La situación político-social en Venezuela, a partir de la convocatoria y elección de la Asamblea Nacional Constituyente, y de la relativización de los contenidos mínimos de la forma democrática de Gobierno, llama a algunas reflexiones a partir de los estándares internacionales en materia democrática y la teoría de la democracia.
Para valorar debidamente el contexto actual en Venezuela cabe tener presentes los siguientes elementos: a) la elección de la Asamblea Constituyente ha sido calificada de fraudulenta e ilegítima por la mayoría de los países de la comunidad internacional, ya que se realizó sin garantías democráticas ni supervisión internacional, en un marco de violencia que ha cobrado numerosas víctimas, sin la participación de la oposición (Declaración Conjunta de 12 Cancilleres reunidos en Lima, de 8 de agosto de 2017[1]); b) la existencia de un clima de represión política, que ya ha cobrado más de un centenar de víctimas, miles de detenidos y presos políticos, incluyendo la condena por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a la sustracción y encarcelamiento de los líderes opositores Leopoldo López y Antonio Ledezma[2] (comunicado del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos[3]); y c) la ruptura del Estado de Derecho, la separación de poderes, y los frenos y contrapesos, sin reconocimiento de legitimidad entre Ejecutivo y Legislativo, e irregularidades que han motivado incluso la intervención de los sistemas internacionales de protección de derechos, habiéndose otorgado una medida cautelar a favor de la Fiscal General por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos[4] (comunicado del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos y Declaración Conjunta de 12 Cancilleres reunidos en Lima, de 8 de agosto de 2017).
Cabe contrastar este contexto político-social con los estándares internacionales en materia democrática. Así, el artículo 3º de la Carta Democrática Interamericana, acordada en Lima por la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) el año 2001, señala que son elementos esenciales de la democracia “el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”. Esta definición resulta plenamente coherente con la acuñada por la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas (1999), en el sentido que la democracia involucra los siguientes aspectos: a) el derecho a la libertad de opinión y de expresión, de pensamiento, de conciencia y de religión, de asociación y de reunión pacificas; b) el derecho a la libertad de investigar y de recibir y difundir informaciones e ideas por cualquier medio de expresión; c) el imperio de la ley, incluida la protección jurídica de los derechos, intereses y seguridad personal de los ciudadanos y la equidad en la administración de la justicia, así como la independencia del Poder Judicial; d) el derecho al sufragio universal e igual, así como a procedimientos libres de votación y a elecciones periódicas libres; e) el derecho a la participación política, incluida la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos para presentarse como candidatos; f) instituciones de gobierno transparentes y responsables; entre otros aspectos.
A los estándares internacionales señalados se puede agregar una reflexión desde la teoría democrática. Dentro del paradigma de la democracia constitucional, para hablar de una democracia sustantiva no sólo se exige la legitimidad popular de origen. El compromiso con los límites efectivos al poder y el respeto de los derechos fundamentales son constitutivos del Estado de Derecho. Todo régimen político quiere para sí el prestigio de la democracia, pero el término no resiste cualquier estructuración del poder.
Para poder catalogar a un régimen de democracia se deben conjugar tres elementos interdependientes, que se refuerzan y complementan recíprocamente: elecciones periódicas, libres y justas; Estado de Derecho y separación de poderes; y respeto a todos los derechos fundamentales, incluidos los derechos políticos que permiten concurrir a la formación de la voluntad estatal. La ética democrática no consiste sólo en la consideración por las formas y procedimientos ni en un Gobierno que puede haber tenido un origen democrático, sino que va más allá, abarcando también el respeto por todas las instituciones que configuran y limitan el poder, y el respeto a la dignidad de todas y cada una de las personas. Aunque se puedan debatir sus alcances, hay elementos básicos o nucleares del Estado de Derecho sin los cuales un régimen político no puede ya calificarse de tal. Éstos se expresan ya en los albores del constitucionalismo, y quedan plasmados en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano: “Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución.”
A partir de los hechos conocidos, y ampliamente rechazados por la comunidad internacional, no es posible sostener que el contexto político-social de Venezuela cumpla con los estándares democráticos mínimos ni con los postulados básicos de la configuración del poder que exige el constitucionalismo. Situaciones como la de un poder judicial que se otorga competencias legislativas, la inexistencia de elecciones competitivas con garantías mínimas, y otras particularidades institucionales que se han conocido en el último tiempo no tienen precedentes en experiencias democráticas comparadas. La mera utilización del sufragio sin garantías básicas no puede dar lugar a una institucionalidad legítima. Una lección que chilenos y chilenas deberíamos saber por la experiencia de nuestra historia reciente. (Santiago, 10 agosto 2017)