Artículos de Opinión

El sábado para el hombre: el recurso de protección y la Convención.

“El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 23-28). El pasaje bíblico es ilustrativo, porque indica una posible forma de abordar el dilema, a saber: que dado un cierto estado de cosas las normas admiten una excepción a su cumplimiento, porque de su irrestricto cumplimiento se seguirían una vulneración de bienes jurídicos de mayor valor. En efecto, una norma se articula sobre el presupuesto de ciertas condiciones normales o esperadas que le entregan sentido y validez.

A raíz de las sentencias de los tribunales superiores de justicia que han declarado admisibles recursos de protección contra la Convención Constitucional surge la pregunta sobre el alcance del inciso 7° del artículo 136 de la Constitución: la inmunidad judicial de la Convención. Hace un tiempo fui bastante categórico: contra la Convención sólo cabe la reclamación[1]. Sin embargo y luego de escuchar distintas posturas debo reconocer que el asunto es complejo y que las posibles alternativas implican peligros y beneficios[2].
Así, optar por la posibilidad de revisión judicial -más allá de la reclamación- corre el peligro de que la labor de la Convención se judicialice o, peor aún, abra la puerta a la indebida intromisión de la judicatura en el proceso constituyente. Mientras que, defender que la Convención es inmune a la revisión judicial salvo la reclamación, bajo ciertas condiciones, podría significar que la vulneración a garantías fundamentales de ciudadanos quede impune.
El objetivo de le presente reflexión es argumentar en favor de la primera alternativa, bajo la convicción que en una república democrática es un sinsentido que una norma pueda implicar la absoluta desprotección de garantías fundamentales ante el poder estatal. Ahora bien, la cuestión radica en cómo conciliar la prohibición expresa del artículo 136 inciso 7° con el recurso de protección, y al mismo tiempo resguardar el fin que busca dicha prohibición, a saber, evitar tanto el peligro de judicialización, como de intromisión en la autonomía de la Convención.
Comencemos por lo que dice la Constitución: “Ninguna autoridad, ni tribunal, podrán conocer acciones, reclamos o recursos vinculados con las tareas que la Constitución le asigna a la Convención, fuera de lo establecido en este artículo [la reclamación]” (Artículo 136, inciso 7°). A su vez, el artículo 137 define las tareas: “redactar y aprobar una propuesta de texto de Nueva Constitución”. A mi juicio, las normas en su dimensión literal son claras: no procede la acción de protección ni contra las reglas de redacción -el reglamento-, ni contra las normas de fondo que se aprobaren para el texto de nueva constitución.
Intuyo que el motivo de quienes redactaron la prohibición es evitar que el proceso constituyente se judicialice a tal punto que impida cumplir su objetivo dentro del plazo. Así, la norma que inmuniza a la Convención de toda acción judicial -salvo la reclamación- es razonable dada su finalidad. Ahora bien ¿qué ocurre si la Convención en su labor vulnera flagrantemente garantías constitucionales? ¿Tendrían los afectados que mirar impertérritos porque una norma prohíbe acudir a los tribunales? Sería como el terrible cuento Ante la ley de Kafka: la Ley existe, está ahí, sólo hay que cruzar la puerta, pero es inaccesible para el campesino, porque un guardia le impide el paso[3].
Entonces ¿cómo resolver el dilema? Por un lado, existe una prohibición legal manifiesta y, por otra parte, la misma prohibición podría llevar a situaciones contrarias a principios básicos del estado de derecho. Esta antinomia recuerda el episodio bíblico en que los fariseos espetaron a los discípulos que, para alimentarse, recogían trigo durante el sábado -cuestión que el Talmud prohíbe-. Ante la indignación, Cristo les respondió que incluso el rey David en estado de necesidad debió transgredir el precepto, a lo cual agregó la famosa sentencia: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 23-28).
El pasaje bíblico es ilustrativo, porque indica una posible forma de abordar el dilema, a saber: que dado un cierto estado de cosas las normas admiten una excepción a su cumplimiento, porque de su irrestricto cumplimiento se seguirían una vulneración de bienes jurídicos de mayor valor. En efecto, una norma se articula sobre el presupuesto de ciertas condiciones normales o esperadas que le entregan sentido y validez. Por ejemplo, la prohibición del artículo 136 tiene sentido bajo la idea de una Convención que respeta las garantías fundamentales de los ciudadanos. Pero ¿qué ocurre cuando el estado de cosas se altera y dejan de existir las condiciones normales para las cuales fue diseñada la norma?
Imaginemos que la Convención empezara a vulnerar derechos esenciales de los ciudadanos, por ejemplo, emitiendo declaraciones públicas que atenten contra la honra de los ciudadanos; o que niegue a sectores disidentes participar en las audiencias; o prive el derecho a voz o voto de algún convencional. En tales casos, la prohibición de tutela jurisdiccional del artículo 136 implicaría, que una norma originalmente diseñada para asegurar el buen funcionamiento de la Convención, mutara en una regla totalmente anómala en nuestro ordenamiento jurídico: que un organismo del Estado vulnere derechos fundamentales y estos no puedan ser tutelados.
Si efectivamente llega a ocurrir tal estado de cosas, entonces -a mi juicio- la inusual norma del artículo 136 admite una excepción, siempre y cuando, su momentánea desactivación implique la salvaguarda de garantías fundamentales de las personas. En consecuencia, el recurso de protección procedería cuando la Convención por acciones u omisiones arbitrarias o ilegales amenace o vulnere de forma cierta algunos de los derechos fundamentales tutelados en el artículo 20 de la Constitución y el recurso se limite -como siempre debería ser- a su naturaleza cautelar.
