Días atrás tuvo lugar en la sede Temuco de la Facultad de Derecho de la Universidad Mayor un Seminario bajo el título “Derecho y pueblos originarios”. Me correspondió exponer sobre la propiedad indígena en Bolivia y disfrutar de enriquecedores intercambios de ideas, entre otros, con la Consejera Regional ante CONADI, quien evocó con emoción su asistencia a la ceremonia de asunción del mando del Presidente Evo Morales en el complejo arqueológico de Tiwanaku. La jornada me sirvió además para corroborar algo que presentía: el tremendo desconocimiento que existe en Chile acerca de la realidad indígena en Bolivia y la experiencia de los pueblos originarios en relación a las tierras ancestrales. Lo que es peor, esa ignorancia está contaminada con estereotipos alejados de la realidad que bloquen cualquier posibilidad de acceso a la historia y por lo tanto a la actualidad de nuestro vecino país. Por ejemplo, que los pueblos originarios en Bolivia se han identificado o identifican con corrientes ideológicas de izquierda, que los sucesivos gobiernos militares fueron un escollo a su desarrollo y que sus reivindicaciones han estado marcadas por la violencia. Se trata de suposiciones, simplificaciones o abiertamente de afirmaciones equivocadas. Mi propósito con las líneas que siguen es tratar de aportar al esclarecimiento de una realidad que, como Estado vecino no puede resultarnos indiferente.
Desde luego, las comunidades indígenas en Bolivia nunca han sido agrupaciones de personas copropietarias de un territorio y mucho menos, dueñas de porcentajes como en la tradición jurídica romana concebimos la copropiedad. El llamado Ayllu, origen de las actuales comunidades originarias, que fue en sus inicios agrupaciones familiares con un antepasado común, fue desarrollándose en el tiempo como una compleja realidad social representada por la vinculación de grupos humanos con el trabajo en distintos territorios, diferentes estratos ecológicos. Esa vinculación es profunda y compleja: se sustenta en la conciencia ancestral de que el hombre no es dueño de las tierras ni las posee sino que pertenece o forma parte integrante de ciertos territorios en tanto y en cuanto la trabaja. Los pueblos originarios en el vecino país no conciben la tenencia de la tierra como un “derecho histórico”, como una “deuda histórica”, sino como un efecto natural derivado del trabajo que han desarrollado y desarrollan en sus respectivos territorios. En general no se concibe “reivindicar” otros terrenos que no fueren aquellos donde desarrollan el trabajo de la tierra. Las “reivindicaciones” de tierras abandonadas u ocupadas por otras personas no suelen fundarse en haber “pertenecido” a los antepasados, sino en ser parte integrante los territorios mediante el trabajo. Además, para los pueblos originarios de Bolivia, el trabajo de o en la tierra –en la agricultura o en el pastoreo y la ganadería- es parte del sentido de la vida y por lo tanto fuente de alegría y realización; en ningún caso como una carga que debe ser ejecutada para no volver a perder tierras recuperadas. Todo ello explica por qué en las normas legales y en las decisiones judiciales sobre la tierra, se usa la expresión “indígenas originario campesinos” para referirse con los tres términos a una misma identidad cultural.
La lucha por la tierra de los pueblos originarios ha sido en Bolivia mucho más pacífica de lo que usualmente se cree. Ello se explica no sólo por aquellos rasgos de sometimiento, condescendencia y disponibilidad al trabajo cuyos orígenes se ha creído encontrar en el sojuzgamiento y paternalismo del Tawantinsuyu, sino además por la conciencia de ciertos valores ancestrales profundamente arraigados que incluso se encuentran actualmente recogidos a nivel constitucional: el Ama qhilla, ama llula, ama suwa – no seas flojo, no seas mentiroso, no seas ladrón- que los lleva a buscar en el dialogo y eventualmente mediante las protestas pacíficas, la solución a sus demandas y necesidades. Complementariamente, existe también en la conciencia de los indígenas y pueblos originarios bolivianos otra idea muy arraigada: la de previsión y solidaridad entendida como la disposición al trabajo gratuito como factor de cohesión social y la convicción de que siempre se obtendrá una retribución. Un país con territorios tan desiguales y tan expuestos a las inclemencias climáticas, ha incorporado a lo largo de la evolución de sus diversos pueblos, no sólo el concepto de austeridad y previsión –recuérdense las colcas incaicas- sino también el de gratuidad y de complementariedad. Ayni significa en quechua, algo así como solidaridad y se refleja en la práctica en la ayuda mutua, la cooperación, la minka –en Chile la minga- que en muchas regiones andinas existe hasta nuestros días y en el desdoblamiento del Ayllu en diferentes pisos ecológicos para logar proveerse de la variedad de productos necesarios para el vivir bien, la suma qamaña.
Teniendo en cuenta esas características, hablar, por ejemplo, de “la lucha de los pueblos originarios en Bolivia por la recuperación de sus tierras”, implicaría un prejuicio alejado de la realidad. Durante la colonia, las comunidades indígenas, no obstante las encomiendas y reparticiones, fueron cuidadosamente respetadas por los españoles, pues comprendieron su importancia productiva. Los abusos contra los indígenas más bien se dieron en el trabajo forzoso en las minas, que resultaba más consistente con la arraigada conciencia de la contribución en trabajo y no en especies, la que se remonta a los tiempos de los Incas. En el siglo XIX no hubo “lucha de los pueblos originarios” sino apenas una resistencia inocua e infértil ante procesos de ex vinculación e individualización de las tierras, basados en los principios de la ilustración. A mediados del siglo XX, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) de Víctor Paz Estensoro, llevó a cabo una Reforma Agraria (Decreto Ley 3464, de 1953) que, lejos de la violencia, fue sólo una reestructuración de los procesos productivos en el agro y un recambio social en la dirigencia política. Incluso más, cuando diez años después, el General Barrientos dio inicio a 18 años de regímenes militares, ellos se desenvolvieron bajo el puntal del llamado “Pacto Militar Campesino”: los militares aparecían como los salvadores de los pueblos originarios, quienes los harían progresar con tecnología e inversiones y los “comunistas” como los culpables de las luchas fratricidas entre sindicatos campesinos de diferentes tendencias. No haber apreciado en su medida ese proceso fue tal vez el error fatal del Che Guevara en su incursión boliviana.
