Desde los precursores alemanes de la idea del Rechtstaat –Estado de Derecho– a comienzos del siglo XIX, un elemento esencial de este paradigma político es la independencia del poder judicial. Sin esa independencia el estado de derecho no existe.
Nuestras Constituciones, desde antiguo, protegen esa independencia con una severa prohibición: “Ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso alguno, ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos” (Art. 76–CPR.).
Se acostumbra distinguir la independencia externa, que es la que venimos destacando, de la independencia interna que es la cualidad que permite a cada juez fallar, sin la intervención de nadie, los asuntos que debe resolver ceñido sólo a la Constitución, a las leyes y a su criterio jurídico. Esta cualidad iguala al juez más modesto con el mismísimo Tribunal Supremo.
La independencia externa comprende la prohibición impuesta a los demás poderes del Estado de interferir, influenciar y –menos aún– sancionar a un magistrado por la forma, el contenido o la motivación de sus fallos, así como en la libertad de cada juez para dictar sentencia con los dos ojos puestos en el proceso (y no con uno mirando hacia arriba) y en las normas que regulan el caso, sin consideración alguna a factores extraños a su deber de hacer justicia, incluyendo la suerte que le espera en la carrera judicial.
Tan importante para el buen funcionamiento de la justicia es garantizar su plena independencia que, en ciertos estados americanos como Costa Rica, se asegura a este Poder “una suma no menor del seis por ciento de los ingresos ordinarios” del presupuesto (Art. 177); la Carta del Paraguay le asigna “una cantidad no inferior al tres por ciento del presupuesto” (Art. 249); y la de Venezuela le asegura “una partida … no menor del dos por ciento del presupuesto ordinario nacional” (Art. 254).
Con todo, la mayor garantía de la independencia del Poder Judicial y, merced a ella, de la confianza ciudadana en el recto ejercicio de sus funciones, es la seguridad que debe sentir cada juez, al dictar sentencia, de que lo hace conforme al mérito del proceso y, especialmente, al de las pruebas de los hechos en él debatidos, sin que deba influir en su decisión ninguna consideración personal, ideológica o de cualquiera otra índole, que perturbe su sagrado deber de hacer justicia; deber fundado en el juramento que ha debido prestar al asumir su cargo.
El deplorable espectáculo que han dado algunos señores Senadores, al exteriorizar su rechazo, por razones personales o de partido, al nombramiento de una excelente magistrado -que contaba ya con la aprobación de la Excma. Corte Suprema que la propuso y del Presidente de la República que la eligió de la quina respectiva- no sólo es del todo improcedente sino que hiere el principio de separación de los poderes y la protección imperativa que brinda la Constitución al Poder Judicial.
Alguien podría argüir que los jueces son seres humanos y pueden equivocarse. Es verdad. Pero, para subsanar tales errores están disponibles los recursos procesales, incluyendo la vía disciplinaria de la queja. Y si el descuido o el abandono de sus deberes es mayor, allí está la acusación constitucional de la que pueden ser pasibles los magistrados de los Tribunales Superiores de justicia.
Pero vetar el ascenso de un magistrado porque no piensa como uno o porque falló un asunto personal o familiar en contra de quien debe aprobar su designación o porque no condenó a quien se estima que debió serlo, es una conducta impropia e ilegítima que atenta contra el ordenamiento constitucional y merece el más enérgico repudio de la ciudadanía.
El espíritu del constituyente y el sentido de los artículos 32 N°12, 53 N° 9 y 78 de la Constitución, de exigir la concurrencia del Senado y el voto conforme de los dos tercios de sus miembros en ejercicio para aprobar la designación de los ministros de la Corte Suprema –hecha por ésta y por el Presidente de la República– es otorgar a estos magistrados el respaldo de los tres poderes tradicionales del Estado, toda vez que dichas autoridades ejercen soberanía al tenor del artículo 5° de la Carta Fundamental.
Si la aprobación senatorial siguiera este curso contrario a la independencia del Poder Judicial, habría que ir pensando en modificar un quórum excesivo que encubre un veto de la minoría.
Artículos de Opinión
La Independencia del Poder Judicial.
"deber fundado en el juramento que ha debido prestar al asumir su cargo".