Como contrapartida, el recurso de protección nunca podrá proceder contra las normas sustantivas que se aprueben para el proyecto de texto constitucional, ni tampoco contra las normas reglamentarias, ni tampoco contra las esferas que protege la reclamación[4], a no ser, en estos dos últimos casos que se vulnere alguna garantía fundamental a un ciudadano. Por ejemplo, que la Convención se arrogue facultades expropiatorias, o se modifique el reglamento para impedir que ciertos grupos expongan.
Quien defienda la absoluta inmunidad judicial de la Convención deberá afrontar la siguiente pregunta: ¿qué puede hacer un ciudadano que es vulnerado en sus derechos humanos por la Convención? Si su respuesta es “nada, porque así lo establece el artículo 136”, tendrá que justificar cómo esa afirmación es compatible con los principios básicos de una república democrática. De antemano pienso que es imposible, porque la Constitución del 80 sigue vigente y por ende el principio de control jurisdiccional de todo órgano del Estado. En otras palabras, quien defiende dicha tesis sin matices incurrirá en una contradicción con el ordenamiento jurídico vigente, además de estar dispuesto a sacrificar un valor civilizatorio básico.
Ahora bien, postular que la prohibición de recurrir judicialmente contra la Convención admite una excepción presenta el serio problema que ya enunciamos: el peligro de abrir la esclusa para la judicialización y que los jueces invadan la autonomía de la Convención. En efecto, conceptos como arbitrariedad o ilegalidad son de sentido difuso que podrían ser saturados con ideas personalistas de justicia material, y desde esos ideales interferir en la labor de la Convención[5].
Una forma de afrontar esta compleja dificultad es exigir a los jueces una argumentación adecuada en la configuración del recurso de protección, es decir, no sólo constatar una amenaza o vulneración a garantías fundamentales, sino –he aquí lo esencial– que los ministros expliciten las razones de por qué ese menoscabo es producto de una acción u omisión arbitraria o ilegal. No basta con una constatación de hechos, es también necesario una argumentación normativa. En otras palabras, deben razonar por qué en el caso particular se configura una arbitrariedad o ilegalidad, y además hacer explicito el criterio para configurarlos[6]. Pienso que estos dos conceptos, entendidos correctamente, son una contención a la potencial discrecionalidad del juez, porque la mejor o peor argumentación dejará al descubierto aquellos jueces que intentan imponer su particular visión de cómo deberían ser las cosas en el proceso constitucional.
En ese sentido, la arbitrariedad debe ser comprendida como un hecho palmariamente irracional, discriminatorio o absolutamente desproporcionado, es decir, que cualquier observador imparcial lo reconocería como tal. De esta manera, quedan totalmente excluidos los juicios de eficiencia. El recurso de protección no es una esfera de ponderación donde se evalúan si existen alternativas más eficaces o mejores a las que se adoptaron. Por ejemplo, que los jueces sentenciaran como arbitrarias ciertas normas reguladoras del debate, porque existen alternativas mejores implicaría una intromisión inadmisible a la autonomía de la Convención. Al contrario, la tarea del juez es demostrar, siguiendo el ejemplo, que alguna norma reguladora del debate es evidentemente irracional, explicite el criterio de racionalidad y explique como todo ello vulnera directamente alguna de las garantías fundamentales amparadas por el artículo 20 de la Constitución.
En cuanto al concepto de ilegalidad su configuración debe circunscribirse a los términos del inciso primero de los artículos 6° y 7° de la Constitución, es decir, la Convención incurriría en ilegalidad cuando no se circunscribe a sus competencias, o bien, transgrede los modos y límites de actuación que fija el capítulo XV de la Constitución. Así, el juez para configurar la ilegalidad está en la obligación de argumentar, por qué en el caso particular la Convención se extralimitó de sus funciones; o se arroga poderes de otro órgano estatal; o bien, en el ejercicio de sus funciones contraviene los modos específicos que fija la actual Constitución; y ello desemboca en la vulneración o amenaza de una garantía fundamental[7].
En base a lo dicho, toda sentencia que resuelva un recurso de protección contra la Convención debería cimentarse en: 1) un minucioso análisis de admisibilidad, en el cual los jueces desechen los recursos vagos e indeterminados, donde lo que asoma es un uso irresponsable de la acción para entorpecer a la Convención. 2) Argumentar que en el caso particular la prohibición del artículo 136 ha degenerado en una cláusula de impunidad contraria con la Constitución del 80, por tanto procede una excepcionalidad. 3) Mostrar la existencia de una amenaza o vulneración directa y concreta a alguna de las garantías fundamentales del artículo 20 de la Constitución. 4) Razonar detenidamente, que esa perturbación es consecuencia de una acción u omisión evidentemente arbitraria e ilegal, además de explicitar el criterio de arbitrariedad o ilegalidad. 5) Una parte resolutiva, en caso de acoger, únicamente cautelar y negativa, es decir, que se limite a poner término a la vulneración, pero en ningún caso ordenar a la Convención la adopción de normas procedimentales o sustantivas. (Santiago, 25 noviembre 2021)
 
