El infierno está lleno de buenas intenciones. Esta paradoja es, la que mejor retrata quizás, el aparente olvido colectivo de gran parte de los acontecimientos de la historia republicana que nos da origen. En la superficie como gobiernos democráticos y en la profundidad como seres humanos indescifrables. Y es la revolución francesa, una de las manifestaciones más claras de aquel paradigma. La oportunidad de grandes ideales que tristemente se empaparon con sangre, dando vida a una oscura era de la historia universal.
La civilización contemporánea que, en ocasiones enarbolamos orgullosamente como una evolución superlativa entre las relaciones instintivas propias del estado natural del ser humano y el logro gregario del hombre moderno, no es sino un gran transatlántico británico que esconde innumerables filtraciones que, pese a no ser percibidas desde la cubierta, están encaminadas irremediablemente a hundirlo en la profundidad del mar.
El mundo digital nos ha abierto las puertas al conocimiento y también al encuentro, posibilitando un mundo de interacciones humanas sin barreras físicas que nos limiten a expresarnos como nos sintamos llamados a hacerlo. Desafortunadamente no hemos observado que, hasta el mejor invento guarda reglas de uso. Lo que años atrás parecía como un fenómeno incipiente, ahora se manifiesta en las redes sociales como una enfermedad pandémica, esparciendo el mismo virus presente a lo largo de ominosas etapas de la historia. Como si no hubiésemos aprendido nada y como si la cura de ese mal estuviese todavía lejos de ser encontrada.
De la misma manera en que lo bueno supone el reconocimiento de lo malo, y lo correcto la visualización de lo incorrecto, es a través de los medios digitales la forma en que las personas más frecuentemente hacen uso de la libertad de informar y emitir opinión sobre el devenir de la vida social, garantía consagrada en el artículo 19 Nº 12 de nuestra Constitución. Empero, los constitucionalistas sabemos que los derechos fundamentales no son absolutos, sino que deben ser armonizados y ponderados con las demás garantías que conforman el ordenamiento jurídico. Es así como, en las nuevas formas masivas de comunicación digital cobra sentido de urgencia sopesar la libertad de expresión a la luz de un derecho fundamental de idéntica importancia, cual es la honra de la persona y su familia, consagrado en el artículo 19 Nº 4 de la misma carta magna.
Es cierto que hemos creado un invento maravilloso, pero que utilizado en ausencia de responsabilidad puede llevarnos a los caminos que, como sociedad no deseamos volver a recorrer. La facilidad para difundir tanto ideas y opiniones como afrentas personales y campañas de odio, lo transforman en un arma potencial de difamación a gran escala, que puede abatir fulminantemente no solo la reputación, los vínculos sociales y la fuente laboral de un ser humano, sino que en los casos más graves su propia vida.
La autotutela se podría definir como aquel acto de justicia por mano propia, y su versión digital es la que tristemente algunos promueven como un medio legítimo de resolución de controversias. Cuestión errada y peligrosa, puesto que más allá del hecho de no necesitar prueba alguna para tirar del gatillo de la infamia, este pensamiento no hace sino abandonar los ideales que fervientemente hemos perseguido como colectivo humano, invitando tácita o expresamente a la “huida del estado” y del monopolio de la violencia que le hemos reconocido. Aplicando sanciones o condenas sociales sin justo y razonable procedimiento e instaurando la presunción de que toda persona es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Territorio fértil para las revanchas personales, aprovechamientos políticos y condenas extrajudiciales a inocentes.
Es el artículo 19 número 3 de nuestra carta magna el cual prohíbe la posibilidad de ser juzgado por comisiones especiales, y en vista del comportamiento de las redes sociales y de las sanciones mediáticas tanto o más radicales que las eventualmente dictaminadas por los tribunales de justicia, pero sin el respaldo fáctico y técnico de una investigación jurídica acuciosa, surge como conclusión que existe día a día infracción a los derechos fundamentales, no solo respecto al honor de la personas sino que también al justo y racional procedimiento en el que se basa el acto de juzgar.
Por tanto, la pregunta válida a examinar sería qué podemos hacer para remediar los peligros que conlleva esta antijurídica utilización de las redes sociales. Primero que todo, es pertinente observar los medios jurídicos que contamos actualmente para hacer frente a la llamada autotutela digital. A este respecto existen actualmente tres acciones disponibles: 1.- La posibilidad de una acción de protección que, pese a ser la vía más expedita para retirar el contenido vulnerador de derechos fundamentales, tiene lapsos de tramitación que pueden llegar a durar varios meses. 2.- La querella criminal por injurias y calumnias en tanto, se muestra como un procedimiento de duración mayor al anterior, en donde pese a las disculpas públicas que pudiese dictaminar el tribunal, muy rara vez podría derivar en prisión efectiva. 3.- Finalmente, desde el punto de vista de reparación económica encontramos la demanda por responsabilidad extracontractual, el cual mientras no exista reforma al procedimiento civil, seguirá tardando años su tramitación.
Ante el panorama de herramientas poco eficaces y la consistente carencia de espontánea armonización entre los derechos fundamentales de la honra, debido proceso y libertad de expresión dentro de los medios digitales. Surge la incógnita de cuál es la vía más adecuada para avanzar en esta materia.
Parece existir dos vías lógicas de acción para evitar la proliferación del virus. La primera consiste en analizar la creación de un recurso constitucional especial, que comprenda una reacción inmediata del estado ante intentos de difamación digital y la segunda, quizás la más importante, abocar por generar y difundir contenido adecuado sobre las normas de uso y convivencia sana dentro de los medios digitales, así como información oportuna de las consecuencias que se derivan de su infracción. No descartando asimismo, una mayor regulación dirigida a establecer estándares superiores a las empresas dueñas del mundo social, cuestiones que se vislumbran de lege ferenda.
Rodaban cabezas en la Francia de la era del terror. Se quemaban mujeres inocentes en la época de la inquisición. La única prueba es la palabra, el único juez es el pueblo y la única sentencia es la muerte. Es nuestra oportunidad para hacer las cosas diferente. (Santiago, 24 mayo 2020)
ArtÃculos de Opinión
La Autotutela Digital.
Existe dÃa a dÃa infracción a los derechos fundamentales, no solo respecto al honor de la personas sino que también al justo y racional procedimiento en el que se basa el acto de juzgar.