La desigualdad de género es pan de cada día. Tanto así, que nos hemos acostumbrado a ella y parece que a nadie le importa demasiado. Al menos, no lo suficiente como para emprender reformas reales que logren acortar la brecha histórica de poder que parece no querer ceder por sí misma. Así, por ejemplo, el último estudio del instituto de dirección de empresa chartered management institute, de Londres, ha concluido que si el incremento de sueldos de las mujeres sigue a la misma velocidad que en los últimos 12 meses, la equiparación total de salarios para hombres y mujeres no llegará hasta el 2109, es decir, tardará todavía 98 años. En materia empresarial las mujeres se han ido haciendo un hueco en los consejos de administración de las empresas europeas, pero “a golpe de ley”. Desde el pasado año, cuatro países -Francia, Holanda, Italia y Bélgica- han aprobado leyes que imponen una cuota mínima de mujeres en los órganos de decisión de sus empresas, puesto que la política de los códigos de autorregulación no tuvo ningún éxito. Las medidas más efectivas parecen ser las cuotas obligatorias, que han permitido aumentar el pobre promedio de un 12%, al 40%.
¿Y por qué no aplicar estas mismas cuotas obligatorias en material electoral?
¡Porque atentan contra el principio de igualdad! Reclaman algunas voces. Esto es, las cuotas electorales serían inconstitucionales e ilegítimas. Pero ¿Es eso así? La connotación desfavorable que tiene el término “discriminación positiva” influye en la valoración negativa que se hace de ella por lo que es importante no caer, como expresa Ruiz Miguel, en la tentación inmediata de resolver verbalmente el problema de su justificación.
Veamos, desde 1991, once países en Latinoamérica han incorporado leyes de cuotas u cuotas de partidos a sus ordenamientos jurídicos y cincuenta lo han hecho en todo el mundo y ello ha sido así puesto que se trata de un mecanismo que ha demostrado su idoneidad, efectividad y capacidad para generar mayores niveles de igualdad social. Ahora, como se sabe, el principio de igualdad implica que el gobierno debe tratar a todas las personas con igual consideración y respeto cuidándose de no distribuir bienes u oportunidades de manera desigual. Este principio contiene dos sub-principios que, siguiendo la clásica máxima de Aristóteles que nos pide “tratar igual lo que es igual, y diferente lo que es diferente”, permite hacer la distinción tradicional entre igualdad por equiparación e igualdad por diferenciación. La primera opera cuando se considera que las diferencias fácticas que concurren son irrelevantes y deben ser descartadas y la segunda funciona cuando se considera que las diferencias fácticas son relevantes y deben ser consideradas para atribuir determinadas consecuencias normativas.
De este modo, estaremos en presencia de una aplicación de las reglas de la “igualdad por equiparación” cuando consideramos que la raza o el sexo de las personas son irrelevantes para atribuir el derecho a sufragio. Al contrario, nos moveremos en el modelo de “igualdad por diferenciación” cuando mantenemos que la raza o el sexo son, esta vez, relevantes a la hora de establecer cuotas que garanticen su igual presencia en la universidad o en cargos públicos de importancia. Destaco como ejemplos situaciones en que el mismo rasgo es considerado en un caso relevante y en el otro irrelevante para poner de manifiesto que, al final de cuentas, todas las discusiones sobre la igualdad terminan en la disputa sobre la importancia o relevancia de los rasgos a considerar en determinadas circunstancias.
En esta línea, entonces, y siguiendo a Rawls, para tratar igualmente a todas las personas y proporcionar una auténtica igualdad de oportunidades, la sociedad tendrá que dar mayor atención a quienes han nacido en las posiciones sociales menos favorables, intentando compensar las desventajas contingentes en dirección hacia la igualdad. Asimismo Norberto Bobbio sostuvo que no resulta superfluo reclamar la atención sobre el hecho de que, precisamente con el objeto de situar individuos desiguales por nacimiento en las mismas condiciones de partida, puede ser necesario favorecer a los más desposeídos y desfavorecer a los más acomodados, es decir, introducir artificialmente, o bien imperativamente, discriminaciones de otro modo no existentes. Es así como una desigualdad se convierte en instrumento de igualdad, por el simple motivo de que corrige una desigualdad precedente.
El principio de igualdad, concebido de la forma antes descrita, no sólo permite sino que hace imperativo el establecimiento de medidas discriminatorias justificadas que tengan como finalidad una mayor equidad. De este modo, el político que resulta pospuesto en una candidatura donde el partido está obligado a proponer a una mujer y que argumenta que su exclusión se ha producido sólo en razón de su sexo, se le puede responder que ese reproche es un mero subterfugio que sólo tiende a ocultar que, de no existir la reserva, la preferencia del partido habría sido para un hombre por el mero hecho de serlo, es decir, también en razón de su sexo, consagrando así la desigualdad tradicional en este ámbito (Ruiz Miguel). Las cuotas no afectan derechos básicos sino sólo la distribución de bienes sociales que, en diferentes contextos, autorizan restricciones en función de fines de interés público, como ocurre al fomentarse la contratación de jóvenes, mayores de edad, personas con cierta discapacidad, etc.
Al fin y al cabo ¿Estamos seguros que cuando se selecciona a los hombres para asumir los más altos cargos de responsabilidad política, para ser presidentes o consejeros de bancos y grandes empresas, incluyendo los medios de comunicación y las universidades, se hace sólo en base a sus “méritos” profesionales y no, precisamente, debido a que son varones? ¿Realmente pueden quienes hoy manejan más del 90% de los puestos de mayor relevancia y mejor remunerados en el mundo demostrar que el sexo no ha sido determinante a la hora de calificar sus méritos profesionales? Cuesta creer que, siendo las mujeres mayoría en la población, mayoría en las universidades y en casi todas las carreras, mayoría en los egresos y en los mejores resultados académicos y, además, mayoría en los partidos políticos, el 90,3% de los candidatos presentados por estos partidos entre 1989 y 2005 hayan sido varones. Salvo que pensemos seriamente que las mujeres son intelectualmente inferiores, parece evidente que esto no es una cuestión de mérito, es simple y llanamente discriminación y para combatirla –si no queremos esperar otros 100 años- tenemos que igualar por diferenciación.
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