La Atrofia Muscular Espinal (AME) es una patología degenerativa y es la enfermedad genética mortal más frecuente en lactantes. Se presenta principalmente en niñas y niños, quienes presentan debilidad y atrofia muscular. No tienen fuerza física para levantarse, moverse, caminar, respirar y comer, presenta retraso motor y sufren caídas frecuentes.
Existen cuatro subtipos principales de la AME. Nos concentraremos en dos. La AME tipo I comprende el 50-60% de los casos y es la más agresiva. Se inicia entre el período prenatal y los seis meses. Al nacer los pacientes no presentan esfuerzo respiratorio, requieren ser ventilados y carecen de actividad motora. En su mayoría, los menores fallecen antes de los dos años por insuficiencia respiratoria. La AME tipo II se da en el 30% de los casos y afecta a menores entre 7 y 18 meses, quienes fallecen pasados los dos años.
El año 2016 la Food & Drug Administration aprobó el uso del medicamento Nurinersen (de nombre comercial Spinraza), que es la única terapia validada para tratar esta enfermedad. Se trata de un medicamento de alto costo.
Pues bien, si los padres no pueden pagar el tratamiento ¿debe financiarlo el Estado? La Administración sostiene que no es su deber. Los tribunales piensan distinto. Conociendo recursos de protección, las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema han sostenido que el Estado debe sufragar la adquisición del Spinraza si la vida del menor se encuentra en peligro (estoy usando como ejemplo este fármaco, pero la discusión es aplicable a todos los medicamentos y tratamientos de alto costo).
Quienes adhieren al activismo judicial cuestionan esta jurisprudencia, argumentando (1) que las políticas públicas son aprobadas por la Administración; (2) que el presupuesto nacional regula el gasto de los recursos públicos; (3) que los Tribunales se están inmiscuyendo en cuestiones de mérito, y (4) que el medicamento puede ser comprado en el mercado. Sostienen que los tribunales están desplazando al mercado, que es –se dice– el medio idóneo para distribuir los bienes en la comunidad. Es decir, para el activismo el valor jurídico protegido es el mercado y no la persona; todo está reducido al intercambio de prestaciones interpersonales usando el dinero.
En especial, se argumenta que la ley de presupuestos es la expresión monetaria de los planes, políticas y programas que el Gobierno decide implementar.
¿Cómo se explica entonces que la Corte Suprema exija que el Estado financie este tratamiento? Es esto -como le reprocha el activismo judicial- ¿una intromisión de las Cortes en las políticas públicas?
La respuesta es no. Primero, el activismo judicial –que no está confinado, como podría pensarse, a los sectores más conservadores; incluso algunos intelectuales progresistas han adherido entusiastamente a ella– desconoce que la función jurisdiccional consiste en resolver los conflictos que se someten a su conocimiento. Tratándose de recursos de protección, los Tribunales Superiores deben decidir si procede otorgar la cautela urgente que solicitan quienes ven amenazado su derecho a la vida. Es evidente que las decisiones judiciales pueden tener impacto en las políticas públicas, de hecho, es habitual que así suceda; pero cosa distinta es que ellas modelen las políticas públicas. Por eso el activismo judicial es una doctrina de escritorio, no una doctrina de estrados; es una doctrina tecnócrata, basada en números y en la frialdad que ellos encierran, pero ciega frente a la angustia de un hijo enfermo.
Segundo, los Tribunales Superiores no pueden excusarse de resolver los recursos de protección, en especial si la garantía invocada es el derecho a la vida.
Tercero, si el medicamento no puede ser adquirido por la familia del o la menor, el mercado ya no es suficiente para proteger la dignidad de las personas. Por eso, el mercado es condición necesaria, pero no suficiente, para la existencia de un estado social y democrático de derecho.
Cuarto, como dicen Gregorio Peces-Barba y Luigi Ferrajoli –académicos de vertientes diferentes–, los derechos sociales, económicos y culturales exigen una actuación positiva de los poderes públicos y del Estado y establecen a favor de sus titulares una prestación normalmente a cargo de los poderes públicos. Por su parte, el constitucionalista italiano Gustavo Zagrebelsky –cuya opinión, en este punto, comparto– anota que en un Estado de derecho una de las primeras tareas del constitucionalismo es distinguir entre la ley -como regla establecida por el legislador- y los derechos humanos en tanto pretensiones subjetivas absolutas, válidas por sí mismas con independencia de la ley.
Dicho lo anterior, ¿es extraña la tesis de la Corte Suprema? El criterio que ha seguido es muy sencillo y se encuentra bien definido: el Estado –y también las ISAPRES– debe financiar el Spinraza: (1) si la vida del menor está en riesgo; (2) si el fármaco fue prescrito por el médico tratante; (3) si el profesional cuenta con la especialidad idónea para atender la enfermedad, y (4) si la familia no puede adquirir el medicamento.
El Tribunal Constitucional ha visto las cosas de manera similar. Ha sostenido que, como se lo exige la Constitución, el Estado debe velar por la vida de las personas (sentencias 796 y 220). Estos fallos son relevantes, toda vez que reiteran que el derecho a la vida, en tanto derecho económico, social y cultural, no puede depender de la disponibilidad presupuestaria.
En su libro “Las fronteras de la justicia”, Martha Nussbaum admite que el contractualismo –esa idea de que nos regimos por un pacto social–, es una de las grandes contribuciones de la filosofía política liberal a la tradición occidental, incluso en su versión corregida presentada por John Rawls. No obstante, identifica diversos problemas no resueltos por el contrato social, uno de los cuales es el dilema de la deficiencia y discapacidad. El contractualismo tradicional, argumenta, asume que el contrato social fue firmado por hombres, más o menos iguales en capacidad y talento y capaces de generar una actividad económica productiva, quienes excluyeron de la capacidad negociadora a los niños. Por ello, “No hay ninguna doctrina del contrato social, sin embargo, que incluya a las personas con graves deficiencias físicas y mentales”. Nussbaum se refiere a deficiencias físicas, incluyendo las enfermedades que ponen en riesgo la vida del paciente.
La Constitución garantiza el derecho a la vida y obliga a los tribunales a resolver los recursos de protección que se le presentan. Si existe privación, perturbación o amenaza a la garantía a la vida, es su deber otorgar la cautela urgente solicitada.
Los individuos, incluidos los menores –ellos, en especial–, tienen derecho a no sufrir discriminaciones en la protección de sus derechos en función de su posición social y el Estado debe respetar los derechos esenciales que emanan de su naturaleza humana. Es decir, no se trata de quién define las políticas públicas, sino de que la Constitución Política tenga aplicación directa para resolver los conflictos urgentes de las personas.
Hay algo de ingenuidad cuando el activismo judicial argumenta que en estos casos las Cortes definen políticas públicas. Todos los días los Tribunales deciden asuntos que inciden en políticas públicas: si se acepta una demanda por indemnización de perjuicios por la muerte de pasajeros que vuelan en un avión fiscal accidentado, si deciden si un proyecto inmobiliario puede construirse, si se pronuncian respecto de si determinado tipo de sociedades deben pagar patente municipal, si una construcción puede realizarse en un santuario de la naturaleza o si las ISAPRES pueden aumentar los precios de sus planes. Todas estas son todas decisiones que, en mayor o menor medida, tienen incidencia en las políticas públicas. Ignorarlo es una muestra de candidez, por eso sostengo que el activismo judicial es una doctrina de escritorio, pero no una doctrina de estrados. (Santiago, 9 septiembre 2020)