Ha muerto el ex dictador Jean Claude Duvalier, Baby-Doc, quien gobernó Haití entre 1971 y 1986, año en que una revuelta lo obligó a exiliarse a Francia. Durante su permanencia en el poder no hizo sino seguir la línea de su padre, Francois Papa-Doc, quien se autodenominó “presidente vitalicio” de Haití y gobernó dicho país desde 1957 con el respaldo de EEUU. A ambos –padre e hijo- se les atribuyen desfalcos y crímenes de lesa humanidad. Lamentablemente los procesos judiciales contra Duvalier hijo que enfrentaron a tantas dificultades para avanzar, quedarán en suspenso y con ello sin aclarar múltiples violaciones a los derechos humanos y casos de corrupción. Con la muerte de Duvalier se abren nuevas interrogantes sobre el futuro de la nación caribeña. Desde luego, el regreso del duvalierismo es una amenaza latente en un país en el que la intervención de las Naciones Unidas poco o nada ha significado en estabilidad institucional y desarrollo económico y social.
La comunidad internacional ve con preocupación la influencia del hijo de Baby-Doc, Nicolás, como consejero del gabinete del actual presidente Michel Martelly. Adicionalmente, este mes, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas deberá emitir una resolución, probablemente extendiendo, una vez más, la operación de paz en Haití. Se trata de una coyuntura compleja pues tras 10 años desde su instalación, la MINUSTAH (Misión de Estabilización de las Naciones Unidas para Haití), no ha logrado ni de lejos los objetivos pretendidos y a estas alturas carece de justificación y de legitimidad. Días atrás, la Presidenta Bachelet manifestó al Secretario General de la ONU la intención de acordar el retiro de los 400 efectivos militares chilenos en coordinación con los demás países latinoamericanos combinando la reducción de las tropas, con la necesaria estabilidad política. No cabe duda: la misión chilena en Haití fue una decisión correcta en su inicio y posicionó a Chile muy bien en el ámbito multilateral, pero la decisión de retirar las tropas se impone en la actualidad como una exigencia de coherencia desde la perspectiva del derecho internacional.
La MINUSTAH fue una medida de emergencia ante un país azotado por la violencia, la inestabilidad política y la miseria, tras los fallidos gobiernos de Jean Bertrand Aristide, cuyos mandatos fueron interrumpidos por revueltas populares y la intervención de los Estados Unidos. Fue entonces que, a pedido del representante de Haití en las Naciones Unidas y bajo la presidencia interina de Boniface Alexandre, primero llegaron las tropas estadounidenses y, cuatro meses después los “cascos azules”, bajo el amparo de la Resolución 1542 de abril de 2004, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La Misión fue concebida como una Operación para el Mantenimiento de la Paz cuyos objetivos eran principalmente asegurar la finalización de las hostilidades entre los beligerantes, proteger a la población civil, promover el dialogo político y el fortalecimiento institucional del Estado. El diagnóstico, diez años después, no es alentador: el país exhibe una inestabilidad crónica y una extendida deslegitimación de los poderes establecidos, agravada por la corrupción al interior del aparato judicial. Ello, sumado a la incapacidad del Estado de ser el único poder de represión legal, hace que la estructura misma del Estado, la autoridad y el orden político se encuentran debilitados en sus cimientos.
