Artículos de Opinión

Servicio público, bien común y subsidiariedad: algunas reflexiones a propósito de las XVI Jornadas de Derecho Administrativo.

La teoría clásica del servicio público solo puede comprenderse cabalmente si se advierte que el carácter jurídico y políticamente determinante de las actividades que se elevan a la categoría de servicio público es la reserva estatal.

A fines de 2020 se llevaron a cabo las XVI Jornadas de Derecho Administrativo organizadas por la Universidad de Talca y la Asociación de Derecho Administrativo de Chile, cuyo fin fue analizar el tema «el servicio público como actividad». Como se sabe, este es un asunto tradicional en la dogmática administrativista, y las reflexiones que en torno a él se llevaron a cabo pueden brindar ciertas luces al debate constitucional que se desarrolla en nuestro país. Quisiera en las líneas que siguen referirme a algunas de estas reflexiones.
1. La nota distintiva del servicio público como actividad
Si tuviésemos que resumir en una pregunta el objeto de la discusión sobre el servicio público, diríamos que es la siguiente: ¿a quién le corresponde primera y principalmente la consecución del bien común? Esta es una pregunta que tiene múltiples aristas. Por de pronto, no hay consenso acerca de lo que significa el concepto de bien común y tampoco si es una categoría política posible de aplicar en una sociedad pluralista como la nuestra, por su importante carga normativa. Con todo, la pregunta puede ayudarnos en la medida en que logra condensar la tensión política que subyace a la disputa sobre el servicio público, que dice relación con la responsabilidad que les cabe a los ciudadanos en la realización del bien de la comunidad de la cual son miembros.
La Constitución establece que el fin del Estado es la promoción del bien común, lo que en concreto significa que debe contribuir a la creación del conjunto de condiciones sociales que permiten a los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización posible (art. 1). La forma en que la Administración del Estado cumple esta finalidad es, desde el punto de vista legal, atendiendo las necesidades públicas en forma continua y permanente (art. 3, Ley Nº 18.575). Es fácil advertir en esta norma un fuerte influjo de la teoría del servicio público (al contrario de la norma constitucional). La «satisfacción de necesidades públicas» como fin de la autoridad administrativa y el carácter «permanente y continuo» son dos aspectos que fueron considerados como fundamentales en la teoría clásica del servicio público.
Los dos elementos mencionados, con todo, a pesar de ser fundamentales, no logran por sí solos constituir criterios determinantes –en el marco de la teoría clásica del servicio público– a la hora de dilucidar si una actividad es o no servicio público. Lo determinante, en efecto, no es que el Estado asuma el encargo (la carga) de satisfacer una necesidad pública de modo continuo y permanente, lo cual, por cierto, no solo es compatible con nuestro ordenamiento administrativo, sino que es exigido por este. Lo fundamental, la nota distintiva, es que las actividades por medio de las cuales se cumple dicho encargo son asumidas de modo exclusivo por el Estado. La contrapartida de lo anterior es que estas actividades –educación o salud, por poner dos ejemplos– quedan excluidas de la esfera de la iniciativa libre y espontánea de los particulares.
A nuestro juicio, la teoría clásica del servicio público solo puede comprenderse cabalmente si se advierte que el carácter jurídico y políticamente determinante de las actividades que se elevan a la categoría de servicio público es la reserva estatal. Son diversos los modos en que se puede justificar esta intervención del Estado tan intensa. León Duguit, por ejemplo, lo hacía argumentando que las actividades de servicio público deben ser aseguradas y reguladas por los gobernantes, puesto que son «de tal naturaleza que no pueden ser completamente realizadas más que mediante la intervención de la fuerza gubernamental». Lo que subyace a esta justificación de la estatalidad del servicio público que ofrece Duguit –y que fue expuesta en ciertas ponencias de las Jornadas– es la tesis según la cual la «noción del servicio público sustituye al concepto de soberanía como fundamento del derecho público».
Lo que plantea Duguit tiene enormes consecuencias e implicancias. Nos pone, en efecto, ante una noción del Estado y una justificación de su legitimidad muy singular. Sin embargo, lo que nos interesa por ahora es recalcar el punto de la estatalización como nota fundamental del servicio público, cuyo fundamento es de índole filosófica y política.
2. La «publicatio» y nuestra Constitución
En la dogmática española, a partir del trabajo de ciertos juristas de mediados del siglo XX (dentro de los cuales resalta el nombre de José Luis Villar Palasí), el concepto que tradicionalmente se ha utilizado para designar la reserva o estatalización de las actividades es el de publicatio. Se entiende, haciendo eco de la concepción tradicional –aunque con ciertas modelaciones–, que una actividad se constituye como servicio público una vez que opera respecto de ella la publicatio. En otras palabras –como ha sostenido cierta doctrina–, la denominación de servicio público respecto de una actividad surge una vez que se crea un título ope propietatis de potestad sobre la misma en favor del Estado. A su vez, se comprende que la publicatio supone, en cuanto elemento de determinación, las demás notas caracterizadoras del servicio público (que la actividad reservada se orienta a satisfacer necesidades públicas de modo continuo y permanente y bajo un régimen de derecho público). Esta idea –matices más, matices menos– sigue vigente hasta nuestros días. La Constitución española, por ejemplo, contempla una habilitación expresa para la publicatio: el artículo 128.2 dispone que «mediante ley se podrá reservar al sector público (…) servicios esenciales».
