Artículos de Opinión

Reflexiones sobre una nueva Constitución.

Se ha insinuado últimamente que lo más importante es ir definiendo los contenidos de la nueva Constitución. Se olvida que este es el cometido principal de la asamblea constituyente y que la única intervención que corresponde a la Presidente y, eventualmente, al Congreso consiste en fijar las reglas orgánicas y procedimentales del proceso constituyente.

Ni el Congreso Nacional es el órgano competente para elaborar una nueva Constitución ni lo es el legislativo –que incluye al Presidente– ya que ambos son “poderes constituidos” que carecen de la autoridad necesaria para constituirse a sí mismos del mismo modo que el efecto no puede modificar ni, menos, sustituir la causa que lo produjo.

La  asamblea constituyente no es un “atajo raro” como se ha insinuado, sino que pretende ser la auténtica representante de la ciudadanía, única depositaria legítima de la soberanía –Art. 5º-Constitución– cuya manifestación esencial es el ejercicio del poder constituyente. Ya lo dijo Georges BURDEAU: “El carácter esencial de la soberanía es la posesión del poder constituyente”.

Basta leer el Cap. XV de la Constitución para percatarse que sólo se aplica a la modificación parcial de ella; toda  vez que su Art. 127 aplica distintos quórum de aprobación según sea el capítulo al que pertenece el artículo que se intenta reformar. No existe quórum de reforma total de la Carta porque ninguna Constitución se dicta para ser sustituida.

Una nueva Constitución –si va a respetarse la vigente no obstante su naturaleza espuria– sólo puede fundarse en dicho Art. 5º –ubicado, entre las “Bases de la Institucionalidad”–; la que no señala como sede de la soberanía ni al Congreso, ni al Presidente sino –en exclusiva– a la Nación  chilena, entregando su ejercicio al pueblo, es decir, a la ciudadanía que es su cuerpo representativo.

El creador del concepto del pouvoir constituant, fue el abate Emmanuel SIEYÉS –1788, durante la Revolución Francesa– quien dijo: “Una idea sana y útil fue establecida en 1788: es la división del poder constituyente y de los poderes constituidos”. En la sesión de 21-VII-1789 de la Asamblea Nacional, SIEYÉS expresó “Del mismo modo que los poderes no pueden constituirse ellos mismos, no pueden tampoco cambiar su Constitución”.

Esta categórica afirmación fue refrendada en las agitadas sesiones de la  asamblea  francesa de 1789 por Mirabeau, por Thouret y por Target; y, en el siglo pasado, por tratadistas tan universalmente reconocidos como Carl Schmit y Karl Loewenstein que escribieron obras clásicas sobre la “Teoría de la Constitución”.

La concepción del “poder constituyente instituido o derivado” es una contradicción en sus términos y una usurpación por el legislativo de un poder que pertenece exclusivamente al pueblo.

Si lo que se pretende es una Constitución auténticamente democrática, no reincidamos en la abominable práctica de despojar al pueblo de su derecho esencial e inalienable a discutir y concordar las bases de su pacto político, para encomendar esta tarea a órganos que no son sus titulares legítimos y que siempre caerán en la tentación de hacer prevalecer sus intereses corporativos por sobre el bien común de la nación.

Se ha insinuado últimamente que lo más importante es ir definiendo los contenidos de la nueva Constitución. Se olvida que este es el cometido principal de la asamblea constituyente y que la única intervención que corresponde a la Presidente y, eventualmente, al Congreso consiste en fijar las reglas orgánicas y procedimentales del proceso constituyente. Ya que, como adelantó el abate SIEYÉS, “El poder  constituyente puede todo en su género. No está sometido de antemano a una Constitución dada (ni menos –agregamos nosotros–  a un capítulo de ella).  La nación, que ejerce entonces el más grande, el más importante de sus poderes, debe hallarse, en esta función, libre de toda sujeción y toda otra forma que aquella que le plazca adoptar”. (Santiago, 5 agosto 2015)

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