¡Hollande le vas nous entendre!, desafiaron hace un par de semanas por las calles de París miles de manifestantes quienes portando vistosas pancartas –algunas apuntando al Presidente galo y otras impresas con un único modelo de familia: un hombre, una mujer y un niño tomados de las manos– mostraron su rechazo al proyecto de ley que, junto con reconocer el matrimonio, permite a las parejas del mismo sexo adoptar niños.
Después de 15 años en vigencia pareciera que el pacte civil de solidarité –que, en lo grueso, regula patrimonialmente una unión civil: similar al AVP chileno– ha llegado a su fin, o, por lo menos, a un punto en el que la sociedad francesa se ha decidido por un paso más ambicioso: el matrimonio y la adopción.
Otro tanto ocurre en Estados Unidos. Allá, la Corte Suprema –a propósito del caso de Edith Windsor: una viuda que, al fallecer su pareja del mismo sexo, pagó en impuestos a la herencia lo que no paga nadie que hubiera contraído nupcias– deberá resolver si la “ley de defensa del acto de matrimonio”, aprobada paradójicamente bajo el gobierno de Bill Clinton, introduce diferencias arbitrarias entre las parejas casadas y las que no lo están, vulnerando así la igualdad ante la ley. (Véase relacionado)
Un par de muestras nada más, que reflejan hacia dónde se dirigen las ideas mayoritarias de hoy en sociedades más avanzadas que la nuestra.
Y es que por estos lados, siempre resulta muy sano volver a revisar lo hecho en la materia, no solamente porque creemos ser un modelo para el resto del mundo, sino porque también en algún momento –es cosa de mirar los resultados del Censo de población 2012–, y por más esfuerzos que se hagan en el Congreso Nacional para que las partes del AVP se distancien de los cónyuges y se parezcan más a un par de buenos socios, el matrimonio, o si se quiere, una igualación amplia de derechos entre todas las parejas, será parte ineludible de la discusión política más temprano que tarde.
Por eso, y tomando como referencia el caso chileno, aplicaremos enseguida un sencillo test de discriminación al amparo del Sistema Internacional de Derechos Humanos.
Veremos qué resulta.
Igualdad y No Discriminación:
En el Derecho Internacional de los Derechos Humanos se reconoce que la igualdad y la no discriminación son principios estructurantes; considerados, incluso, verdaderas normas de ius cogens. Su vinculación es íntima, al punto que una de las obligaciones generales –la de garantía– exige no solo la prevención o corrección de diferenciaciones infundadas originadas desde el propio Estado, sino que, asimismo, todas las que constituyan una consecuencia de la actuación particular.
Así, “para dar cumplimiento al principio de no discriminación y el derecho a la igualdad ante la ley, el Comité de Derechos Humanos considera que el término «discriminación» debe entenderse referido a toda distinción, exclusión, restricción o preferencia que se base en determinados motivos, como la raza, el color, el sexo, el idioma, la religión, la opinión política o de otra índole, el origen nacional o social, la posición económica, el nacimiento o cualquier otra condición social, y que tengan por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales de todas las personas”[1].
Afectaciones:
Sin embargo, un trato diferenciado que afecte la igualdad sí puede ser tolerado, en la medida que persiga un objetivo y un fin legítimo, a la par que una razonabilidad idónea y conducente, de tal manera que se vuelva necesario en una sociedad democrática. Lo cual ocurre, por ejemplo, en el trato diferenciado que se garantiza a ciertas minorías indígenas, ya que, no hacerlo, importaría una privación en el acceso a la institucionalidad que el Estado ha dispuesto para obtener la mayor satisfacción de las necesidades de toda su población: existe un objetivo claro, legitimado en su base, y revestido de la razonabilidad que exigen los principios democráticos.
Algo que, por el contrario, no ocurre en el caso del matrimonio entre personas del mismo sexo. Aquí, la privación en el acceso a una institución reconocida socialmente para lograr estabilidad en los proyectos de parejas que han decidido relacionarse formalmente –tal como las personas heterosexuales– parece tener, por de pronto, un objetivo difuso: ¿proteger una idea tradicional de familia: hombre-mujer-niño tomados de las manos? ¿Entender que la heterosexualidad es parte esencial de la vida matrimonial? Y si en teoría se aceptan, es claro que al Estado le está vedado promover el bien común con asiento en lo que, a fin de cuentas, comienza en una decisión que integra la vida privada de una persona. De ahí en más, es sintomático que no exista una razonabilidad que se adecue y sea conducente en una sociedad democrática: “Un asunto relevante a la hora de considerar la proporcionalidad es que impedir a una persona el acceso a una institución social y jurídica relevante implica una afectación grave a sus derechos y por tanto, deberían concurrir razones de la misma magnitud para impedir dicho acceso, lo que en el caso en estudio no ocurre. Una sociedad democrática se basa en el respeto a la pluralidad de proyectos de vida y en ese sentido, las opciones de vida en pareja de personas del mismo sexo deben ser respetadas por el Estado y éste debe abstenerse de intervenir en ellas directa o indirectamente”[2].