Nuestra Constitución, en cambio, no da cabida a la publicatio. El legislador no tiene la potestad de publificar una actividad a tal punto que opere respecto de ella la publicatio.  Dicho de otro modo: el Estado no puede reservarse actividades bajo el argumento de que estas satisfacen necesidades públicas.
Esto no significa que la satisfacción de estas demandas sociales no puedan ser asumidas por el Estado (obviamente puede también fomentar su realización por parte de los particulares). Por el contrario, el Estado puede asumirlas, incluso de un modo intenso, como ocurre en materia de salud, donde tiene el deber constitucional de «garantizar el acceso a todos los habitantes al goce de prestaciones básicas uniformes» (art. 19 nº18). Sin embargo, dicho deber no es exclusivo, y por ello la misma disposición agrega que este deber puede cumplirse «a través de instituciones públicas o privadas». Esto lo puede hacer, entre otros, a través de la celebración de convenios con instituciones privadas de salud, sin que estas pierdan su calidad de tales (respecto a esto, es interesante recordar la discusión sobre el protocolo de objeción de conciencia institucional: el primer y segundo dictamen de la Contraloría General de la República y la sentencia del Tribunal Constitucional). A la vez, las instituciones privadas pueden realizar prestaciones de salud al margen del sistema público con libertad, pues dichas prestaciones –insistimos en esto– no han sido reservadas.
A la par con lo anterior, al Estado sí le cabe la tarea de regular las actividades que satisfacen necesidades básicas (por ejemplo, para asegurar la continuidad del servicio). La legislación en materia de salud, a la vez que le reconoce a las personas e instituciones privadas la «libre iniciativa para realizar acciones de salud», precisa que estas deben llevarse a cabo «en la forma y condiciones que determine la ley» (art. 3, DFL Nº 1 de 2005, Ministerio de Salud). Aquí hay un ámbito de intervención estatal cuya importancia muchas veces pasa desapercibida a la hora de discutir sobre servicio público, pues se mira con recelo todo lo que no implique un deber prestacional exclusivo.
Ahora bien, este deber de regulación, que se traduce en la imposición de cargas y requisitos de acceso, ejecución y abandono de la actividad, normalmente se ha mirado como una legislación que únicamente beneficia a los empresarios. Esto no es casual. El énfasis de la Constitución en la intervención regulatoria del Estado está justamente puesto en la «actividad económica» (art. 19 nº 21 inciso segundo). A su vez, por largo tiempo el principio de subsidiariedad, que se ha utilizado como argumento para reforzar la no intervención estatal, ha sido interpretado de modo reduccionista: como si se tratase de un principio económico que implica una necesaria abstención del Estado. Finalmente, el mismo deber regulatorio en materia económica muchas veces ha sido –por decirlo de algún modo– escueto o tímido, y en algunas áreas el silencio del legislador ha sido derechamente negligente (como ocurre en materia de salud, con las Isapres).
3. Subsidiariedad: tres contrapuntos a la teoría del servicio público
Con todo, la prohibición de la reserva estatal de las actividades esenciales y sobre todo el principio de subsidiariedad tienen una dimensión mucho más profunda que lo relativo a la actividad económica. Para poder comprender esto, es necesario hacer algunas precisiones.
Remitiéndonos a la pregunta inicialmente planteada, la respuesta que puede formularse desde una correcta comprensión de la subsidiariedad (y de la prohibición de la publicatio, que sería una aplicación de la dimensión negativa de este principio) es que la realización del bien común no le compete ni única ni primeramente al Estado, sino a los ciudadanos. Esto supone que el bien común, en cuanto fin de la comunidad política, solo se puede lograr por el esfuerzo de sus integrantes, pues consiste en la realización de todos y cada uno de ellos. Sin duda el Estado juega un rol fundamental y, en algunos casos, ejerce ciertas potestades que no podrían ejercer los ciudadanos y que hacen posible el bien común, como la redistribución de la riqueza para asegurar condiciones mínimas de igualdad y justicia. Con todo, en la satisfacción de las necesidades públicas y, en general, en la consecución del bien común, el papel del Estado es de colaboración, de apoyo: como lo declara la Constitución, la finalidad del Estado no es el bien común a secas, sino que su fin es «promoverlo». Esto nos pone, por supuesto, frente a una noción completamente diferente de la que ofrece la teoría del servicio público. Y esta diferencia se puede advertir, en concreto, en tres planos.
