Artículos de Opinión

El proceso constituyente y la organización del poder.

A partir de la reflexión constitucional que se ha generado con el proceso constituyente, se logra identificar que la actual Carta Fundamental que reconoce derechos y organiza el poder, no es suficiente para afrontar los desafíos que impone la sociedad chilena.

Una Constitución generalmente se compone de una parte dogmática y otra orgánica. La primera dice relación con la declaración de derechos y la segunda se refiere a la organización del poder y el establecimiento de las instituciones del Estado. La Constitución chilena y su modelo económico -unido al rol subsidiario del Estado- ha generado un malestar social que se puede redireccionar hacia ambas partes de la Constitución. Por un lado, las carencias que presenta la parte dogmática en materia de derechos sociales permiten el abuso en diversos ámbitos -laborales, educacionales, salud, seguridad social, etc-. Y por otro, las deficiencias estructurales de la parte orgánica de la Constitución materializan un poder político que no ha sido capaz de representar fielmente a la ciudadanía ni de responder de manera efectiva a sus demandas. En esta columna pretendo dar una advertencia sobre dónde debieran estar concentradas las fuerzas políticas, la academia constitucional, y la ciudadanía en general, durante el proceso constituyente en el que estamos inmersos. Estas, deben centrarse en dar una adecuada respuesta al problema del poder, de lo contrario, es decir, si la discusión sobre la orgánica del poder es soslayada a un segundo plano, estaremos en serios problemas[1].
A partir de la reflexión constitucional que se ha generado con el proceso constituyente, se logra identificar que la actual Carta Fundamental que reconoce derechos y organiza el poder, no es suficiente para afrontar los desafíos que impone la sociedad chilena. Se puede advertir que la mayoría de las peticiones ciudadanas se concentran en un mayor reconocimiento de derechos sociales y un Estado más activo, pero no se debe olvidar la otra parte del problema constitucional: la organización del poder. El primer ámbito del malestar, es decir, aquel relacionado con el abuso en el orden laboral, económico y social, puede subsanarse -pero no será suficiente- a través del reconocimiento y garantía de más derechos sociales en la próxima Constitución. De hecho, las fuerzas políticas progresistas han concentrado sus demandas en este sentido, y es legítimo que así sea, ya que Chile está muy atrás en el reconocimiento de este tipo de derechos. Sin embargo, la otra dimensión del malestar social que demanda una nueva Constitución, es decir, la relacionada con la organización del poder político, no ha visto correr tanta tinta ni se han hecho tantas marchas como cuando se habla de derechos sociales.
Este afán de concentrarse en la nueva carta de derechos y no dedicarle la misma energía a la discusión sobre la organización del poder es un peligro del que nos advierte claramente Roberto Gargarella: el Constitucionalismo latinoamericano tiene una gran contradicción. La maquinaria de la organización constitucional está en un cuarto muy cerrado que se ha mantenido impermeable a los desarrollos que ha habido en otras materias. Las constituciones suelen reconocer amplios derechos sociales, pero siguen manteniendo una estructura del poder elitista y con enclaves autoritarios o personales que hacen que las constituciones tengan dos almas, una progresista en pos de los derechos y otra conservadora, que mantiene las viejas estructuras del poder político.
A modo de explicar esto, es necesario hacer un breve recorrido histórico. En el siglo XIX se instaura la estructura organizacional del poder en la mayoría de las constituciones latinoamericanas, la cual subsiste con sus rasgos principales hasta hoy. La organización institucional que hoy tenemos deriva de aquella etapa de mediados del siglo XIX, que es la etapa del elitismo latinoamericano con un esquema de “frenos y contrapesos” o “balances y contra-balances” finalmente “desbalanceado” hacia el Ejecutivo[2]. Luego, a comienzos del siglo XX, ese modelo entra en crisis y todos los aspectos más vinculados con la inclusión política empiezan a eclosionar y el constitucionalismo latinoamericano vira hacia un constitucionalismo más social, pero no se construye como algo nuevo, sino que se anexa al anterior (al elitista). Finalmente, la ultima etapa del constitucionalismo (desde 1990 hasta hoy) se denomina como la del Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano, pero que según Gargarella es un constitucionalismo demasiado viejo, que maximiza y refuerza el pacto conservador inicial en la organización del poder y a su vez se le agrega la reivindicación de los derechos humanos. Como se dijo, es un constitucionalismo en contradicción, que tiene dos almas, una vinculada con el siglo XIX y otra con los nuevos tiempos, lo cual provoca una tensión entre la parte vinculada con la organización del poder retrógrada y elitista, y una parte aspiracional que está encapsulada en la sección de los derechos[3].