Más cercanamente, entre 1990 y 1994 se desarrollaron las “Marchas Indígenas”, que pacíficamente reclamaban del Estado el reconocimiento de las comunidades indígenas como constitutivas de pueblos arraigados en ciertos territorios: no se trató de luchas entre privados, contra propietarios de tierras, sino más bien de una apelación al Estado por un mayor reconocimiento jurídico de las comunidades y de la autonomía y dignidad de los pueblos indígenas. Como gran logro de esas marchas tuvo lugar un proceso de saneamiento de las Tierras Comunitarias de Origen, reconocidas primeramente en la Constitución de 1994, el que parcialmente logró su objetivo tras la restructuración del aparato administrativo agrario, fundamentalmente mediante la reforma del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA) con la ley 1715. De ahí en adelante el proceso de integración de los pueblos originarios a los procesos productivos a nivel nacional ha sido ejemplar: en el ecoturismo, en la explotación forestal y de hidrocarburos, por poner sólo los ejemplos más notables. En ese contexto, la ley 3545, el año 2006, llamada de Reconducción Comunitaria de la Reforma Agraria, significó un progreso importante al incorporar como causal de reversión de tierras el incumplimiento de la función económica social (FES)[i]. El gran paso se ha logrado sin embargo, con la Constitución Política de 2009, que tiene un cariz netamente fundacional, siendo el pilar de una organización política autocalificada como un “Estado Unitario Social de Derecho, Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías” (art 1°) y con una compleja legislación complementaria. En un país que reconoce constitucionalmente 37 grupos étnicos y en el que el 62% de la población se auto identifica como indígena, no podía ser de otro modo.
El artículo 394 de la Constitución Política reconoce la propiedad comunitaria, indivisible, imprescriptible, inalienable e inembargable, la que incluye los territorios indígena originario campesinos (TIOC) pero además las comunidades originarias interculturales y las comunidades campesinas. El proceso de saneamiento (regularización) de las tierras comunitarias de origen ha sido silencioso pero extenso: entre 1996 y 2009 se han saneado 15,5 millones de hectáreas, casi la mitad del territorio nacional regularizado. Sin embargo, el proceso ha debido enfrentar –particularmente en sus inicios- trabas burocráticas y falta de voluntad política, el retraso provocado por demandas de terceros ante el Tribunal Nacional Agrario, y la oposición relacionada con intereses económicos en la explotación de recursos naturales –principalmente en la actividad forestal y la explotación minera y de hidrocarburos-, todo lo cual ha conducido además a una fragmentación territorial que va más allá de la discontinuidad originaria a que me refería más arriba. En tal sentido, un avance importante se ha conseguido con la ley de hidrocarburos, ley N° 3058, de 2005, que considera el derecho a la consulta a las comunidades y el respeto a sus costumbres, lo cual debe ser integrado en los Estudios de Evaluación del Impacto Ambiental y que además ordena que un porcentaje del impuesto a los hidrocarburos debe destinarse al Fondo de Desarrollo de los Pueblos Indígenas y Originarios.
Con todo, no ha sido sino gracias a la legislación complementaria promulgada a partir de la Constitución Política de 2009, que ha existido un auténtico control, de las tierras comunitarias de origen por parte de la población indígena. Dentro de ella cabe destacar la Ley Marco 031, de Autonomía y Descentralización, que ha permitido crear autonomías indígenas a nivel de distritos, municipios y regiones; la Ley 018 del Órgano Electoral Plurinacional, llamada a garantizar la “democracia intercultural”; y la Ley N° 073, de Deslinde Jurisdiccional que ha logrado establecer –con las debidas limitaciones supervisadas por el Tribunal Constitucional Plurinacional- jurisdicciones y hasta derechos penales autonómicos. Conflictos entre el gobierno y los pueblos indígenas ha habido, sin embargo. Tal vez los más complejos fueron durante el año 2010 y 2011 a propósito de las reclamaciones autonómicas en las “tierras bajas”(el Chaco y la Amazonía) y particularmente el conflicto suscitado con ocasión de la construcción del tramo Villa Turani-San Ignacio de Mojos (parte de la ruta interoceánica) cruzando el Parque Nacional Isiboro Secure.
Son tan grandes las diferencias culturales e históricas entre los pueblos originarios de Bolivia y los de nuestro país, así como las diferencias de composición social entre ambos países, que cualquier intento de hacer comparaciones o de formular contrastes, resulta inoficioso. Pero pese a esas diferencias, la experiencia boliviana sí permite afirmar que la incorporación de los pueblos indígenas al desarrollo económico y social de un país es perfectamente compatible con el reconocimiento de sus dignidades y diferencias; y que ambas tareas suponen mucha voluntad política, una convicción profunda de la importancia para el crecimiento del país y políticas públicas de Estado consensuadas y de largo plazo. Algo sin duda mucho más complejo que las compras interminables de tierras para repartirlas a las comunidades, intercaladas con también interminables episodios de violencia y represión (Santiago, 8 abril 2015)
[i] Cfr mi artículo “La reversión de tierras en Bolivia”, en portal microjuris, agosto de 2010.