Mi columna en esta oportunidad tratará de pormenorizar los que, a mi juicio, serían los dos grandes dilemas en nuestro necesario proceso de democratización. Trataré de no abordar en particular ninguno de los contenidos temáticos que, de un modo estructural, constituyen los hitos por resolver en nuestro desarrollo democrático, tales como: la participación ciudadana y democracia semi-directa; la reforma del presidencialismo; el sistema electoral; y las reformas a los gobiernos locales. Sino que, más bien, pretendo centrar mi análisis en dos grandes dilemas o perspectivas, que, a mi juicio, serían esenciales para dar luces al proceso de democratización chileno:
-Por una parte, se utilizará una aproximación, más bien intelectual, del problema de la significación democrática que poseen nuestras élites políticas y nuestros ciudadanos, perspectiva que, como veremos, pone en evidencia una clara disfuncionalidad conceptual, lo cual genera en la práctica un desacuerdo general en torno a su significado. Es decir, coexistirían dos ideas de democracia, no necesariamente concordantes, lo que es un problema dentro de nuestro sistema político.
-Por otra parte, se utilizará una aproximación, más bien práctica, a fin de comprender los mecanismos representativo-decisorios (o volitivos) llamados a resolver los problemas democráticos y el grado de legitimidad de tales órganos para llevar a cabo dichos cambios.
I) Comprensión conceptual de la democracia en Chile: la paradoja de la democracia y el problema de su significación entre las élites políticas y los ciudadanos:
Un asunto que no está ajeno nuestro país, es la denominada “paradoja de la democracia”, pues, por un lado, existe un apoyo universal a ella, pero, por otro lado, es posible constatar un desacuerdo general en torno a su significado. En este sentido, puede existir un “concepto democrático de la democracia”, o, al contrario, un “concepto no –o menos- democrático de la democracia” (Un claro ejemplo de una “concepción no democrática de la democracia” lo constituía el primitivo art. 8° de la Constitución, que sustentaba un concepto de democracia protegida contraria al pluralismo político. Cuestión que ratificó la Sentencia del Tribunal Constitucional Rol N° 567/2010); todo dependerá de las condiciones de su uso y de la situación existencial de los actores; lo que podría traer como consecuencia, que coexistan en una sociedad defensores de distintas concepciones democráticas y del grado de desarrollo de la misma.
A primera vista, esto no podría verse como un problema esencial, toda vez que sería propio del pluralismo político que asegura, precisamente, el sistema democrático (art. 19 N° 15, inciso 6°, de la Constitución). Sin embargo, esto sí se torna problemático, cuando entre los defensores de distintas concepciones democráticas y del grado de desarrollo de la misma, se enfrenta a una élite política con sus ciudadanos.
Este último asunto, es posible constatarlo en nuestro país, especialmente en el último tiempo, en donde se ha dado una clara disfuncionalidad entre la concepción democrática que se ha venido desarrollando en los último veinte años por la élite política nacional (especialmente a través de sus instituciones representativas), y la concepción democrática que se ha tratado de sustentar y desarrollar por parte de sus ciudadanos, especialmente a través de formas no convencionales o no institucionales de participación ciudadana, como son las diversas manifestaciones de los movimientos sociales que han tenido –y tienen lugar- en Chile.
Expresado en otros términos, la lógica que la élite política ha venido desarrollando desde el inicio de la transición, es una concepción democrático-institucional que ha privilegiado, sobre todo, la gobernabilidad o normal funcionamiento institucional (que es, siguiendo a Ana María Stuven, una forma de republicanismo estabilizador que se viene sustentando desde las primeras décadas del siglo XIX en Chile); es decir, se ha justificado la legitimidad democrática de nuestro Estado constitucional, basados exclusivamente en las condiciones de eficacia y estabilidad que él genera, en donde ha primado la lógica de una democracia consociativa, esto es, una forma de democracia centrada en una idea, esencialmente, estabilizadora y no participativa. Generándose, como indica Pablo Ruiz-Tagle, una “lógica del falso consenso”, ya que en el último tiempo ha quedado de manifiesto una clara desvinculación entre los comportamientos político-sociales de la ciudadanía y el sistema jurídico-representativo.