Ante este antecedente, no podemos quedar inertes. Para poder tener una Constitución cuya estructura del poder político no responda a las lógicas clásicas del poder, se debe realizar un esfuerzo de parte de los diversos actores dentro de la sociedad. Las expectativas de la ciudadanía ante la nueva Constitución son muy altas, y debemos estar a la altura de esas circunstancias, por eso es que los esfuerzos políticos y académicos deben concentrarse, de ahora en más, en acercar a la ciudadanía e invitar a la reflexión sobre cómo reorganizar el poder político, en cómo tener una Sala de Máquinas que responda a las demandas sociales de manera adecuada, de lo contrario, el reconocimiento de derechos sociales sería estéril y quedaría como meras promesas.
Se puede tener una sección dogmática que sea generosa en el reconocimiento de los derechos, pero que, si no se aviene con una reorganización del poder que permita su efectividad en la deliberación política, puede terminar con pésimas consecuencias para las expectativas que tiene la ciudadanía en una nueva Carta Fundamental. Por una parte, consagraríamos grandes derechos sociales, pero anquilosados a merced de un ejecutivo fuerte que mantiene una relación con las ramas políticas que están muy vinculadas con él, quienes serán los que terminen teniendo la ultima palabra.
Así, por más generosa que sea la próxima Constitución, si no se cambia la organización del poder, el entramado institucional estaría preparado para bloquear los desarrollos en materia de derechos sociales. A medida que avance el proceso constituyente, debemos fijarnos si los procedimientos políticos e institucionales que se consagran en la parte orgánica de la Constitución, garantizan, en el mediano o largo plazo, decisiones que tengan que ver con las convicciones de la ciudadanía, y que las aspiraciones notables que se han expresen en el área de los derechos sean consistentes con cambios en el área institucional-orgánica.
El proceso constituyente debe mirarse como una oportunidad única para que la organización del poder responda a una lógica deliberativa democrática, abandonando de una vez el elitismo que heredamos desde mediados del siglo XIX. Si se siguen manteniendo las viejas estructuras de un poder ejecutivo personalizado con amplias atribuciones, es poco probable avanzar en la agenda transformadora que se pretende en el proceso constituyente. La arena de defender derechos sociales no es la judicial –per sé-, sino que la primera instancia de su defensa es en la política, en la deliberación.
El órgano que por naturaleza tiende a generar deliberación, en teoría, es el Congreso. Pero hemos visto que tampoco el Congreso ha sido capaz de abrirse a la deliberación democrática ciudadana, y que peor aún, se ha convertido en un centro del lobby de grandes empresas donde incluso han dictado leyes bajo el ejercicio de presiones indebidas (Ley de Pesca). Es decir, el Congreso tal cual como existe hoy no puede subsistir en una Nueva Constitución, sino que debe diseñarse de una manera tal que sea susceptible de filtrar adecuadamente las demandas sociales y en donde se asegure una deliberación igualitaria de las leyes que dicte. En esto será interesante que la doctrina y el debate ciudadano plantee seriamente una alternativa al hiperpresidencialismo, ya sea en forma de un sistema semipresidencial o parlamentario.
Por lo tanto, si la interpretación de la demanda constitucional es la de exigir que el poder político represente fidedignamente los intereses de la sociedad y que responda a las demandas ciudadanas de manera efectiva, se debe reformar la Sala de Máquinas de la Constitución para hacer posible que se pueda permear el sistema político a través de la deliberación.
Las fuerzas políticas, ciudadanas y la academia constitucional deben estar contestes a generar contenidos y propuestas para que no caigamos en el error que se le acusa al constitucionalismo latinoamericano. La consagración de los derechos en la parte dogmática debe ir acompañada de la reparación de los engranajes que integran el entramado institucional. Si se quiere una Constitución con un alma democrática, eso se conseguirá a través de una reorganización de las viejas estructuras de la organización del poder y la incorporación de nuevas lógicas democráticas que sean el vector de su actuar.
Esperamos que, terminado el proceso, no quedemos dentro de la categoría de constituciones con dos almas que nos dice Gargarella: muy prometedoras en los derechos, pero muy mezquinas en la distribución del poder. Solo el tiempo nos dará la respuesta. (Santiago, 2 noviembre 2020)
 
[1] Prevención: no estoy diciendo que la demanda de derechos sea menos importante. Pero creo que la sociedad civil, política y la academia, ya han hablado bastante sobre los derechos sociales, y es hora de darle la misma importancia de forma conjunta a este otro problema. De hecho, puede que las fuerzas conservadoras estén preparando una defensa al sistema político actual, y ante eso, las fuerzas progresistas deberán dar una respuesta certera.
[2] Gargarella, Roberto, «Sobre el ‘Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano'», (2018), p. 112.
[3] Gargarella, Roberto, «Too much old in the new Latin American Constitutionalism», (2015).

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