Sucede que la violencia en Haití nunca llegó a tener las dimensiones que han ofrecido crisis políticas en otros países. No llegó a ser nunca una guerra civil como en Angola ni un autentico genocidio como lo hubo en Ruanda, países que no obstante estuvieron lejos de ser intervenidos como ha ocurrido en Haití. Y pese a que la violencia no fue nunca el problema más urgente, la Misión de las Naciones Unidas desde el inicio estuvo enfocada principalmente en la labor policial, descuidando el desarrollo político, económico y social e impidiendo de paso la consolidación de una policía nacional con la fuerza y legitimidad necesarias para dar estabilidad al país. Si se quería conducir a la nación caribeña hacia una democracia, se debió haber ayudado al gobierno a supervisar, reestructurar y reformar las instituciones con mira a elecciones libres y regulares, proporcionado asistencia técnica, logística y administrativa. Nada de eso ha ocurrido. Se prevén elecciones para el próximo año y falta mucho por hacer. Más aun. En un país que exhibe uno de los peores índices de alimentación en el mundo, se habría esperado la implementación de políticas directamente dirigidas a erradicar el hambre y la desnutrición infantil y a reducir la dependencia agrícola. En un país que presenta un 50% de analfabetismo, resultaba urgente promover un sistema educativo gratuito y de calidad. En un país con un elevado nivel de desocupación e informalidad, donde se calcula que hay diez millones de personas disponibles para trabajar por dos dólares diarios en procesos industriales básicos, habría resultado revolucionario crear puestos de trabajo de calidad e implementar obras públicas de infraestructura, desincentivado la subcontratación ilegal. Nada de eso ha ocurrido. En cambio, han sido denunciados reiterados atentados de parte de las fuerzas de la MINUSTAH contra la libertad de prensa, violaciones, extorsión sexual en la distribución de alimentos y condiciones deplorables en las detenciones. Todo lo anterior se ha visto empeorado por el devastador terremoto del año 2010 que significó un retroceso en lo poco que se había avanzado.
La MINUSTAH ha significado un desembolso promedio de más de 50 millones de dólares mensuales para pagar a los estados que proveen contingentes armados. Ante ese enorme costo operativo, no resulta difícil vislumbrar un antagonismo entre la voluntad de lograr la estabilidad con miras al desarrollo socio económico del país y los intereses económicos internacionales. Brasil, que comandó la Misión en su inicio, se vio beneficiado adjudicándose sus empresas la casi totalidad de las obras de infraestructura con financiamiento de organismos internacionales de crédito; empresas mineras norteamericanas y canadienses explotan 20 yacimientos mineros con grandes ventajas tributarias y grandes productores de arroz del sur de Estados Unidos, subsidiados por el gobierno tienen en Haití un mercado asegurado, dificultando con ello, aún más, la autonomía alimenticia.
Otra dificultad, la representa la incomprensión del rol que cumplen las redes sociales en Haití y cuya tradición se remonta al cimarronaje: los esclavos que huían desde las plantaciones a las montañas. Desde 1806, los levantamientos campesinos han sido recurrentes y el Movimiento Campesino Papaya, de clara inspiración insurreccional, no ha sido desarticulado y moviliza más de 40 mil campesinos armados. Por otra parte, subsiste un nefasto prejuicio racial y no sólo desde Estados Unidos o Europa. Sin ir más lejos, cabe recordar la insensata sentencia del Tribunal Constitucional de Republica Dominicana que el año pasado desnacionalizó –tal como suena: privó retroactivamente de nacionalidad- a cerca de 200.000 dominicanos por el sólo hecho de ser descendientes de haitianos, bajo el pretexto de ser “migrantes irregulares”.
La historia de Haití es una epopeya trágica. Fue el primer país del mundo en abolir la esclavitud; su ejercito, los “jacobinos negros” de Toussaint L´Ouverture, logró hacer retroceder a las tropas de Napoleón, motivando en gran medida la venta de la Luisiana a Estados Unidos, el equivalente a un tercio de su actual territorio. Tras su independencia, heredó una tierra arrasada y aún así pagó hasta el último centavo a Francia una indemnización calculada, a la época actual, a unos 20 mil millones de dólares, para cuyo financiamiento comprometió todas sus reservas con la banca internacional. Es un pueblo que ha debido enfrentar las fuerzas de la naturaleza en medio de permanentes convulsiones. El próximo año habrá elecciones, pero las profundas debilidades institucionales, el subdesarrollo económico y social, y la amenaza del Duvalierismo por una parte y de los movimientos campesinos por la otra, no permiten presagiar la estabilidad que el pueblo Haitiano merece. Es de espera que el anunciado retiro de las tropas de las Naciones Unidas no abra las puertas a un nuevo ciclo de convulsiones e intervencionismo (Santiago, 8 octubre 2014)