El reciente siniestro que afectó al penal de San Miguel actualiza el difícil problema carcelario.
En efecto, no se trata de un fenómeno del presente ni tampoco exclusivo de nuestro país.
Recordamos al efecto, los acuerdos tomados en la III Reunión de Ministros de Justicia de América Latina efectuada en febrero de 2000 dentro del marco de la Organización de Estados Americanos.
Después de reconocer la precariedad y sobrepoblación carcelaria, se concluyó que ello se agravaría aún más a corto y mediano plazo por lo que era muy importante evaluar la situación con la mayor objetividad, para poder adoptar las políticas y acciones adecuadas.
Hubo consenso entre los participantes, en el citado coloquio internacional, en que el gran aumento de población penitenciaria tiene su origen en los países de América Latina y el Caribe, en el empleo de la prisión –tanto como medida cautelar como con carácter de pena.
Sólo en muy pequeño porcentaje se origina en el crecimiento demográfico.
Se admitió, igualmente, que el problema no puede resolverse con una política centrada exclusivamente en la construcción carcelaria.
En esta contingencia, las posibles soluciones al arduo problema se desplazan en gran medida a las respuestas penales (un nuevo enfoque en el sistema de las penas) y en las políticas racionales de prevención del delito.
En nuestro país, el nuevo Proceso Penal representa un tránsito positivo en el sentido indicado, pero urge la reforma del Código Penal y, por cierto, dar una mayor eficacia en las medidas de prevención de los ilícitos.
La construcción de nuevas cárceles no debe descartarse, naturalmente, pero sólo representa un paliativo para enfrentar un problema de raíces más profundas.
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