A la hora de debatir sobre el estatuto jurídico para el uso de símbolos religiosos en escuelas públicas se suele afirmar la laicidad del Estado, pero se olvida que las personas somos titulares del derecho fundamental a la libre manifestación de nuestras creencias. Que un Estado sea laico significa, en general, que no puede asignar recursos públicos o dispensar privilegios únicamente en razón de su simpatía por un credo. Por eso, en esta materia los deberes del Estado son de abstención y neutralidad.
Los particulares, no tenemos aquellos deberes. Por el contrario disponemos de libertad religiosa. Y ocurre que cuando una persona acude a un espacio público, como una escuela, especialmente cuando lo hace para ejercer sus derechos, por ejemplo el derecho a la educación, no adquiere el deber de neutralidad religiosa, sino que conserva su libertad en la materia. Constituye un error endosar deberes propios del Estado a particulares. Por eso, parece razonable procurar que las Escuelas públicas no expresen inclinaciones religiosas, institucionalmente o por intermedio de sus docentes, sea a través de actos o bien mediante el empleo de símbolos. Por el contrario, resulta atentatorio de la libertad religiosa imponer a los alumnos que no manifiesten sus creencias, pues justamente el principal aporte que ha significado el reconocimiento de este derecho consiste en que, debido a que no hay un credo oficial, las distintas creencias no deben relegarse a los espacios privados, sino que pueden ser expresadas por los particulares en espacios públicos.
Por último, extender el deber de neutralidad estatal a los alumnos de escuelas públicas implica imponer un gravamen desproporcionado a su derecho a la educación: pueden ejercerlo, en tanto no ejerzan su libertad religiosa.
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