En el último anteproyecto conocido de modificaciones a la ley de iglesias N° 19.638 se propone al Estado el rol de promotor del diálogo interreligioso y se señala que “desde una perspectiva de Estado laico, a éste corresponde promover la armónica relación entre las distintas confesiones constituidas al amparo de esta ley, alentando permanentemente una cultura de dialogo y valores comunes”.
Se propone establecer un Capítulo III “Del diálogo interreligioso” y un artículo 10° en cuyo inciso dice: “En el marco de una sociedad democrática y plural, el Estado promueve el dialogo entre las religiones y las expresiones espirituales y cosmovisiones de los pueblos originarios, el cual propende a la valoración mutua entre la diversidad”. En el inciso segundo se lee: “Para ello, se brindará las condiciones necesarias para alentar una cultura de dialogo que releve los valores comunes, que conviven dentro de la sociedad chilena”.
Dejo para un comentario posterior lo referente al inciso primero y me centro en el inciso segundo y en lo dicho en el preámbulo del anteproyecto.
Ante todo una pequeña acotación formal. Se habla de “relevar los valores comunes”. Relevar tiene varios significados. Aquí debe entenderse en el sentido positivo, es decir, el de “poner de relieve” o “exaltar”, “resaltar” y no en un sentido negativo, es decir, el de “exonerar”, “remediar” o “excusar”.
Pero yendo al fondo del asunto, se atribuye al Estado un nuevo rol: promover el diálogo interreligioso y se afirma que ello es propio de un Estado laico.
Lo propio de un Estado laico es la neutralidad frente al hecho religioso. El Estado recibe como un dato social la religiosidad o la irreligiosidad, la diversidad o no diversidad del hecho religioso y sólo interviene para velar para que la manifestación de su población no sea contraria a la moral, buenas costumbres y el orden público. Si hay manifestaciones religiosas dialogantes con otras manifestaciones religiosas o si hay otras manifestaciones que no desean ese diálogo, ello no le compete al Estado. Lo que es deber del Estado laico es que exista libertad, transparencia y no discriminación. La intervención del Estado se justificará sólo cuando la reticencia al diálogo se convierta en incitación al odio, al proselitismo abusivo, a la coacción, a la imposición de diferencias arbitrarias.
El principio de la subsidiariedad del Estado es también aquí un buen consejero. El Estado no debe atribuirse tareas que los particulares y sus asociaciones libres pueden cumplir debidamente. En este caso, el diálogo interreligioso es propio de la libre iniciativa de las entidades religiosas y de sus propias convicciones.
En los hechos así ha funcionado hasta el momento y se han ido obteniendo avances significativos. En Chile, por ejemplo, la Fraternidad Ecuménica de las Iglesias (FRAECH) y la Confraternidad Judeo-Cristiana trabajan silenciosamente y con fruto. Los encuentros teológicos en universidades y centros de estudios se han multiplicado. En un clima de libertad, las iglesias se unen o se desunen. Las convicciones propias y legítimas llevan a que algunos consideren positivos los esfuerzos ecuménicos y otros los miren como un intento camuflado de absorción por las iglesias mayoritarias. De un Te-Deum único y oficial se pasó a un Te-Deum “ecuménico” y de allí a agregar un “Te-Deum evangélico” y la amenaza de dos “Te-Deum evangélicos”. En mayo de 1999 se firmó el reconocimiento del bautismo por 11 iglesias cristianas existentes en Chile, incluyendo la Iglesia Católica Romana. Una dolorosa separación, en días oscuros para la República, llevó a las iglesias luteranas a dividirse. Hoy están unidas.
En el plano internacional hay numerosos ejemplos. El Consejo Mundial de Iglesias, el Consejo Ecuménico de Iglesias, la Alianza Evangélica Mundial, el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso trabajan en iniciativas comunes. La Comisión Luterana-Católica Romana sobre la Unidad prepara, por ejemplo, una conmemoración conjunta luterana-católica romana de la Reforma para el año 2017.
Todo esto es propio de la dinámica religiosa. En un momento todos fuimos sectas, es decir, separados por voluntad propia o exiliados por voluntad ajena (la del grupo dominante religioso). Si el Estado quiere intervenir en esta dinámica del hecho religioso, perderá el Estado y perderá la libertad religiosa. El Estado se meterá de lleno en un berenjenal. Llegará el momento en que deberá determinar que grupos son “dialogantes” y cuales son “no dialogantes” para promover a los primeros y desalentar a los segundos. Incluso podrá llegar el momento en que el Estado apoyará sólo a las corrientes religiosas sincretistas o creará “religiones cívicas de substitución” (un modelo estatal de buenas prácticas religiosas).
No es propio del Estado el comenzar a diferenciar distintas corrientes religiosas, a “integristas-fundamentalistas” y “progresistas”; a “partidarios del diálogo” y “refractarios al diálogo religioso”; a “tolerantes” e “intolerantes”.
El apoyo en el poderoso brazo secular “siempre será una tentación para las religiones”. El Estado siempre tendrá poderosos incentivos para captar adeptos. Los cesaropapismos nunca habrán pasado de moda.
Pero, no se puede imponer una fe auténtica por decreto, ni el diálogo interreligioso por acto administrativo, precepto legal o sentencia judicial. Dejemos, pues, al Estado fuera de las querellas de las religiones. La elección de una creencia religiosa o la no elección son asuntos privados, de la conciencia individual no coaccionada por nadie. La pertenencia o no pertenencia a una entidad religiosa, la práctica religiosa, la permanencia o el abandono de una fe religiosa, la unidad, el diálogo o la separación de las entidades religiosas, son cuestiones propias de la libre voluntad de las personas y de sus asociaciones.
No agreguemos al Estado, agobiado por ingentes tareas, la nueva labor de promoción del diálogo interreligioso. Cave Canem (Santiago, 14 marzo 2016)