En este sentido, por otra parte, tal desvinculación ha quedado en evidencia, como ya algo se ha dicho, cuando se confronta el sistema institucional con las formas no convencionales o no institucionales de participación ciudadana (movimientos sociales). En efecto, como lo ha puesto en evidencia el Informe de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales de 2012, en su acápite “Protesta social y derechos humanos”, existe un “entorno de restricciones que enfrenta la protesta social en Chile, en tanto ejercicio de derechos constitucionales (…) y desde 2007 se ha constatado la existencia de patrones de resistencia a la movilización social que son transversales a los poderes del Estado (…) ninguno de los tres poderes tradicionales –dice el informe- aborda el fenómeno de la protesta social como una cuestión que involucra derechos fundamentales”. Dicho de otro modo, el conjunto de órganos del Estado, inspirados sobre todo en un modelo estabilizador, no logra canalizar formas de participación ciudadana que son el ejercicio de derechos constitucionales, en un contexto institucional que precisamente presenta un déficit de tales mecanismos de participación.
En resumidas cuentas, la significación de la concepción democrática de las élites políticas que sustentan el actual sistema institucional, particularmente en el último tiempo, ha comenzado a manifestar claras disfuncionalidades con la significación y comprensión democrática que ha pretendido desarrollar la ciudadanía en nuestro país, más centrada en la participación, especialmente a través de los numerosos movimientos sociales que han tenido lugar. Es decir, el sistema institucional y sus representantes no comprenderían la nueva realidad social chilena, compuesta por una sociedad de masas que se ha modernizado y que, igualmente, se encuentra marcada por el hecho del pluralismo, propio de las sociedades democrática (Sentencia del Tribunal Constitucional Rol N° 567: C° 22 “… la democracia únicamente puede existir de la mano del pluralismo…”), y que son, como lo ha dicho en una de sus columnas dominicales Carlos Peña, “cada vez mas indolentes a las élites”.
De acuerdo a todo lo dicho, finalizaremos esta parte de la intervención, con el siguiente interrogante: ¿la democracia que tenemos, es realmente la democracia que aspiramos como sociedad? Para responder esta pregunta, creo que resulta esencial ponernos de acuerdo, como sociedad, en torno concepto y significación de la democracia que queremos y el desarrollo de la misma, superando, en la medida de lo posible, la disfuncionalidad conceptual que existe actualmente entre nuestras élites políticas y los ciudadanos (todo lo cual, además, circunscrito al carácter valorativamente neutral de la teoría o concepción democrática que sustenta nuestro sistema constitucional, que admite como legítimos los diversos intereses, ideas y opiniones, Sentencia del Tribunal Constitucional Rol N° 567: C°s 19, 20 y 21), haciendo confluir, en una unidad conceptual, la gobernabilidad con la participación, como expresión de un real consenso en torno a una significación democrática compartida.
II) Comprensión de los mecanismos representativo-decisorios llamados a resolver los problemas democráticos y su grado de legitimidad para llevar a cabo dichos cambios: la crisis de representatividad:
Una de las consecuencias del problema conceptual explicado en el punto anterior y la disfuncionalidad que genera, habría que centrarla –ahora- en los mecanismos representativo-decisorios que reconoce el sistema institucional chileno, particularmente en nuestros representantes en el Congreso Nacional y las coaliciones políticas que los apoyan. Ya que, como se explicará a continuación, existe una alta desaprobación ciudadana de su gestión y una crisis de representatividad de los parlamentarios.
En efecto, según la última encuesta Adimark (marzo de 2012), el 67% de los encuestados desaprueba la gestión de la Cámara de Diputados (23% de aprobación); el 63% de los encuestados desaprueba la gestión del Senado (26% de aprobación); 63% de los encuestados desaprueba la gestión de la oficialista Coalición por el Cambio (24% de aprobación); y, finalmente, 67% de los encuestados desaprueba la gestión de la opositora Concertación (21% de aprobación). Cifras que, en mayor o menor medida, han sido constantes en el último tiempo.
Del mismo modo, según un estudio periodístico de Ciper Chile (12 de septiembre de 2011), que cruzaron las estadísticas poblacionales del INE y el registro del SERVEL, el análisis arrojó que 5,5 millones de personas prefirieron no votar por un candidato en las últimas elecciones de Diputados (2009), lo que representa el 45,68% de los chilenos mayores de 18 años (es decir, en 2009 había 12.180.403 millones de chilenos mayores de 18 años; en los registros electorales estaban inscritos 8.285.186 personas, es decir, 3,9 millones no estaban en el padrón electoral, que en la actualidad pasan a estar inscritos automáticamente). En los distritos más populosos el porcentaje de ciudadanos que optaron por no elegir Diputados alcanzó la cifra del 70%. Es decir, junto al 45,68% de los chilenos mayores de 18 años que decidió no elegir candidatos, un 54,32% con derecho a voto sí decidió elegir candidatos, y apenas el 32,54% de todos los mayores de 18 años está representado en la Cámara de Diputados por el candidato al que le dio su voto. En este contexto, hay Diputados que sólo representan al 7% u 8% del total de mayores de edad que residen en sus distritos.
