Luego de que nuestra Justicia Penal experimentara un cambio copernicano durante el año 2005, dejando atrás un inquisitivo sistema judicial, los tribunales de familia nacieran a la vida permitiendo al juez la apreciación directa de la prueba, de las partes y sus abogados en audiencias orales, públicas y expeditas, y se alzara un nuevo paradigma laboral -que obedece a estos mismos principios jurídicos de inmediación- surge la pregunta evidente. ¿Y nuestra Justicia Civil?
Pero comencemos desde mucho antes, ¿qué imaginan las personas cuando piensan en abogados?, probablemente sus recuerdos evocan a una persona de mirada misteriosa, vestida con un sobrio traje desde el alba hasta la caída del sol, zapatos negros de opaco brillo y sin duda, un maletín en mano, dirigiéndose con premura a exponerle al juez, el por qué la pretensión de su cliente es amparada por la belleza de la verdad y sobre todo, por el equilibrio de la ley.
Al decir, «conozco un abogado», cada una de esas películas de Hollywood que han visualizado desde su adolescencia se ponen de manifiesto y anotan horarios en la cartelera de sus pensamientos, ven a Cruise en una Corte Marcial, sacando una verdad imposible en un interrogatorio a Nicholson, quien luce un uniforme atiborrado de condecoraciones de Guantánamo, luego piensan en Travolta ganando una acción civil por miles de millones a una empresa contaminante, vislumbran en sus recuerdos a ese gran argumentador dando pasos -esta vez no de baile- de un lado al otro, convenciendo a doce personas del valor de su defensa hasta el punto de humedecerles los ojos, enarbolando palabras que despiertan algo en nuestra mente -y quizás en nuestra alma- argumentos que nos instan a afirmar sí, hay verdad en ese ser humano.
Luego ven a McConaughey salvando a su cliente de la muerte frente a un jurado de doce blancos sureños, ven a Richard Gere defendiendo al culpable, entremedio arremete Charles Laughton con su interesante y anacrónica peluca blanca, para pasar inmediatamente a Gregory Peck, Keanu Reeves o inclusive a Al Pacino, todos y cada uno de ellos defendiendo a sus representados ante decenas de personas con tal destreza y elocuencia magnética que nos inspira a creer en la ley, en nuestro estado de derecho y en definitiva; en el valor de vivir en sociedad.
El problema surge, cuando armado de esos recuerdos excepcionales te enfrentas al rostro de una Justicia Civil en que la oralidad es un elemento casi inexistente, en que el tan antiguo y solemne evento del juicio, se convierte en un concurso por quien permanece más tiempo frente a una pantalla (Windows o Mac indistintamente) adjuntando archivos, impugnando resoluciones y en parte significativa de los casos, dilatando el proceso por la mayor cantidad de años.
Así las cosas, un litigio que busca determinar que Pedro le incumplió a Diego, suele durar -más o menos- lo que la Segunda Guerra Mundial. Y en el momento en que Berlín ya se encuentra rodeado y en llamas, ambos abogados ven llegar una sentencia definitiva de parte de un juez que difícilmente reconocerían, aunque lo tuvieran en sus narices (y cómo hacerlo, si nunca antes lo han visto). ¿Pero de donde proviene realmente aquella concepción jurídica anquilosada en la escrituración?
Nuestra tradición continental halla su origen directo en Francia, concepción que ha sido generosa en dogmática y conspicua rigurosidad legal. El pensamiento articulado y sofisticado enraizado en la cuna de la más ilustrada sociedad parisina del siglo XIX -en herencia a su vez del antiguo imperio romano de occidente- nos entregó las herramientas necesarias (primero en España y luego en Sudamérica) para transformar las leyes en el instrumento por antonomasia para la búsqueda de la paz, y la resolución justa de los desencuentros humanos que, como seres individuales que viven inmersos en una colectividad compleja, se pueden presentar.
En contrapartida, la cultura jurídica del common law, distribuida por el norte del continente americano hasta los escarpados territorios de la Australia Salvaje (desde los tiempos en que servía de encierro para los grandes criminales de la época) se desarrolló en esencia como un sistema en que se ensalzaba las palabras del juez por sobre cualquier letra escrita en tinta, en este sentido los jueces eran realmente “la boca que pronuncia las palabras de la ley” (no cabe duda que Montesquieu, entre tanto perfume francés, algún gen inglés debió tener). Los magistrados al dictar sus sentencias obligaban no solo a los casos sobre los que actualmente se pronunciaban, sino que también a todos los que compartieran de manera relevante los mismos supuestos fácticos. Aquel procedimiento era acompañado por ágiles debates de los abogados, la presentación de la prueba ante los ojos de la sociedad y la expresión de la voluntad popular mediante un jurado que debía resolver por unanimidad.
