Un movimiento ciudadano que postula el llamado a una Asamblea Constituyente para elaborar una nueva Constitución, ha instado a sus adherentes a marcar su voto, en la elección presidencial que se avecina, con la sigla “AC”, a fin de conocer el número de los electores que serían partidarios de esta alternativa.
Consultado el Servicio Electoral acerca de la validez de los votos así marcados y de la procedencia de su contabilización en las actas de las mesas receptoras, éste respondió que los sufragios aludidos serían considerados como válidos, pero que no es posible contabilizarlos aparte sino en un registro general entre las observaciones del acta de cada mesa.
Sin dudar de la buena intención y del legítimo propósito de los impulsores de esta idea, al parecer, ellos no han tomado el peso a las consideraciones que siguen.
En un país como Chile, donde la iniciativa popular legislativa no existe; donde el plebiscito es una rareza; donde tampoco existe la revocación del mandato a los elegidos en un cargo del que resultan indignos; donde –en fin– el sufragio es el único derecho político con que cuentan los electores, marcar el voto es ensuciar el único acto ritual con el que el cuerpo electoral ejercita la democracia.
Votar, en Chile –donde el sufragio es voluntario– es comulgar con la democracia. No ensuciemos la comunión de los fieles con la democracia.
Por otra parte hubo una época obscura en la historia electoral de Chile, ensombrecida por el cohecho. Y, precisamente, el control de esta venalidad de la conciencia cívica se practicaba marcando el voto. Las nuevas generaciones no tienen idea de quiénes eran tildados de “carneros”: los que vendían su voto; de las “encerronas”, de los “acarreos” ni de las mil maneras de “marcar” el sufragio de los carneros. A esta práctica bochornosa vino a poner término la reforma electoral de la Ley N° 12.889 de 1958, cuyo artículo 19° estableció –en lugar de la papeleta que imprimían los candidatos– la cédula única, oficial, seriada y numerada, bajo el control de la Dirección del Registro Electoral –hoy, Servicio Electoral– y de las mesas receptoras de sufragios.
Pues bien, marcar el voto es abrir la puerta al regreso del cohecho cuya afortunada supresión costó una larga lucha para erradicar esta adulteración vergonzosa de la voluntad del elector inescrupuloso.
Finalmente, no todos los partidarios de la Asamblea Constituyente estarán dispuestos a marcar su voto; por lo que el conteo que se haga puede resultar contrario a lo que se pretende con él.
Entre las reformas que merece nuestra ley de votaciones y escrutinios está la de sancionar con la nulidad a los sufragios que se emitan con cualquiera marca o señal que no sea la preferencia que debe indicar el elector frente a su candidato. Mientras ello no ocurra, mi llamado al ciudadano elector es: “No ensuciar su voto”.
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