Por lo tanto, siendo esta afectación ilegítima, no es dudoso que la exclusión consagrada en el concepto de matrimonio incluido en el artículo 102 del Código Civil, utilice, única y exclusivamente, la condición sexual de las personas interesadas para impedir un acceso estandarizado.
Como consecuencia, y por más que “la sexualidad heterosexual corresponda al patrón de conducta más generalizado y la mayoría condene socialmente el comportamiento homosexual”, le está vedado a la ley “prohibirlo y sancionarlo respecto de los adultos que libremente consientan en actos y relaciones de ese tipo”, porque el derecho fundamental a la libre opción sexual impide “imponer o plasmar a través de la ley la opción sexual mayoritaria”, ya que el campo sobre el cual recaen las decisiones políticas del Estado no puede ser aquel “en el que los miembros de la comunidad no están obligados a coincidir como ocurre con la materia sexual, salvo que se quiera edificar la razón mayoritaria sobre el injustificado e ilegítimo recorte de la personalidad, libertad, autonomía e intimidad de algunos de sus miembros”[3].
Discriminación: trato ilegítimo; condición y perjuicios:
Conforme a lo expuesto, se advierte un perjuicio directo, pero a la vez evidente: marginar a un grupo de la población de acceder a un bien preciado para su mayor realización personal. Y cuya base de exclusión –también evidente– radica en la condición de los contrayentes. Lo que se torna aún más elemental si se mira con detención el fallo del TC chileno[4] en causa Rol 1881-2010, que, sobre el particular, adujo en lo pertinente, por un lado, la reserva legal en esta materia: en el entendido de que el matrimonio es un asunto propio de la codificación civil y, por ende, materia de ley, inhibiéndose así la Magistratura Constitucional de entrar al fondo de la cuestión, pero que, no obstante, reconoce en dos de los votos particulares –Ministros Bertelsen y Peña– que el matrimonio encontraría en el hecho de la procreación su fundamento diferenciador. Y todavía, “que sólo puede ser logrado a través de la unión de dos células, masculina y femenina, como las que se encuentran en el acto carnal entre un hombre y una mujer”. (Véase relacionado)
Conclusión:
Hecho este breve análisis, no se visualizan argumentos que logren sustentar una legitimidad democrática para la actual exclusión vivida por las personas homosexuales que aspiran a formalizar y darle un carácter de permanencia a su proyecto de vida en común, por medio del bien que por excelencia la sociedad se ha entregado a sí misma para cumplir esta finalidad: el matrimonio.
Por ahora, prevalecen pesados rasgos culturales en una discusión que nos habla de un comportamiento ciudadano muy liberal en sociedad, pero, al mismo tiempo, con un marcado atavismo, altamente autoritario.
Si la política chilena pretende hablar en serio de pluralismo, muy pronto los espacios para fugarse dejarán de ser una alternativa.
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[1] Comité de Derechos Humanos, Observación General Nº 18, No discriminación, párrafo 7.
[2] Nash, Claudio. Matrimonio entre personas del mismo sexo. Una mirada desde los derechos humanos. Artículo, Centro de Derechos Humanos. Facultad de Derecho, Universidad de Chile. Pág. 36.
[3] Sentencia de la Corte Constitucional de Colombia, C-098 de 1996, recaída en un control de constitucionalidad parcial de los artículos 1° y del literal a) del artículo 2° de la Ley 54 de 1990, “Por la cual se definen las uniones maritales de hecho y el régimen patrimonial entre compañeros permanentes”.
[4] Sentencia del 3/11/2011 en causa Rol 1881-2010. En estos autos la gestión pendiente consistió en un recurso de protección a favor de tres parejas del mismo sexo (hombres), una de las cuales solicitó fecha para la celebración de su matrimonio, mientras que las dos restantes solicitaron el reconocimiento de sus matrimonios celebrados bajo la legislación argentina y canadiense, respectivamente, a lo que no se dio lugar por la Oficial Civil Adjunta de Santiago del Registro Civil en base al artículo 102 del Código Civil que permite solo el matrimonio entre personas de diferente sexo: hombre y mujer.