En nuestra cultura occidental, siempre existieron dos formas de entender la Constitución política. Simplificando las cosas, una de ellas es la Constitución como programa político, el lugar donde se plasman de forma solemne los grandes objetivos políticos y sociales de la sociedad. Ese fue el sentido, por ejemplo, que se impuso en la cultura europeo-continental a partir de la Revolución Francesa.
El otro sentido es el del Common Law, principalmente en su vertiente norteamericana. Allí, la Constitución es un límite jurídico al poder, específicamente el poder de un régimen democrático. Los objetivos sociales y políticos son cosa del proceso político, pero la Constitución busca fundamentalmente que ese proceso político no vulnere ciertos límites, lo que se logra, entre otros mecanismos, con las declaraciones de derechos y los mecanismos de checks and balances. La estabilidad de la constitución norteamericana da cuenta del éxito de este enfoque.
Estas dos formas de entender la Constitución tuvieron y tienen consecuencias clarísimas en la historia política de Occidente. Una Constitución que se preocupa fundamentalmente de consagrar los grandes objetivos de la sociedad, pero no limita al poder político, tiende a seguirlo de manera más o menos sumisa, como anunció, precisamente, la propia historia constitucional europea. Ya en la Revolución Francesa, el paroxismo revolucionario se plasmó en tres constituciones en el plazo de cinco años. Desatado en nombre de la libertad, empero, dicho proceso histórico habría de terminar, trágicamente, con la toma del poder por Napoleón. En el siglo XX, a su vez, determinadas minorías políticas violentas, cumpliendo formalmente con la Constitución, habrían de hacerse con el poder en importantes países de Europa, a hombros de una mayoría democrática circunstancial. Esas mismas minorías, aplicando la fuerza del Estado en el logro de sus particulares objetivos políticos, fueron las que llevaron al Viejo Continente al horror de los totalitarismos previos a la Segunda Guerra Mundial.
Es por esto que, después de dicha conflagración, nuestra cultura jurídica europeo-continental debió aprender esta dolorosa lección de la historia: una Constitución, más que un documento sólo político, debe ser también un documento jurídico, sometido al control de un juez, sea del poder judicial ordinario, sea de un Tribunal Constitucional; y debe tener como función esencial la protección jurídica, de forma estable, de los derechos y libertades de las personas, contra los desvaríos de la democracia. Nada impide la consagración constitucional de determinados objetivos políticos o sociales; pero reglas como la separación de poderes, un catálogo de derechos fundamentales, o la necesidad de supermayorías para regular determinadas materias, debieron dejar de ser meras proclamas políticas, para transformarse en normas jurídicas de exigibilidad directa.
Eso nos lleva a una conclusión inescapable: desde luego, es claro que los impulsores de cualquier proceso revolucionario tenderán a preferir, siempre, una Constitución como documento principalmente político, sometido a los deseos del poder. Pero la función de una Constitución no es inclinarse a los dictados de la mayoría, o de una minoría empoderada. No es tampoco facilitar el trabajo de las autoridades políticas. La función de una Constitución es, precisamente, dificultar y limitar las competencias de esas autoridades, y controlar el entusiasmo y las pasiones de mayorías y minorías, para evitar que, en la persecución de cualquier objetivo político o social, por bien intencionado que sea, no se vulneren los derechos y libertades de las personas; en particular, de aquellas que, legítimamente, no están de acuerdo con esos objetivos.
¿Existen en este momento las condiciones sociales y políticas para que, en nombre de determinadas demandas sociales –cuya solución, cabe recordarlo, no depende del actual articulado constitucional ni es impedida por éste—, nuestro sistema político se permita apartar de un plumazo a una Carta Fundamental ciertamente perfectible, pero que probadamente ha dado estabilidad a nuestro país y un marco básico de respeto a los derechos fundamentales? Mientras no exista la suficiente paz social para discutir con calma y visión de futuro una nueva Constitución, y para asegurar la libre expresión de la ciudadanía (incluyendo, ciertamente, a aquellos que no están de acuerdo con este proceso), estimamos que no parecen dadas las condiciones mínimas para acometer un proceso que produzca una nueva Carta fundamental digna de tal nombre.
Por ello, no parece prudente dar por muerta, desde ya, a nuestra actual Constitución; no, al menos, mientras no se den las condiciones indispensables para una deliberación constituyente meditada, libre y realmente democrática. Desde luego, se trata hoy de una idea impopular, y la decisión final en esta materia no es sólo cuestión jurídica. Pero el jurista, que no toma la decisión final, sí puede aconsejar a quienes deben tomarla. En nuestra opinión, el Derecho constitucional, tal como el Derecho en general, no existen para validar opiniones populares, sino para imponer la razón en aquellos conflictos en que la preeminencia de la pasión, o el entusiasmo de la política, pueden producir abusos o injusticias. Una nueva Carta fundamental que no sea más que una veleta, destinada a legitimar y seguir los deseos de una mayoría desatada, o una minoría empoderada, no cumple con ese objetivo. (Santiago, 25 noviembre 2019)
Artículos de Opinión
¿Debe morir nuestra Constitución?
Es claro que los impulsores de cualquier proceso revolucionario tenderán a preferir, siempre, una Constitución como documento principalmente político, sometido a los deseos del poder. Pero la función de una Constitución no es inclinarse a los dictados de la mayoría, o de una minoría empoderada. La función de una Constitución es dificultar y limitar las competencias de las autoridades, y controlar el entusiasmo y las pasiones de mayorías y minorías, para evitar que se vulneren los derechos y libertades de las personas.