El profesor Norberto Bobbio identificaba la actual época histórica como “La era de los derechos fundamentales”, marcada por la importancia de su reconocimiento y protección en toda sociedad civilizada. Nuestra Carta Fundamental haciendo eco de lo mismo, precisamente por las experiencias de atropello a los derechos humanos, consagra dicha protección en su artículo 5°, inciso segundo, en términos que “El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.
Con ello, los derechos fundamentales configuran una unidad normativa con valor constitucional, independiente de las fuentes formales de donde emanen los mismos.
Así, el poder político queda subordinado a los derechos fundamentales bajo un concepto amplio, lo que de suyo resulta lógico si precisamente dicho poder político se origina a partir de un pacto social cuyo fin y sentido no es otro que la garantía de ciertos derechos básicos y universales de carácter individuales, sociales o colectivos centrados en la persona y su dignidad.
Desde allí otro autor como Luigi Ferrajoli, que hace poco visitó nuestro país, profundiza el rol de los derechos fundamentales en una democracia, sujetando el concepto mismo de tal sistema político al respeto y desarrollo de los derechos fundamentales, de suerte que una democracia que no se hace cargo de ellos carece de sentido. Es decir, una política que se ejerce a espaldas de los derechos fundamentales, ya sea vulnerándolos o impidiendo su realización, no es muy distinto a un gobierno de facto.
En efecto, la democracia como sistema de autogobierno exige un Estado de Derecho en donde el ejercicio de la política se subordine a los derechos fundamentales evitando con ello quedar presa de la discreción de los poderes de turno. Dirá este autor que los derechos fundamentales son para el poder político “la esfera de lo indecidible y también de lo que no puede dejar de ser decidido”. El poder político no solamente encontrará en los derechos fundamentales una tierra inviolable que limita su ejercicio, sino que también un conjunto de obligaciones y prestaciones sociales que debe cumplir para con las personas.
Paradojalmente dentro del conjunto de reformas constitucionales efectuadas a partir del año 1989, pocas y escasas han sido las modificaciones a la estructura original de los Derechos Fundamentales regulados en el Capitulo III de la Carta Fundamental. La mayor parte de las enmiendas a la Constitución han dicho relación con las llamadas reformas políticas a la democracia formal destinadas en síntesis a mejorar los procedimientos de representación y gobierno, pero sin mucha preocupación en aspectos sustanciales de la democracia que apunten al contenido de los derechos fundamentales y sus garantías.
Es más, el debate sobre la agenda pública de perfeccionamiento de la democracia aparentemente no innovaría sobre derechos fundamentales, sino que tendría su centro en aspectos formales también relevantes, pero insuficientes, tales como sistema electoral, diseño de distritos y circunscripciones, inscripción automática y voto voluntario, primarias, etc. Todas ellas importantes, pero que nada indican sobre el interés de los actores políticos en desarrollar otros aspectos centrales de la vida cívica. Esta realidad puede deberse a múltiples factores, desde que se considere innecesario innovar o profundizar en su diseño hasta que simplemente las fuerzas políticas no quieran o teman abrir una caja de Pandora. Sin embargo, si hay algo que enseña la historia de los derechos fundamentales a partir de la edad moderna, es que ellos son el fruto de demandas y luchas sociales que los pueblos libran frente al poder, en base a exigencias éticas y de justicia surgidas en un debate abierto.
Parte de esa historia es posible vislumbrar en la discusión sobre el derecho a la educación del artículo 19 N° 10, que como todo derecho social presenta un déficit en el conjunto de garantías que amparan su efectivo goce y ejercicio. Lo mismo puede decirse de los derechos de tercera generación, como por ejemplo los que corresponden a los usuarios y consumidores de bienes públicos o masivos.
Frente al debate sobre la democracia no pueden estar ausentes los derechos fundamentales y sus mecanismos de garantía, tutela y protección. De lo contrario, la institucionalidad ve menoscabada parte de las bases sobre la cual se construye una comunidad política, incubando el germen de su propia destrucción como bien lo demuestra nuestra historia.
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