En primer lugar, en el modo en que se comprende el fin de la sociedad. Sin duda la satisfacción de necesidades públicas –las cuales pueden mutar de contexto en contexto– constituye una dimensión o elemento esencial del bien común. Sin embargo, el bien común, como fin de la sociedad política, es mucho más que eso. Por de pronto, los bienes que se orientan a satisfacer estas necesidades son bienes materiales, útiles, que por definición no son comunicables (es decir, respecto de ellos no es posible hablar de un bien propiamente común). Por otro lado, como decía Aristóteles, si bien las personas se reúnen políticamente a causa de las necesidades de la vida, la comunidad política (polis) subsiste para el vivir bien. La teoría del servicio público, en cambio, pone el acento en el primer impulso que explica el origen de la comunidad política y no en su causa final (y formal), perdiendo de vista, por tanto, su horizonte y realización más plena. A nuestro juicio, esto es así, porque detrás de la idea de la satisfacción de las necesidades públicas como fin de la sociedad late una noción materialista de la vida, que no considera –o no con toda la importancia que debería– ciertas dimensiones de la realización humana en torno a las cuales sí es posible hablar de bienes propiamente comunes, como la amistad o la virtud. Lo mismo ocurre, por lo demás, con ciertas propuestas políticas muy en boga en estos días que propician una legislación que garantice los denominados derechos sociales.
En segundo lugar, la diferencia puede apreciarse en el significado de lo público. Es fácil advertir que la teoría del servicio público termina por asumir una comprensión de lo público que se confunde con lo estatal.  Frente a esto, la filosofía política clásica sostiene que lo público y lo privado es la distinción fundamental de todo orden político. En términos generales, lo público es aquello que compartimos como pueblo (como ciudadanos), lo que, por tanto, le otorga identidad a una comunidad política. Lo público es, primeramente, el espacio que habitamos y que, habitándolo, lo humanizamos. En este sentido, lo público está constituido por todos los bienes (y las actividades por medio de las cuales los alcanzamos) que forman parte de este espacio (la res publica de Cicerón). Lo importante es que estos bienes no son públicos por el agente que los genera y provee, sino por el modo en que se comparten: su acceso está asegurado a los ciudadanos por el hecho de ser tales. Este último criterio que determina lo público se aleja del criterio estatista que subyace a la teoría del servicio público y, por otro lado, tiene la virtud de ser un criterio realista, pues considera la pluralidad y espontaneidad de las personas y las agrupaciones sociales, todo lo cual es anulado bajo una mirada estatista. La mirada estatista de lo público, en efecto, niega la función –por así decir– mediadora de las sociedades intermedias: únicamente existiría una auténtica relación entre el Estado y el individuo.
El tercer y último plano en que se puede advertir la diferencia dice relación con el modo en que se comprende la realización de las personas en la comunidad política, es decir, una diferencia de índole antropológica. En este ámbito hay diferentes aspectos que pueden desarrollarse. A nuestro juicio, el principal de todos dice relación con lo siguiente:  bajo la perspectiva de la subsidiariedad, las personas identifican su realización en una comunidad política con ser ciudadanos, lo que consiste, a grandes rasgos, en comprometerse y colaborar con el bien de la sociedad toda. En otras palabras, de acuerdo con esta aproximación, ser ciudadano significa comprender que parte del propio bienestar y realización consiste en ayudar a que los demás puedan también realizarse.
La palabra subsidiariedad significa, en efecto, ayuda o asistencia. En cambio, bajo la teoría del servicio público, la idea de ciudadano apunta a exigir y recibir las prestaciones que satisfacen las necesidades de la vida y no a la colaboración con la consecución del bien común (lo cual también implica la colaboración para la satisfacción de necesidades públicas), pues ello corresponde al Estado. Por esto –bajo esta lógica–, si los ciudadanos particulares quisieran colaborar con estas tareas, solo podrían hacerlo de modo derivativo, como consecuencia de una concesión administrativa.
Fernando Atria, al hablar del régimen de lo público –que de algún modo es heredero de la teoría del servicio público (aunque Atria no propone necesariamente la reserva estatal, el tipo de regulación que impulsa tiene, en definitiva, el mismo efecto)–, sostiene en esta línea que hay que «generar las condiciones para que lo que prime sea la soberanía del ciudadano a recibir el servicio que corresponda». El problema de la supresión de la dimensión social del individuo, que es de responsabilidad y donación, es que termina exagerándose la individual, que se comprende como una dimensión de exigencia y reclamo. Así, la propuesta del servicio público, al fin y al cabo, constituye una propuesta individualista. Con la excusa de reforzar lo público, paradójicamente se exalta al individuo.
Benedicto XVI decía, para oponerse a una excesiva confianza en los sistemas y estructuras sociales, que el bien de la sociedad se basa fundamentalmente en los esfuerzos éticos de los hombres que la sostienen. La dimensión positiva y más relevante del principio de subsidiariedad, si se piensa en la acción estatal, es que el Estado colabore para que todos los ciudadanos asuman sus propias responsabilidades, entre las cuales se encuentra la preocupación por que los demás también las asuman. Esta es la faz más importante, de la cual se sigue, como efecto secundario –y necesario–, la faz negativa, una de cuyas manifestaciones es la prohibición de la publicatio. (Santiago, 14 enero 2021)
 
Cristóbal Aguilera Medina
Profesor de Derecho Universidad Finis Terrae

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