Artículos de Opinión

Nueva Constitución, Democracia y Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

Todo indica, en suma, que quienes promueven una nueva Constitución deberían al menos reflexionar sobre su aproximación al Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

Quienes promueven una nueva Constitución con el fin de fortalecer la democracia debieran ser muy restrictivos con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos: este Derecho, tal y como se está aplicando, representa una amenaza para nuestra espacio de deliberación pública.

Uno de los argumentos que suelen esgrimir los partidarios de una nueva Constitución es la necesidad de fortalecer nuestra democracia. Si antes eran los “enclaves autoritarios”, hoy son los “cerrojos y metacerrojos”, la “neutralización de la agencia política del pueblo” y las “leyes contramayoritarias”, entre otros. La nueva Constitución, se nos dice, tendría como finalidad superar estos resabios de la “democracia protegida” consagrada en la Constitución vigente.

Pues bien, si lo anterior no es simple retórica, es imprescindible fomentar, con tanto o más fuerza, un fortalecimiento de la ley. Como es sabido, el proceso legislativo ha sido considerado históricamente un signo y una garantía de la democracia, sobre todo si ésta es entendida como  como resultado de la deliberación entre iguales. Fortalecer la democracia, entonces, debería traducirse en un fortalecimiento de la ley (y del poder legislador, particularmente el Congreso).

Un fortalecimiento de esa especie conlleva varios desafíos, comenzando por el desprestigio actual de nuestros legisladores y del Congreso en general. Sin embargo, la principal dificultad va por otro lado, y consiste en el modo en que estamos comprendiendo el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. En efecto, para buena parte de  la doctrina, de la jurisprudencia y ―a juicio de algunos intérpretes― de los tratados internacionales, este Derecho está por sobre la ley. Así, los jueces encuentran en él un expediente para ignorar o contradecir la legislación nacional.

De este modo, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos debilita la fuerza de la legislación: la sentencia de los tribunales internacionales prima por sobre la ley, y esos tribunales priman por sobre el Congreso. Lo paradójico es que este fenómeno se sustentaría en la propia Constitución. Como ha afirmado la Corte Suprema en un fallo reciente, “estas normas de rango constitucional imponen un límite y un deber de actuación a los poderes públicos, y en especial a los tribunales nacionales, en tanto éstos no pueden interpretar las normas de derecho interno de un modo tal que dejen sin aplicación las normas de derecho internacional”.[1] ¿No tiene esto acaso un efectivo negativo en la democracia? ¿No estamos borrando con el codo lo que escribimos con la mano? ¿No debería más bien la Constitución ser un límite a la amenaza que representa el Derecho Internacional de los Derechos Humanos para la deliberación interna de los distintos Estados? Cualquiera que entienda la Constitución como una garantía de la democracia debería responder afirmativamente. ¿Y quién velará porque la Constitución cumpla esta función? Ordinariamente, se le atribuye al juez la función de garantizar la Constitución, por sobre o contra el legislador. Pero si la Constitución entrega al juez la responsabilidad de garantizar la democracia, y al mismo juez le otorga el Derecho Internacional de los Derechos Humanos como un instrumento del que usa a discreción, la Constitución se anula a sí misma. Y si este es el caso, ¿para qué queremos una nueva Constitución?

Todo indica, en suma, que quienes promueven una nueva Constitución deberían al menos reflexionar sobre su aproximación al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Salvo, claro, que les resulte indiferente ser incoherentes con la premisa que, según el discurso, los lleva a anhelar el fortalecimiento de nuestra democracia (Santiago, 23 noviembre 2015)



[1] María Monsalve Ortiz y otros con Fisco de Chile, 20 de mayo de 2015, Rol: 25671-2014.

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