Así por ejemplo, según dicha investigación periodística, en el Distrito n° 20 (Comunas de Cerrillos, Estación Central y Maipú), sólo votó por alguna de las listas el 35,18% de todos los mayores de 18 años (es decir, no votaron el 64,8% de los 686.395 de los mayores de edad que residen en el distrito); la candidata UDI ganadora obtuvo el 20,99% de los votos, lo que equivale a una representación efectiva de sólo el 8,19% de los mayores de edad que residen en sus distritos, y, a su vez, el candidato PPD ganador obtuvo una representación efectiva de sólo el 7,28% de los mayores de edad que residen en sus distritos; es decir, sumado los guarismos de ambos candidatos ganadores hacen un total de un 15,47%, que es el porcentaje de los mayores de 18 años de ese distrito que tienen representación en la Cámara de Diputados. Finalmente, se puede extraer también de la investigación periodística citada, que “entre quienes optan por no elegir a las autoridades, va aumentando paulatinamente el perfil de personas que superan los 30 años de edad, de clase media, con mayor escolaridad. Son jefes de familia, empleados, endeudados y críticos de un sistema electoral que no genera incertidumbre sobre sus resultados, pues dicen que siempre ganan los mismos Concertación-Alianza, sectores con los que no se sienten representados”.
Todas estas cifras, a mi parecer, deben circunscribirse dentro de un contexto general de una crisis de participación y de agotamiento del sistema político en Chile. Asuntos que no pueden obviarse en el diagnóstico del problema democrático, ya que aquí surge una cuestión actual, muy presente en nuestro país, de la traslación de la voluntad popular a la vida estatal. En efecto, se produce el inquietante fenómeno de que la soberanía nacional se ve sustituida por la soberanía parlamentaria, es decir, en última instancia, solamente la representación parlamentaria se convierte en soberana. Lo que unido a los escasos índices de representatividad del Parlamento, produce como resultado, citando a Luis López Guerra, “problemas como la esclerotización de los mecanismos de representación, que conducen a una desconfianza en la clase política y a un creciente abstencionismo ciudadano, la dificultad para la expresión de alternativas políticas a las ofrecidas por las fuerzas ya instaladas en el sistema, y como consecuencia, la falta de opciones renovadoras, frente a situaciones de crisis, se encuentran íntimamente relacionados con las deficiencias en las vías de traslación de la opinión y voluntad ciudadana a las instituciones estatales denunciadas por Carré respecto de la Constitución de la Tercera República”.
Es decir, tal perspectiva –puesta en evidencia por Carré en 1930 y que es perfectamente trasladable a la situación actual del Parlamento chileno- no cumpliría el requisito básico de legitimidad de toda democracia constitucional, cual es que la voluntad de las instituciones sea el resultado de la voluntad general. Así, la voluntad general y citando nuevamente a López Guerra, canalizada a través de la ley, aparece como la última fuente de poder (como refleja el art. 6° de la Declaración de 1789) y legitimidad de todo el sistema, y, en lo que nos interesa, el Parlamento vendría en la práctica a encarnar el poder legislativo, el ejecutivo y el constituyente; siendo la ley parlamentaria la única expresión de la voluntad general y concibiendo la soberanía nacional como una actuación por medio de representantes, “el resultado es que esta representación se convierte en soberana; la soberanía nacional se ve sustituida por la soberanía parlamentaria”. Todo ello circunscrito, además, dentro de los déficits del sistema político representativo en la actualidad.
Aún a riesgo de sintetizar demasiado la argumentación y de conformidad a tal deducción, surge, finalmente, el siguiente interrogante: en el contexto de crisis de representatividad narrado y con el objeto de hacer frente a este segundo dilema de democratización, ¿quién debería resolver esta disyuntiva, un mecanismo representativo-decisorio con escasa legitimidad? A mi juicio, la respuesta debiera circunscribirse dentro de la perspectiva de asumir que nuestro Parlamento se sustenta en una concepción decimonónica de la representación, de ahí que existirían razones sólidas para creer que nuestro legislador, en su conjunto, no posea en la actualidad la suficiente justificación de legitimidad para garantizar que el sistema político vaya a asegurar niveles satisfactorios de convivencia, de estabilidad y de bienestar dentro del contexto de pluralidad propio de una sociedad democrática. Razón por la cual, frente a esta disyuntiva habría que retornar al origen de la soberanía de que es titular nuestro cuerpo político y, de alguna forma, devolverles la voz a los ciudadanos, aunque sea la primera vez en nuestra historia político-constitucional. (Coquimbo, 7 mayo 2012)