Por Jorge Albornoz y Ricardo Gómez.
Se consultó a 7 de los estudios jurídicos más prestigiosos de Chile sobre los principales problemas en la formación de los abogados que ingresan a sus filas [1]. La mayoría de ellos estuvo de acuerdo en que hacen falta dos grupos de habilidades: el primero, habilidades blandas y de liderazgo; el segundo razonamiento crítico y argumentación jurídica. Sobre este último, destacan que “derecho no es aprenderse los artículos de memoria, es entender” [2], y que “las universidades debieran enfatizar esfuerzos en enseñar a los abogados a razonar” [3], proponiendo que en las clases se avance “aún más en el uso del método socrático” [4], ya que “lo relevante en el aprendizaje de un abogado no es el conocimiento memorístico de la inmensa cantidad de leyes que existen sino que la formación de lo que se denomina criterio jurídico”.[5]
Lo anterior no representa mayor novedad para quienes hemos pasado por la formación académica característica de la generalidad de los abogados, sorteando desafíos memorísticos de la letra de la ley, para luego “aplicarla” sin entenderla a cabalidad, escuchando constantemente a nuestros profesores repetir casi con orgullo frases como que “en derecho las cosas son o no son”. Precisamente, eso no es más que el reflejo de la objetivación del derecho que se buscó en un momento histórico en el cual se quiso limitar al máximo la labor creativa del juez, y del que nuestro ordenamiento jurídico es heredero.
No obstante lo anterior, resulta evidente que la subjetividad del juez nunca podrá verse limitada por completo, y casos donde ésta se hace patente e incluso legítima en términos jurídicos también son variados. Pensemos solamente en la cuantificación del daño moral, donde el juez deberá fallar de acuerdo no sólo a los hechos probados en juicio, sino que también conforme a apreciaciones valóricas (según el valor “derecho”) que se construyan por las partes en el caso concreto. [6]
Así también, aún en aspectos meramente legales como la solución de antinomias legislativas (incluso ante easy cases) queda de manifiesto que la subjetividad juega un rol fundamental, bastando para este caso considerar a los criterios de jerarquía y especialidad [7]. Respecto del primero, la pirámide de Kelsen se hace cada vez menos obvia y más alejada de la realidad, haciendo más complejo determinar si una norma es o no superior a otra per se. Basta recordar la conocida controversia sobre jerarquía de los tratados internacionales de derechos humanos en que se sigue discutiendo si éstos podrían aplicarse en un plano de igualdad con la Constitución, o incluso sobreponerse a ella. Para qué mencionar entonces, que tanto en unos como en la otra, lo que realmente prima son los derechos en sí, los que ante un conflicto serán ponderables -una vez más- en el caso a caso, jugando la argumentación un rol fundamental ante parámetros que contornean una amplia extensión de subjetividad.
A su vez, respecto del criterio de especialidad, generalmente se enseña como obvio que la ley especial prima por sobre la general, pero lo que casi nunca se enseña es que la especialidad para ser aplicada debe construirse, dando lugar a que las partes citen normas distintas para elaborar su teoría del caso, las que muchas veces contienen disposiciones con caracteres y principios completamente distintos.[8] Ante tales espectros de indeterminación, resulta lógico que la garantía última ante la determinación judicial de derechos sea la fundamentación de las sentencias, cuyo análisis dará lugar al derecho a interponer recurso.[9]
Ante esto, se hace comprensible que la forma de mirar el derecho haya ido cambiando, de ello es el reconocimiento legal del criterio de la sana crítica en reemplazo de la valoración tasada de la prueba, en el cual se refleja la voluntad del legislador en torno a entregar al juez un rol más creativo y crítico dentro del proceso, en lugar de relegarlo a la mera corroboración del cumplimiento de los requisitos establecidos por la ley. El juez, en efecto, asume el desafío de pasar de ser un mero verificador, a un analista crítico de la norma jurídica y la prueba.[10]
A partir de lo anterior, entonces, parece valioso traer a colación estrategias utilizadas en el estudio de la argumentación, donde se dice que una tesis es valórica cuando se debate respecto de si a un determinado sujeto (X), se aplica o no un determinado valor (Y). Precisamente esos parecen ser los pasos a seguir al discutirse sobre un conflicto en el ámbito jurídico, donde se trata de dilucidar si una persona tiene o no un derecho (al menos en virtud de eso se litiga). Para eso, es que se crean conceptos, clasificaciones, definiciones, etc., más o menos extensivas, tal cual criterios que se aplicarán al litigar si un elemento X (persona), goza o no del atributo Y (derecho).[11]
En dicho sentido, nos parece válida la aplicación de la creación doctrinaria en cuanto a establecer posibles criterios para casos similares, pero no así, el considerar a dichos criterios como absolutos, aplicándolos automáticamente casi como operaciones matemáticas. Precisamente, el problema se produce cuando dichos criterios, más que ser meras guías o razonamientos que puedan servir de base para otros, pasan a verse como las razones únicas, criterios exclusivos, o los únicos medios posibles para solucionar determinados conflictos.
Desafortunadamente, basta revisar un expediente en nuestros tribunales o incluso antes, un escrito de prueba de un estudiante de derecho, para percatarse de que en general se cita la norma y se salta a las conclusiones que serán sometidas a decisión del tribunal; mientras que el juez, en muchos casos, hace otro tanto al simplemente reiterar los criterios que le manda la ley para fallar y luego indicar que conforme a ellos llega a determinada conclusión en la parte resolutiva. En muchos otros casos, en los que abogado y juez se esfuerzan en explicar qué significa lo estipulado en la norma señalada, nuevamente se limitan a citar otras fuentes casi como dogma y con escaso análisis lógico propio, que es el que a la larga permite vincular los antecedentes del caso particular que se está litigando con las conclusiones también particulares que se pide al tribunal que sean acogidas o rechazadas. Contexto problemático, si consideramos que lo que tiende a obviarse en la labor interpretativa, es precisamente lo que debiese constituir su esencia.