[1] En entrevista del diario digital El Líbero del 31 de octubre de 2021 (https://ellibero.cl/actualidad/observatorio-judicial-y-decision-de-la-corte-suprema-podria-darse-un-choque-institucional-muy-peligroso-para-el-pais/).
[2] Es importante no olvidar que la inmunidad judicial del artículo 136 se ha vuelto problemática, porque desde sus inicios un sector amplio de la propia Convención Constituyente ha intentado desbordar sistemáticamente la institucionalidad que la regula -i.e. declararse un poder originario, eliminar la regla de los 2/3, suprimir el concepto de república, ánimo refundacional-. Desde esta perspectiva se explica que la ciudadanía y la comunidad jurídica reaccionen, mediante recursos de protección -i.e. impugnando los plebiscitos dirimentes-, o bien, re-significando el alcance del artículo 136. Lo anterior, es muestra de una comunidad vital que valora y protege un principio esencial: el límite de todo poder político.
[3] El formalismo jurídico fue uno de los principales aliados del régimen nazi.
[4] En efecto, puede ocurrir que la Convención se extralimite en sus competencias, pero no necesariamente vulnere algún derecho fundamental. Un ejemplo es cuando la Convención en una declaración pública solicitó al Congreso la aprobación del proyecto de ley de indulto a los presos del estallido social.
[5] Lo anterior no es mera especulación, toda vez que es un hecho conocido como el recurso de protección se ha transformado en un mecanismo de ciertos jueces para invadir las esferas de competencia de otros órganos del Estado.
[6] La observación no es trivial, porque si se estudian las últimas sentencias de la Corte Suprema que acogió recursos de protección por la crisis de migración en el norte (CS, rol n°25.529-2021) y de violencia en el sur (CS, rol n°36.830-2021), se constata un déficit en la argumentación de la arbitrariedad o ilegalidad. Por ejemplo, la tercera sala sin más hace equivalente la insuficiencia de una medida gubernamental con arbitrariedad, lo cual prima facie es un error.
[7] Un caso hipotético es que la Convención dictara actos expropiatorios. Si bien carece de validez jurídica es evidente la vulneración a la integridad psíquica de la persona objeto de ese intento de expropiación. Sería absurdo que dicho ciudadano no pudiera recurrir a los tribunales para que se pongan fin a tal ilegalidad.

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