Producto del actual proceso constituyente, ha resurgido la idea de sustituir el sistema presidencial de gobierno, por uno de tipo semipresidencial. Como sabemos, lo que hoy existe en nuestro país es la variante reforzada del sistema presidencial creado originalmente en Estados Unidos.
Es evidente que el sistema presidencialista que actualmente nos rige está provocando más trastornos que beneficios. Una forma de gobernar impuesta poco después del nacimiento de la República, a casi de doscientos años de su implantación definitiva en 1833, está totalmente desfasada, obstaculizando y deformando el crecimiento y desarrollo del país.
Para algunos, la solución es instaurar un sistema semipresidencial, a la usanza del existente en Francia, como lo sugirió el denominado “Grupo de los 24” en 1988 y ha sido abordado en diversas memorias, artículos y obras. La idea es innegablemente atractiva. La combinación de rasgos parlamentarios con alternancia de elementos presidenciales como contrapeso parece ser una buena opción existiendo muchos estudios sobre el particular.
Sin perjuicio de lo anterior, estimo que no es tan fácil su adopción. En primer lugar, sería imposible dividir adecuadamente el ejecutivo en dos cabezas, el Presidente de la República como jefe del Estado, y un primer ministro como jefe de Gobierno. Siempre ha existido en Chile la noción de una sola autoridad al mando, siendo una carga histórica muy difícil de superar. También debe pensarse en el diseño de cómo coexistirán ambos y la situación en que no sean de signos políticos compatibles. Un sistema como éste, necesita de una disciplina partidaria o de coaliciones partidarias que en nuestro país no posee, corriendo el riesgo de replicar lo que sucede en Italia con la inestabilidad de sus gobiernos. Por otra parte, entrega un rol preponderante a la Cámara de Diputados, la cual no posee la experiencia en estas lides como en otros países. En suma, se necesita no solo cambiar la estructura del sistema, sino también la cultura política del país.
Para otros sería mejor un sistema parlamentario, para lo cual efectúo los mismos comentarios recién señalados. Debemos recordar que el sistema británico surgió de una larga tradición y experiencia, siendo muy apegado a su idiosincrasia nacional. Trasplantarlo en Chile es una quimera y ya sabemos lo que sucedió entre 1891 y 1924, cuando se instauró uno de manera informal y sin cumplir los requisitos de lo que en ese entonces se entendía por parlamentarismo. Tardíamente, cuando el sistema había caído en el desprestigio se intentó una reforma constitucional que no tuvo aplicación alguna.
Finalmente, el cambio de sistema no haría más que redistribuir el poder político entre los mismos que hoy lo ejercen, los partidos políticos tradicionales que ostentan el poder principalmente en Santiago. No aporta nada y, en el fondo, es más de lo mismo provocando la pérdida de valiosos recursos y de las esperanzas depositadas en ella.
Muchas veces las soluciones están más cerca de lo creemos y son más simples de lo que pensamos. Para Chile el mejor camino es tomar el presidencialismo y atenuarlo mediante el rediseño de los medios de acción recíproca entre el ejecutivo y el parlamento. Será tarea de quienes estudien el tema, lograr las mejores fórmulas para cumplir dicho objetivo.
Sin embargo, la principal medida para descongestionar el gobierno del país es con una efectiva y gradual descentralización administrativa, convirtiendo al gobierno regional, consejo más gobernador, en un verdadero “gobierno” que rija efectivamente los destinos de la región sin dislocar su posición dentro del país, contrapesando el poder del gobierno central. Ese es el verdadero equilibrio que se necesita lograr. En parte, es el secreto del éxito de Estados Unidos.
En nuestro caso, esta solución no entraña un federalismo, que sabemos fracasó en Chile entre 1826 y 1827 y que es inaplicable ya que corresponde a un fenómeno particular que surge de experiencias previas, como en el caso de las trece colonias estadounidenses o los antiguos reinos de Alemania. Chile no posee los mismos elementos históricos y, por tanto, aplicarla no solucionará los problemas. Se debe empezar con la descentralización administrativa y evolucionar, en lo que proceda, con una de tipo político. Un paso entre la descentralización administrativa y el estado regional.
La regionalización comenzada en 1974 ya no responde a los objetivos trazados, siendo muestra de su fracaso la creación de las nuevas regiones que están haciendo retroceder al país a la época de las antiguas veinticinco provincias, justamente el sistema que intentó reemplazar.
No luchamos sólo contra problemas de estructuras jurídicas, sino también contra las costumbres y la experiencia probada por el paso del tiempo. No sacamos nada con forzar cambios bruscos, se deben hacer modificaciones consistentes con nuestra tradición e imponerlas de forma paulatina.
La situación constitucional de hoy en día exige solucionar problemas acuciantes con sentido realista y práctico, no el aplicar soluciones rápidas y omnicomprensivas la suerte de antídoto mágico, que no existen y solo generan peores problemas. (Santiago, 18 marzo 2020)