala que “La democracia, se suele olvidar, es el gobierno de la opinión pública, de las expectativas, prejuicios, puntos de vista y razones que van sedimentando poco a poco en esa media de ciudadanos que discuten en los almuerzos dominicales, murmuran cuando ven la televisión, leen la prensa e intercambian puntos de vista hasta alcanzar, sin que ninguno de ellos individualmente conduzca el proceso, un equilibrio”.
[2] Gargarella, Roberto, Crisis de Representación y Constituciones Contramayoritarias, en Isonomía: Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, N° 2, abril 1995, México, Instituto Tecnológico Autónomo de México, pp. 90-91.
[3] Ob.cit, pp. 107-108.
[4] Rawls, John, El Liberalismo Político, Crítica (Grijalbo Mondadori), España, pp. 13-14.
[5] MacIntyre, Alasdair, Tras la Virtud, Crítica, España, p. 20.
[6] Ob.cit, pp.20-21.
[7] Lijphart, Arend, Modelos de Democracia, Editorial Ariel, España, año 2000, pp. 44-45.
[8] Ob.cit, p. 43.
[9] Ob.cit, pp.46 a 52.