Este aparente poder omnímodo dado a los jueces de hacer nacer la ley cada vez que resolvían un caso, tenía como contrapartida verse en la imposibilidad de contradecir sus sentencias sin que hubiera una “buena razón” para ello. Al mismo tiempo que los sentenciadores se entrampaban con sus opiniones pasadas, al otro lado del canal de la mancha, se llevaba a cabo el mismo procedimiento pero con un juez libre de las cadenas de la «auto consistencia», las esposas de la ley que el pasado ataba a sus palabras.
La modernidad siempre cambiante e innovadora, nos tienta a pensar que es preferible la libertad de los jueces para decidir cada caso en su cambiante particularidad, en su potencial individual y evolutivo, porque cada caso “es único” y no existirá jamás otro igual. Tal y como jamás existirá otra persona idéntica a la que está leyendo esta línea, tampoco se volverá a repetir el mismo peso en la balanza de la justicia.
Aquí está la clave, si bien en nuestro sistema judicial actual, un ordenamiento en que cada sentencia -sin importar se trate del asunto más elevado o el más mundano- tiene capacidad cierta de ser presentado y llegar a discutirse ante el máximo tribunal (y en el que, por esta misma razón, no sería viable aplicar el principio del efecto general de las sentencias propio de la tradición británica); surge la siguiente pregunta:
¿Y si aprovechamos lo mejor de ambas culturas jurídicas?
Tomar el carácter versátil y dinámico del efecto relativo de las sentencias, tributario del sistema de derecho continental, para decidir cada caso en su particularidad sin bajar anclas sobre un pasado que se encuentra en constante evolución, y al mismo tiempo hacernos de la máxima virtud de la oralidad, transparencia e inmediación de los procedimientos que nuestros vecinos del norte han perfeccionado.
La instantaneidad del mundo de hoy apunta -casi incuestionablemente- a que estamos viviendo procesos de transformaciones sociales sin precedentes en la historia, el pragmatismo y la velocidad incomparable de la vida moderna nos insta a propugnar nuevos procedimientos que nos acerquen a la justicia tanto como la tecnología puede acercarnos a todo lo demás. Las personas, noticias, política e inclusive la comida que queramos ya no está al otro lado del mundo, sino que en nuestros bolsillos y al alcance de un “click”, y la cuestión más solemne de todo colectivo cual es la justicia, no puede -a pretexto de su perenne suntuosidad- restarse de esta gran fiesta a la que ha sido invitada.
Parece ser, que una amalgama de ambas culturas emerge pujante, como el sistema jurídico del futuro próximo. En tiempos en que todo lo sabido y establecido se cuestiona, en una época de incesante búsqueda por transparencia, verdad e inmediatez, la demanda por legitimidad de la justicia en Chile no se hace sorprender frente a un sistema que se alza lejano, sofisticado, poco participativo e incomprensible por los ciudadanos comunes.
Algo ha observado el Neoconstitucionalismo en este sentido, movimiento intelectual que ha sido precursor de la aplicación práctica de los valores fundamentales establecidos en las Constituciones (particularmente en su parte material) y de su operatividad práctica en casos donde antiguamente el dominio legal era incuestionable. Perspectiva que, haya su fundamento en la profunda búsqueda de legitimidad del sistema jurídico en que hoy nos desenvolvemos.
Vivimos en un periodo único para la profesión legal, las nuevas tecnologías y la flamante manera de entender el mundo (a partir de nuestra mayor y más veloz conexión con lo que sucede en éste) nos libera de las tradiciones pretéritas cuando éstas son incapaces de adaptarse a la realidad que a pasos de gigante se nos asoma. La crisis de legitimidad, que algunos enarbolan existe actualmente sobre el Poder Judicial, no parece encontrar solución en la forma de elección de los jueces sino -más bien- en el tiempo y el modo en que los conflictos ciudadanos pueden ser resueltos por ellos.
El tiempo y el modo, se sintetiza en este caso, en una sola y sencilla palabra: «oralidad». Los alegatos, la incremental influencia de los derechos fundamentales sobre las normas legales que propugna el Neoconstitucionalismo, la apreciación directa de la prueba por parte del juzgador, ¿Y por qué no pensar en hacer parte a la ciudadanía en este evento mediante la figura del jurado? Como crecientemente, está siendo utilizado al otro lado de la cordillera con alentadores resultados.
El simple hecho de mirarnos a los ojos es el más grande acto de humanidad y hacerlo, mientras solucionamos las disputas legales ante los ojos de la sociedad en el tiempo correcto, el más grande de justicia. (Santiago, 28 agosto 2019)
Artículos de Opinión
Reforma Procesal Civil: «Una oportunidad histórica».
La crisis de legitimidad, que algunos enarbolan existe actualmente sobre el Poder Judicial, no parece encontrar solución en la forma de elección de los jueces sino -más bien- en el tiempo y el modo en que los conflictos ciudadanos pueden ser resueltos por ellos.