Dado el actual debate que se desarrolla en nuestro país sobre la necesidad de reformar la Constitución Política vigente o de consensuar la dictación de una nueva Carta, resulta pertinente plantear algunas consideraciones que ayuden a cuestionar la falta de legitimidad democrática que se ha endilgado a dicha Magistratura, incluso desde el Programa del actual Gobierno.
Una de ellas es de carácter histórico. La historia ha probado que, para ser efectivos, los controles de las ramas políticas del Estado difícilmente pueden llevarse a cabo desde dentro. Un control efectivo de los grupos políticos se debe llevar a cabo desde fuera y, además, debe ser confiado a personas y órganos suficientemente independientes de aquellos a los que se controla. Esta idea es hoy un imperativo de cualquier Estado de Derecho.
Coincidamos en que el Poder Legislativo, como cualquier otro, puede cometer excesos, y que, además, las mayorías legislativas pueden ser tan opresoras como una dictadura del Ejecutivo. Basta recordar cómo la legislación fascista privó al pueblo judío y a otras minorías de sus derechos más fundamentales. Esta fue la razón por la cual Austria, Italia y Alemania al salir de la perversión política y moral vivida en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, se volvieron hacia la Justicia Constitucional. Se trató de crear un nuevo tipo de control que se sumase al más tradicional de la justicia administrativa, con el objeto de ampliar los mecanismos de limitación del poder por el derecho. En particular en Latinoamérica, donde algunos aspectos del fenómeno de la revisión judicial son incluso más antiguos que en Europa, los estudios llevan a concluir que la revisión judicial de la constitucionalidad de la ley y de otras actuaciones del Estado tiene por lo menos el potencial de servir como instrumento para proteger a individuos y minorías. En los países occidentales se advierte, además, un sentimiento generalizado en orden a que el control por un juez independiente de un legislador cada vez más omnipresente, cuya intervención (rol regulador) ha crecido hasta dimensiones sin precedentes, significa una importante protección (límite) de cara a los derechos fundamentales.
Como nos enseña el maestro José Luis Cea Egaña, la Justicia Constitucional “es una innovación grandiosa, desconocida en la antigüedad, encargada de vigilar el respeto, por gobernantes y gobernados, del fondo y forma que constan o fluyan del espíritu, letra, contexto y anales fidedignos pertinentes” de la Ley Fundamental (Derecho Constitucional Chileno, T III, 2013, Ed. UC, p. 482).
Por otra parte, sin negar que en las sociedades democráticas el legislador es el representante y el responsable de y ante el pueblo, y que, además, corresponde a la naturaleza de la función judicial el que los jueces no sean responsables, cabe añadir que uno de los afortunados resultados de nuestra libertad de expresión es el hecho de que también los jueces están expuestos día tras día a las críticas públicas, esto es, al control social.
Siguiendo a Capeletti, pensamos que lejos de ser intrínsecamente antidemocrática y antimayoritaria, la Justicia Constitucional aparece como un instrumento fundamental para proteger los principios mayoritario y democrático del riesgo de corrupción. Nuestro ideal democrático, no es aquel en que la voluntad mayoritaria es omnipotente y que todo puede ser negociado.
Pues bien, el Tribunal Constitucional chileno (el primero de América Latina –creado en 1970, eliminado en 1973 y reinstalado en 1980-) más allá de la lucha política contingente y de la discusión en torno a la legitimidad o ilegitimidad de la carta Fundamental de 1980, como ha reconocido una buena parte de la doctrina nacional, ha dado muestra de un eficaz ejercicio de sus atribuciones y ha logrado que le sea reconocida y alabada su independencia frente a los órganos electores. Mucho de ello se debe, sin duda a su integración por notables Ministros como Silva Cimma, Bulnes Aldunate, Libedinsky, Valenzuela Somarriva, Verdugo Marinkovic, Cea Egaña, Colombo Campbel, Bertelsen Repetto, Fernández Baeza, Correa Sutil, Navarro Beltrán y Vodanovic Schnake, entre otros.
Estimamos que para mantener tal reconocimiento y legitimidad tanto o más importante que ocuparnos de modificar los mecanismos de control que se le encomiende ejecutar al Tribunal Constitucional, es el preocuparnos de la forma en que éste ha de ejercer sus atribuciones, definiendo con minucioso cuidado las normas legales que regulen los procedimientos que han de orientar a cada uno de los procesos en los que intervenga el organismo.
Al mismo tiempo, no se debe descuidar la determinación de a quiénes se confiará la misión fundamental de ejercer la jurisdicción constitucional. Y ello no sólo en cuanto al número de integrantes (cantidad de ministros y/o si se integra mediante una cifra par o impar), o si se mantiene o no a la Corte Suprema como interviniente en la designación, sino que, debiera pensarse en una regulación que exija a los órganos públicos competentes desarrollar un procedimiento de designación de los Ministros del Tribunal Constitucional que se encamine al nombramiento de personas que satisfagan en plenitud las diversas condiciones de idoneidad que la misma Constitución establezca para integrar el organismo que tiene a su cargo velar por la supremacía constitucional en el país. Con el mismo objetivo, habrá que avanzar e innovar en la regulación del régimen de inhabilidades, incompatibilidades y de cese de funciones de los mismos Ministros.
En relación con algunos de los aspectos reseñados, creo que urge pensar en un sistema de retiro de los jueces constitucionales que impida que ellos puedan ejercer la profesión de abogados asesorando o litigando directamente en materias constitucionales, y ello, por el hecho tan entendible y humano de tener que seguir manteniendo sus gastos para poder satisfacer sus necesidades.
Nos parece evidente también que los jueces en ejercicio no puedan dedicar parte de su tiempo, y aunque lo realicen ad honorem, a prestar asesoría a los organismos públicos a los que el Tribunal Constitucional controla. Ello nos lleva a reflexionar y a preguntarnos, a modo meramente ejemplar: ¿Hay compatibilidad entre el cargo de Ministro del Tribunal Constitucional y de asesor del Congreso Nacional, según el artículo 14 de la Ley Orgánica Constitucional de la Magistratura? Y si la regla vigente citada no fuera clara ¿qué indica el sentido común?
Aspiramos a mantener un Tribunal Constitucional integrado por Ministros que, además de cumplir con las condiciones de idoneidad que la Constitución impone, sean fieles intérpretes y aplicadores de la Constitución Política que todos ellos prometieron o juraron defender al momento de ser investidos de tal alto cargo público, estén o no de acuerdo con su contenido. Ello implica, entre otras múltiples consideraciones, resguardar, promover y proteger desde dentro del organismo -por la actuación de sus integrantes-: su independencia y su apego al principio de la distribución equilibrada de funciones, que hoy entendemos no en su sentido francés original (separación de poderes), sino más bien, en que existen relaciones recíprocas y control mutuo; o sistema de “frenos y contrapesos” en la terminología anglosajona.
En suma, se requiere un sistema que obligue y a la vez permita que el mismo Tribunal, desde dentro y en la forma en que sus miembros ejercen su delicada misión, se fortalezca en su rol de legítimo límite al ejercicio del poder de los demás órganos del Estado. (Santiago, 30 septiembre 2016)