Artículos de Opinión

Sobre la sentencia de la Corte Suprema en el Rol N° 21.027-2019 (protección en recurso de inaplicabilidad)

No deja de ser una sorpresa que, sin mediar reforma constitucional alguna, la Corte Suprema intente incursionar ahora en la revisión de las sentencias de inaplicabilidad del Tribunal Constitucional, de una forma tal que, en la práctica, implicaría entregar la última palabra en esta materia al propio Tribunal Supremo.

La reciente sentencia de la Tercera Sala de la Corte Suprema en el Rol N° 21.027-2019, trae a la memoria una vieja pugna, relativa a las facultades del juez frente al control de constitucionalidad, que tiene sus raíces en lo más profundo de nuestra cultura jurídica europeo-continental. A diferencia de lo que sucede en el sistema del Common Law, en nuestra tradición jurídica se ha entendido, desde la Revolución Francesa, que los jueces ordinarios no deberían conocer derecho público ni temas políticos. Esta tendencia se conoce como “antijudicialismo” o “principio de separación de jurisdicciones” y, es una de las razones históricas que explica que numerosos países –por ejemplo, Alemania, Italia, Portugal, Colombia, Perú y Chile— se haya creado una justicia constitucional separada y distinta del Poder Judicial ordinario. Mientras la primera estaría mejor habilitada para conocer materias de índole política, –tales como, por ejemplo, el propio control de constitucionalidad de las leyes–, el Poder Judicial debiera limitarse a conocer en general, y salvo algunas contadas excepciones, de las materias de derecho común.
Paradójicamente, la actitud de nuestra Corte Suprema ante el recurso de inaplicabilidad fue, durante décadas, una expresión paradigmática de dicha tendencia. Habiendo contado durante años y hasta la reforma constitucional de 2005, con la facultad de declarar inaplicable una ley por ser contraria a la Constitución, la renuencia de aquel Tribunal en conocer de dicho recurso hizo que el comparatista norteamericano John Henry Merryman (“La tradición Jurídica romano-canónica”, Fondo de Cultura Económica, 1971) escogiera dicha inacción como una muestra palmaria de la reluctancia de los jueces ordinarios europeos y latinoamericanos a conocer del control de constitucionalidad de las leyes. Ello explica, también, que la citada modificación constitucional entregara ese recurso a la competencia del Tribunal Constitucional.
Por eso no deja de ser una sorpresa que, sin mediar reforma constitucional alguna, la Corte Suprema intente incursionar ahora en la revisión de las sentencias de inaplicabilidad del Tribunal Constitucional, de una forma tal que, en la práctica, implicaría entregar la última palabra en esta materia al propio Tribunal Supremo. Más allá de la mayor o menor fortuna de nuestro actual diseño constitucional, y de la discusión política y doctrinaria en la materia (la necesidad o no, en nuestro sistema, de un tribunal constitucional separado del poder judicial ordinario, con competencias específicas), lo cierto es que la base de nuestro Estado de Derecho es el acatamiento irrestricto, por parte de todos los poderes estatales –incluyendo el propio Poder Judicial-, a los límites competenciales propios y ajenos, tal como lo disponen los artículos 6° y 7° de nuestra Constitución.
Esa es también la base del prestigio de un Tribunal Supremo. Un juez que, so pretexto de aplicar justicia sustancial, desconoce sus limitaciones competenciales y vulnera la Constitución, es un problema para cualquier sistema jurídico, y olvida que en Derecho importa no sólo el logro la justicia, sino también la forma en que se llega a ella. (Santiago, 9 octubre 2019)

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