A raíz de las exigencias de una adecuada justicia transicional, los países del ámbito regional que experimentaron graves violaciones a los Derechos Humanos implementadas como políticas institucionales de Estado, fueron desarrollando estrategias argumentativas que dieron como resultado el reconocimiento de lo que llamamos un derecho a la memoria histórica, es decir, una nueva categoría de lo que la dogmática constitucional denomina un derecho fundamental implícito y cuyo núcleo dogmático está configurado por un derecho a entender y a elaborar el pasado. Vale decir, configurar una posibilidad real de reconocimiento de una temporalidad humana como condición existencial, pues la memoria así entendida, constituye el ámbito en el que podemos rescatar el pasado como eje referencial de la vida, tanto personal como familiar. Esta memoria operaría como un horizonte de sentido, como una fuente de respuestas a preguntas que creemos, configuran un elemento constitutivo de la dignidad y primacía de la persona, pues permite una búsqueda sobre el sentido de los orígenes, las identidades y las historias, no solo individuales, sino que también colectivas. El derecho a la memoria sería por tanto una especial forma de tratar con el pasado, permitiendo recordar diferentes discursos y formas de inclusión/exclusión dando así sentido a la experiencia colectiva.
La memoria así entendida, normativamente sitúa a la persona en un contexto social, cultural e histórico pleno. Con lo anterior, queremos dejar en claro que la memoria en tanto derecho es reconocido por los ordenamientos jurídicos internos, más nunca creada, pues los derechos fundamentales en cuanto emanación última de la dignidad de la persona son cualidades inherentes al hombre que todos los Estados deben reconocer, promover y garantizar con claras obligaciones de resultado. Así las cosas, tenemos que este derecho a la memoria constituye un verdadero paradigma normativo de radical novedad, un nuevo derecho ciudadano fundamental, social y cultural implícito y que integra un conjunto de derechos fundamentales que no están expresamente asegurados en los textos constitucionales. Esta categoría de derechos en palabras del profesor Humberto Nogueira “nos permite considerar que no es necesario que un derecho esté configurado expresamente en la constitución formal o en el derecho internacional convencional para ser derecho social, humano o fundamental. Ellos pueden deducirse de valores, principios, fines y razones históricas que alimentan el derecho positivo constitucional e internacional”. Y agrega que “el sistema de derechos humanos pleno tiene carencias normativas e implicitudes que es necesario extraer de los valores y principios, pudiendo faltar normas de reconocimiento. El constitucionalismo democrático chileno y americano así lo reconocen”. Por lo demás así lo habría entendido el propio Tribunal Constitucional en sentencia Rol N° 226 de fecha 30 de Octubre de 1995, al declarar que “la doctrina como nuestra Constitución Política reconocen la existencia de derechos, aunque no estén consagrados en el texto constitucional, a menos que esta consagración implique una violación a las normas fundamentales” (considerando 25°).
Por otra parte, esta categoría de derechos encuentra reconocimiento expreso en el artículo 26 literal c) de la CADH (Convención Americana de Derechos Humanos), ya que “ninguna disposición de la presente convención puede ser interpretada en el sentido de: c) Excluir otros derechos y garantías que son inherentes al ser humano o que se derivan de la forma democrática representativa de gobierno”. Esta norma que forma parte del bloque constitucional de derechos, permite configurar el reconocimiento de este derecho de reciente construcción dogmática.
Desde esta perspectiva, nos atrevemos a afirmar que, además de su naturaleza de derecho, opera como un criterio o si se prefiere como pauta interpretativa para la práctica constitucional democrática.
Por otra parte, una de las cualidades que presenta este derecho, radica en que permite convertir a los sujetos de memoria en agentes activos que transforman y fortalecen con su participación el concepto de ciudadano re-conceptualizando al sujeto históricamente excluido en sujeto válido de construcción de identidad cultural.
Así las cosas, tenemos que la ventaja de aproximarnos a la naturaleza jurídica del derecho a la memoria desde la óptica de los derechos sociales y culturales, radica en que impone al Estado la obligación de adoptar medidas positivas para asegurar su pleno ejercicio con claras obligaciones de resultado. Esto se traduce en que el sujeto obligado por este derecho fundamental será primeramente (pero no en forma única) el Estado, pues las especiales características configurativas de la norma en materia de memoria y verdad histórica nos conducen hacia él. Luego, estas obligaciones serían por una parte de respeto a los límites y el contenido sustantivo de este derecho, que implica el derecho de un pueblo o comunidad de conservar y transmitir la memoria histórica. Y por otro lado, la obligación de promoción, vale decir, de eliminación de los obstáculos tanto institucionales como particulares que impidan su libre realización de manera efectiva. Desde esta lógica, por ejemplo, sería insostenible (más allá de los vicios de forma y fondo de que adolecen) la sustentabilidad normativa e incluso argumentativa de las leyes de amnistía o decretos leyes secretos que eventualmente impartieran directrices de no entregar información institucional a la justicia o a las agrupaciones de derechos humanos que las requieran.
Finalmente, a modo de conclusión tentativa, podemos afirmar que este derecho autónomo, colectivo, ciudadano y de reciente creación doctrinaria funciona como garantía institucional, fomentando y fortaleciendo instituciones y valores primordiales para el establecimiento de un estado más social y democrático de derechos (nótese que no dijimos únicamente de derecho) construyendo, en clave ética-normativa, una identidad compartida y solidaria, recomponiendo los vínculos que el horror dictatorial en el pasado generó. Esta narrativa de una “ética de la memoria”, como categoría jurídico-discursiva fortalece el valor de la democracia y la dignidad humana e importa una garantía en sí misma que se traduce en la obligación de recordar, entendida ésta, como un llamado a la reconstrucción de las redes de solidaridad democráticas para el presente exigiendo a todos sus miembros aquello que algunos no pueden ni quieren olvidar.
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