En resumen, teniendo como status quo el escaso desarrollo en los abogados en cuanto a la capacidad argumentativa de construir criterios para interpretar una norma y aplicarla para solucionar un conflicto en concreto, tal como parece denunciar el estudio referido en un principio, y teniendo además en consideración lo expuesto en cuanto a lo problemático que ello resulta, creemos válido sostener que la formación del abogado debiera alejarse del campo memorístico para orientarse más bien al análisis, síntesis, y creación del derecho por medio de la argumentación jurídica. Resulta fundamental un cambio en el modelo educativo que en general hemos tenido, en aras de fomentar el desarrollo de capacidades argumentativas en los futuros juristas y lograr un nivel de abstracción mayor que permita analizar las fuentes del derecho y no sólo memorizarlas, condiciéndose así su formación con nuestro actual escenario jurídico. Para ello, los lineamientos formativos de nuestras facultades de derecho debieran orientarse a investigar, analizar, interpretar, crear criterios y sobre todo argumentar frente a la aplicación de la norma.
Se hace comprensible, entonces, que educar bajo la premisa: “en derecho las cosas son o no son”, en el fondo significa un daño, pues llama a hacer del abogado y jurisprudente un mero autómata verificador de presupuestos legales en vez de lograr lo realmente necesario. En ese sentido, entre Hamlet e Inmanuel Kant preferimos seguir a este último, relegando el “ser o no ser” a un absolutista falso dilema Shakesperiano, y aceptando en su lugar al principio racionalista “Sapere Aude” como un correcto aforismo jurídico.
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[1] El Mercurio Legal, revista impresa, Edición N° 1, 2012, La formación universitaria de los abogados, pp. 22 a 26.
[2] Abogado Fernando Barros, socio fundador de estudio Barros y Errázuriz, Ibidem.
[3] Juan Francisco Gutiérrez, socio a cargo del comité de formación de Philippi Yrarrázaval Pulido y Brunner. Ibidem.
[4] Jaime Carey, Socio administrador del estudio Carey. Ibídem.
[5] José María Eyzaguirre, socio de estudio Claro y Cía. Ibidem.
[6] Justamente esta indeterminación subjetiva fue el motivo por el cual el daño moral fue desestimado durante una época, para pasar luego a ser reconocido como lo es actualmente caso a caso. Empero, es preciso reconocer que existen sistemas en los que se ha procurado tender a la objetivación del daño moral, estableciendo valores predeterminados a ciertas afectaciones ilegítimas a bienes jurídicos. Salvo que aceptemos la viabilidad, necesidad y razonabilidad de tal medida, tasando partes del cuerpo y cuotas de afectación humana, es preciso reconocer que, tratándose del daño moral la subjetividad, al menos limitada, del juez es propia de tales tipos de proceso.
[7] Sin mencionar el criterio cronológico de aplicación de antinomias, donde la misma ley incluye su fecha de publicación o de entrada en vigencia según su propia disposición. Y es que solamente respecto de la cronología su aplicación es automática, pues la ley misma tiene fecha de publicación o de entrada en vigencia según su propia disposición.
De todas formas, y si bien es menos común que se de (por lo recién expuesto), cabe hacer mención que aún en este caso puede producirse una discusión respecto de si debe aplicarse una u otra norma, por ejemplo en el caso del deber de aplicación de la ley penal más favorable, excepción recogida por el artículo 18 de nuestro Código Penal, y en el art. 19 N° 3 de nuestra Constitución. Cfr. Curia Castro, Eva; Comentario a sentencia de la Corte de Apelaciones de Santiago que rechaza recurso de amparo fundado en la aplicación de la ley penal más favorable, en Revista Jurídica del Ministerio Público, N° 49, Diciembre de 2011, ISSN: 0718-6479, Santiago de Chile, pp. 251- 260.
[8] V.gr. en la actualidad se lleva a cabo una interesante discusión sobre qué normativa debe aplicarse en casos sobre protección de los derechos del consumidor, cuando éste, producto de la negligencia del proveedor no ha llegado a materializar un acto de consumo. En ese caso, muchos juicios comienzan con la excepción de incompetencia del tribunal, sosteniendo el demandado que ante falta de acto jurídico oneroso debe conocer el tribunal civil con normativa civil general, y debiendo demostrar el consumidor, cómo de todas formas debiese aplicarse la normativa de la LPC por tener ésta el carácter de normativa especial.
[9] Justamente en ello radica la diferencia entre decisión judicial basada en la íntima convicción del juez –contra la que no es posible interponer recurso alguno, por ser inescrutable- versus otra que aplica el criterio de sana crítica –cuya argumentación jurídica puede ser objeto de análisis lógico formal y material-.
[10] Cfr. Cerda San Martín, Rodrigo, “Valoración de la prueba. Sana crítica”, Librotecnia Editores, Reimpresión de la primera edición, Santiago de Chile, marzo de 2011. Pp. 28 y ss.
[11] De igual manera sucede cuando se trata de dilucidar si un derecho (X), ha sido objeto de una vulneración (Y), y si esta vulneración es ilegítima (v.gr. Y.1), o por el contrario, si se trata de una limitación jurídica o ajustada a derecho (Y.2). En tal caso, volveremos a la discusión primigenia, donde se discute si una persona (X) tiene o no el derecho (Y) a ser indemnizado o exigir que cese la acción vulneradora.