Durante los últimos meses, hemos vertido mucha tinta (digital y real) en denunciar lo antijurídico del fallo de la tercera sala de la Corte Suprema que acogió el recurso de protección a favor de Leopoldo López y en contra del Estado Venezolano.
Con justas razones se criticó que la Corte se atribuyera para sí la potestad de intervenir en el manejo de las relaciones exteriores del país y de inventar una novel teoría de la jurisdicción universal, que no tiene validez en el ámbito internacional. La decisión y sus fundamentos aparecieron como tan errados que –como pocas veces en el debate público– académicos y litigantes de todo el espectro ideológico y político estuvieron de acuerdo en acusar la extralimitación de la Corte en sus competencias y atribuciones constitucionales, y una aplicación desacertada del derecho internacional público.
No faltaron quienes rescataron la noble intención de la Corte frente a una presunta violación flagrante de derechos humanos, pero en un arrebato de cordura tuvieron el buen tino de recordar que los fines no justifican los medios, y permitir hoy que la Corte ignore la Constitución por los mejores fines, es permitir que lo haga también mañana por los peores.
La nobleza obliga, en todo caso, a reconocer que ese instinto de doblar el derecho por los mejores fines no es un impulso aislado de algunos jueces chilenos, sino que aqueja a todos los jueces, incluidos los del sistema interamericano de derechos humanos, a quienes el fallo de la Corte Suprema intentaba influenciar.
Sin ir más lejos, hace tan sólo unos días (01 de marzo) la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una resolución de “supervisión de cumplimiento de sentencia” en relación a su decisión del caso Artavia Murillo contra el Estado de Costa Rica. En ella, de forma evidente y flagrante, la Corte se excedió de sus propias atribuciones y poderes, contrariando el derecho internacional público y el principio de la igualdad soberana de todos los Estados.
El año 2012 la Corte encontró que el Estado de Costa Rica había incurrido en responsabilidad internacional por violar los derechos humanos de nacionales costarricenses, que querían acceder a técnicas de fertilización in vitro (FIV) sin poder hacerlo por la prohibición vigente respecto de esta técnica. En un fallo que resulta ser técnica y sustancialmente cuestionable y por lo mismo, a mi juicio, incorrecto (cuestión que, en todo caso, queda para otra oportunidad) la Corte ordenó a Costa Rica adoptar con la mayor celeridad posible las medidas apropiadas para dejar sin efecto la prohibición en cuestión y regular a la brevedad los aspectos que considere necesarios para la implementación de la técnica.
Costa Rica procedió entonces a tramitar el cumplimiento de la sentencia mediante un acto legislativo, siguiendo para ello sus propias normas constitucionales, como corresponde en virtud del artículo 2 de la Convención Americana. Existen múltiples proyectos de ley avanzando en la Asamblea Legislativa en este sentido. Pero esto no ha sido suficiente para la Corte, que ha presionado al gobierno de Costa Rica para que adopte medidas inmediatas de cumplimiento, aún si ellas no son acordes al derecho interno. El año 2015 el gobierno respondió dictando un acto administrativo para regular el asunto, el cual fue impugnado por diputados de la asamblea costarricense, y anulado por la Sala Constitucional por inconstitucional, pues aquellos asuntos que involucran derechos fundamentales se encuentran sujetos a reserva legal.
Ahora, ante todo este culebreo jurídico, la Corte Interamericana ciertamente ha de responder con preocupación, y denunciar que el Estado costarricense no ha dado cumplimiento a su obligación internacional establecida de forma final e inapelable, lo que lo hace incurrir en responsabilidad del mismo tipo. Esto es precisamente lo que le corresponde en cuanto tribunal internacional, gozando de la potestad de exigir a Costa Rica información sobre el cumplimiento de su fallo, negarse a cerrar el caso y, si lo considera procedente, remitir estos antecedentes a la Asamblea General de la OEA para que sean los órganos políticos quienes aboguen por su cabal cumplimiento (artículos 65 de la Convención y 30 del Estatuto de la Corte).
Pero lo que la Corte Interamericana no tiene es el poder de intervenir en la cuestión enteramente doméstica de cómo es que el Estado dará cumplimiento a sus sentencias.
Sus poderes de supervisión de ejecución se limitan exclusivamente a los de hacer una determinación del estado de cumplimiento de su anterior decisión (artículo 69 del Reglamento de la Corte). Sin embargo, exhibiendo el mismo arrebato de la Corte Suprema de Chile, la Corte Interamericana ha dispuesto que Costa Rica ya no es libre para elegir el mecanismo doméstico que de cumplimiento a su fallo, sino que debe, de forma inmediata y por medio de acto del ejecutivo, permitir que se realicen procedimientos de FIV. Además, la Corte se atribuye el poder de ordenar que un Decreto Ejecutivo que fue anulado conforme al derecho costarricense debe revivir desde la ultratumba y “mantenerse vigente” (cuestión absurda pues, precisamente por el actuar del más alto tribunal costarricense, el mismo ya no tiene existencia o validez jurídica).
Esto es abiertamente un exceso de las propias facultades de la Corte en la supervisión de cumplimiento de sentencias, vulnerando el principio que reza extra compromisum arbiter nihil facere potest, es decir, que no le es dado a la Corte en este caso obrar más allá de los poderes que expresamente se le han otorgado. Además, y por si esto fuera poco, le exige al Estado de Costa Rica violar el artículo 2 de la Convención, bajo el cuál los Estados deben de asegurar el ejercicio de los derechos convencionales de acuerdo a sus propios procesos constitucionales y en el marco de las disposiciones de la Convención.
Esta no es la primera, ni será la última vez que la Corte Interamericana intente apropiarse poderes que no se le han otorgado. Tal vez tenga la mejor de las intenciones, pero el fin no puede justificar los medios. En tiempos en que se discute sobre la manera de fortalecer y dar legitimad el sistema interamericano, un actuar como éste es un disparo en el pie propio, pues abona a la tesis (no carente de mérito) que lo que hace la Corte desde Costa Rica es cubrir bajo un manto de presunta juridicidad la voluntad cruda de 6 individuos (el juez chileno Vio Grossi votó en contra) de imponer su propia visión de lo que debiera hacerse en un caso concreto. En este sentido, lo que hace hoy la Corte Interamericana no es distinta de lo que intentaron hacer sin éxito algunos de nuestros propios jueces.
La buena noticia es que esta mayoría de la Corte sólo puede salirse con la suya si los mismos Estados se lo permiten. Como ya dije, la Corte no tiene una facultad de imperio como la de los Tribunales de la República, y depende para el cumplimiento de sus fallos de la buena fe de las partes y los órganos políticos de la OEA. Costa Rica no será forzada por medio de apremios coercitivos a dar cumplimiento de una orden ilícita, aunque se podría ser presionado por sus pares de la OEA. Que este actuar antijurídico sea adoptado como un precedente para el resto de los Estados del sistema sólo es posible si ellos mismos consienten pasivamente y sin chistar con las pretensiones de la Corte Interamericana. Es de esperar que este no sea el caso y que al menos en Chile tengamos la misma condena enérgica para los tribunales internacionales que actúan fuera de sus facultades como la que tuvimos con nuestra propia Corte Suprema ante un actuar similar (Santiago, 21 marzo 2016)