Artículos de Opinión

Revisión de la duración del mandato presidencial: Una discusión prematura.

La duración del mandato presidencial de cuatro años ha sido puesta en discusión, antes, incluso, de que concluya el período de la Presidente de la República en ejercicio, a quien se le aplica, por primera vez, la regla permanente que lo estableció en ese lapso.

La duración del mandato presidencial de cuatro años ha sido puesta en discusión, antes, incluso, de que concluya el período de la Presidente de la República en ejercicio, a quien se le aplica, por primera vez, la regla permanente que lo estableció en ese lapso.
Recuérdese que bajo el imperio de la Carta de 1833 el Jefe de Estado permanecía cinco años en su cargo, con posibilidad de reelección para el período siguiente, lo que se prohibió en 1871 terminándose así con los decenios. Luego, la Constitución de 1925 lo fijó en seis años, mientras que el texto primitivo de la Carta de 1980, que en esta materia nunca se aplicó, en ocho. La reforma que se le introdujo en 1989 lo estableció, para lo que se denominó el periodo de transición (1990-1994), en cuatro años. La enmienda de 1994, que se aprobó ya electo el Presidente Frei Ruiz-Tagle, en seis. Finalmente, la reforma de 2005 lo redujo al termino actual.
Conviene, entonces, para evaluar el acierto de la decisión que adoptó este último Constituyente, poner de relieve las motivaciones que se tuvieron en vista al adoptarla.
En favor de un período largo se argumenta en dos sentidos: 1) el tiempo debe ser suficiente para desarrollar integralmente el programa de gobierno; y 2) asegura una mayor estabilidad y continuidad en la conducción del país al reducir las naturales alteraciones que producen los cambios de mando y las nuevas orientaciones derivadas de las elecciones.
Al contrario, en apoyo de un mandato breve se sostiene que los proyectos gubernamentales son múltiples: algunos de larga duración (erradicar la pobreza, superar el déficit habitacional, reforma educativa), por lo que ellos continúan en el tiempo y superan cualquier período presidencial por extendido que sea, y como se desenvuelven en sucesivas etapas y ciclos que siempre exceden un lapso de cinco o seis años nada justificaría mantener un mandato de esa extensión, sino reducirlo. Luego, en la medida que más corto sea un perío­do se elegirá a un mayor número de Presidentes y habrá más circulación de élites políticas y la evaluación periódica será más próxima con la voluntad del electorado; los éxitos, fracasos, cambios de rumbo, reemplazo de equipos conviene hacerlos efectivos en períodos breves, pues de otro modo la desviación del curso correcto podría tomar una magnitud conside­rable, y la autoevaluación se facilita cuando cambian los equipos ya que es difícil pensar que un gobierno, por sí mismo, tenga una capacidad de auto­crítica profunda y mandatos breves promueven dichos pro­cesos.
La revolución informática y de las co­municaciones acorta los tiempos para realizar un programa de manera que para tomar decisiones, poner en marcha una política o cumplir un objetivo, se requiere hoy menos tiempo que en épocas pretéritas.
El desgaste de los equipos, el agotamiento de las ideas y ener­gías es mayor en períodos más extensos, y si se entra a la sustitución de los equipos los reemplazantes necesitan un tiempo de aprendizaje.
Mandatos más prolongados traen consigo también que los candidatos formulen programas de carácter fundacional y aspiren a cambiarlo todo. Al contrario, la brevedad apunta a la gradualidad y contribuye a la legitimidad, pues surge la necesidad de evaluar con mayor frecuencia a los gobernan­tes, lo que se facilita con la información, la televisión y la mayor participación.
Luego, los gobiernos pueden enfrentarse a crisis, más o menos agudas, lo que erosiona su apoyo, lo que se agrava, por lo general, a medida que el perío­do avanza, y en un régimen presidencial puede revestir particular gravedad al tener que esperarse el término del período para renovar al gobernante con otra elec­ción.
Finalmente, mandatos breves permiten la pe­riódica oxigenación del sistema y fortalecen la democracia, ya que no solamen­te se trata de crear gobiernos, sino también de evitar que se perpetúen los malos, y el riesgo de perder buenos gobiernos es relativamente insignifican­te: un buen gobierno dejará como sucesor a otro de su misma línea.
En suma, los cuatro años que estableció la reforma de 2005 tienen la ventaja de adecuarse a la velocidad de la política: lo que no se hizo en ese lapso no se va a hacer en seis años. Se trata de un período razonable; un primer año de sintonía fina, de ajuste y aprendizaje; luego dos años de gobierno efectivo y, finalmente, un cuarto año de administración. Un buen ciclo que con­tribuye al equilibrio entre legitimación democrática y gobernabilidad, que evita el desorden político que producen las elecciones y reduce el combate ideológico.
Con todo, lo que si es prematuro es abrir hoy debate sobre una enmienda que aún no puede someterse a evaluación.

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