Artículos de Opinión

Constitución, Educación y Régimen Político.

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Transcurrido ya cierto tiempo desde que se iniciaron las protestas para mejorar la calidad de la educación, justo y necesario es aclarar algunos conceptos que han ido deambulando tanto en editoriales como en columnas de opinión en medios de comunicación escritos y por internet.
Producto de los –ya reconocidos por todos- problemas en la educación del país que se arrastran por largo tiempo, se ha dado un conjunto de protestas con escaladas de violencia inusitadas para un Estado Constitucional. En este conflicto se han creado algunos enemigos: estos son “el lucro”, “lo privado” y la ausencia de recursos que tiene el Estado para proveer a todos de una educación que permita a todos ser más libres y alcanzar cierta igualdad mínima.
Las soluciones  al tema han pasado por propuestas de modificación tributaria (a efecto de aumentar la carga impositiva), eliminación del lucro en las universidades (cuando lo que debería hacerse es tan solo cumplir la ley) y otras de diversa índole (Algunas de larga data, tal como la superintendencia de educación, consagrada en la CPE de 1925)
Pero luego otros sostuvieron que el problema era “de fondo”: en efecto, arguyeron que no están todas las fuerzas políticas representadas, que los acuerdos eran copulares, que el Congreso no era representativo, que existía una clara fatiga del régimen político y que debía “reformarse”.
Es decir, producto de los problemas en educación, para “mejorarla” debe cambiarse el régimen político del país, ello por supuesto se traduce en la creación de una asamblea constituyente y la reforma de la Constitución. En simple, un “enemigo” de la igualdad de oportunidades y de la excelencia educacional es la Constitución.
Se hace imperioso replicar todos y cada uno de estos puntos.
En primer lugar, no se colige que por haber problemas en un área importante para el desarrollo del país haya que modificar la Constitución para solucionarlo. Es claramente desproporcionado considerar ello. El problema es netamente de políticas públicas y de cumplimiento de la Ley, que da bastante medios de control al Ministerio correspondiente para supervisar.
Los “efectos colaterales” tampoco pueden ser imputables a la Constitución. No solo a la  aprobada por el pueblo chileno en 1980, sino que a ninguna Constitución en general. Los efectos colaterales se dan en razón que el Parlamento no ha defendido sus atribuciones constitucionales (especialmente la función de representación y de concurrir al proceso de formación de las leyes). En efecto, como el movimiento estudiantil tiene amplia aceptación popular, parece más lógico  apoyarlo desde las calles antes de realizar funciones legislativas. No deja de sorprender la pasividad parlamentaria, pues en un régimen presidencial lo lógico es que, si existen pocas atribuciones, al menos deben ser celosos en su resguardo. Sorprende además porque olvidan los parlamentarios que ellos tiene amplia legitimidad por ser electos (pues Chile es una república democrática), y por último deja estupefacto ya que la inacción parlamentaria (e incluso los llamados a plebiscito) nos llevan al camino de una democracia plebiscitaria, de típica raigambre latinoamericana y de pleno desprecio por las Instituciones políticas y propias de quienes promueven la inestabilidad social.
No está demás decir que las democracias plebiscitarias hacen perder el rumbo de lo que  pertenece a todos como comunidad, implican rechazar de plano todo límite infranqueable tanto a los regímenes políticos (como cuando se promueve la duración casi perpetua de sus representantes) como a los derechos fundamentales (suele haber en ellas extensas modificaciones al catálogo de derechos, propias incluso de leyes simples). Finalmente, porque quienes han liderado estas propuestas han hecho de la confusión de temas su norma invariable de conducta, aduciendo v.gr. que para mejorar la educación hay que aumentar impuestos, que debe “volver” el Estado de Chile a ser el dueño de la gran minería del cobre, que la calidad debe ser una exigencia constitucional, que la provisión de Educación solo debe ser de fondos públicos y que solo lo “público” garantiza calidad. Para ello –conclusión-se requiere una nueva Constitución.
Ante esta avalancha de ideas (que suele aumentar en la prensa cuando hay más protestas) debe recordarse que la tendencia latinoamericana es precisamente la que quieren algunos imponer en Chile (sin dudar, claro está, de las buenas intenciones).En el camino de la independencia, Hispanoamérica y el Caribe han tenido más de 200 cartas fundamentales, ¿Han tenido resultado? ¿Se han arraigado en los países que las aprueban? ¿Cómo han sido sus orígenes? ¿Se han motivado para reformas políticas, económicas, sociales o solo por la llegada de un nuevo gobierno?. La prudencia política obliga a llamar a no “latinoamericanizar” el debate sobre el régimen político y la Constitución. El país ha contado con 3 Constituciones que –más allá de sus dificultades iniciales- han sabido conjugar los intereses de buena parte de los nacionales, en ellas se trasluce la enseña del escudo nacional, ¡Y enhorabuena!. Arriesgarse a aventuras plebiscitarias por coyunturas que pueden ser solucionadas mediante leyes simples puede generar efectos más perniciosos. No debe olvidarse que las normas, a mayor su jerarquía, es mayor su abstracción, y ante aspiraciones como las que hemos escuchado por largo tiempo las respuestas normativas deben ser en extremo concretas.
Por último, me permito con humildad hacer llamado a sincerarnos. Muchos que  apoyan estas posturas de reforma constitucional no lo hacen por las supuestas “fatigas” del régimen político, sino que por no compartir principios o valores constitucionales que consagró el texto de 1980 (y mantenido con las grandes reformas de 1989 y 2005)  Ello debe ser sincerado, puesto que es perfectamente legítimo discutir sobre los alcances de la dignidad humana, el valor trascendente de la persona, su primacía natural sobre toda otra forma de sociedad artificial, la existencia del bien común, una soberanía limitada, la supremacía constitucional, la operatividad directa  de la Constitución, la nulidad como efecto a la infracción al principio de juridicidad, el respeto a las autonomías sociales, la libertad para emprender, para educar, enseñar y asociarse, etc. No hay problema alguno en oponerse a estos principios, pero hay que exponerlo, fundamentar y no camuflar supuestos problemas de representatividad o situaciones específicas que requieren soluciones en base a acuerdos, antes que lanzar a la borda una institucionalidad que ha costado bastante. 

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