En el debate sobre el aborto confluyen diversas visiones, desde la moral, la religión, la filosofía y el derecho. Políticamente, la circunstancia que la vida pueda estar a merced de terceros supone volver a un estado de guerra y peligro en que cada cual se transforma en enemigo para el hombre, quedando sujetos a la voluntad de otro para ser. Ello es aplicable a la vida en su conjunto como una unidad, en tanto la existencia humana es por naturaleza un continuo que comienza con la concepción y termina con la muerte. Así, resulta del todo atendible que la comunidad política defina como acuerdo básico de convivencia la circunstancia que la vida sea protegida, en cualquiera de sus etapas de desarrollo, por razones de sobrevivencia recíproca. Luego, la protección de la vida escapa en principio a la decisión de otros. Las sociedades, enfrentadas al dilema de la vida, optan en general por defenderla y solamente se abren a discutir su afectación por motivos graves y justificados, como por ejemplo la pena de muerte, la legítima defensa, la eutanasia, la guerra, el aborto, por citar algunos casos. Todas ellas situaciones de excepción y por lo mismo de derecho estricto.
La Constitución Política como expresión del pacto social se hace eco de lo anterior y en su artículo 19 N° 1 asegura a todas las personas el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, como asimismo impone a la ley el mandato de proteger la vida del que está nacer (nasciturus). Cierra este circulo los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos que también protegen el derecho a la vida, en general a partir de la concepción, con lo cual aseguran el valor de la vida, sin perjuicio de abrirse a que en particular existan excepciones. Nuestro Tribunal Constitucional, bajo este marco, en STC 740-07 sobre la píldora del día después, rechazó la distribución por decreto de este mecanismo de anticoncepción por su eventual efecto abortivo, en el entendido que el nasciturus es persona humana desde la concepción y en consecuencia goza del derecho a la vida a partir de dicho momento, privilegiándose así una interpretación constitucional favorable al desarrollo de la persona humana del nasciturus por sobre la autonomía de la mujer. De modo que el nasciturus tiene un conjunto de garantías pro nacimiento que otorgadas por el orden social permiten concretizar la existencia humana.
Sin embargo, de igual modo y con idéntica fuerza, este mismo orden social asegura esencialmente a la mujer su dignidad, libertad, vida, salud e integridad física y psíquica, todo ello conforme a los valores y principios que en el orden de los derechos fundamentales consagran los artículos 1° inciso primero y 19 N°s 1, 7, 9 y 26 de la Carta Fundamental. En consecuencia, el balance de derechos fundamentales que debe hacerse es consustancial a cualquier discusión sobre el aborto, debiendo en ella guardarse criterios de proporcionalidad que no impliquen una carga excesiva a la mujer, en el entendido que en principio debe dar a luz por mandato constitucional, pero que ello no significa un deber a todo evento, casi heroico, que vulnere esencialmente sus derechos fundamentales e impliquen someterla a una voluntad ajena, como si fuera una cosa, un objeto, esclava de las decisiones políticas, sin soberanía alguna sobre sí misma.
En efecto, como tuvo ocasión de señalar la Corte Constitucional Italiana en el año 1975, el derecho de la mujer a la salud, aunque sea sólo la psíquica, prevalece sobre el valor de la vida del feto. Por otra parte, enfrentados a situaciones de violación, peligro para la vida de la madre, feto inviable o malformación gravísima del feto, tampoco puede imponerse a la mujer el deber de dar a luz sin considerar su autonomía, de lo contrario simplemente la mujer pierde esencialmente todo derecho fundamental y dignidad básica, quedando reducida a nada más que un receptáculo, inerte.
En tal sentido, son pocas las ocasiones en que el Estado puede imponernos de un modo absoluto y contra nuestra voluntad un acto en que se nos utilice como un medio y no un fin en sí mismo, en que pasamos a ser un instrumento, incluso bajo riesgo de inmolarnos. Tal vez el único caso es bajo el estado de guerra en que debemos ir al frente de batalla se quiera o no, con destino a la muerte. Así, las personas no son instrumentales, como bien lo indica el imperativo Kantiano según el cual ninguna persona puede ser tratada como medio –aunque sea de procreación- para fines que no son suyos, sino sólo como fin en sí misma. Nuestra Carta Fundamental lo establece al asegurar la dignidad de la persona en su artículo 1° inciso primero y especialmente al consagrar en su inciso cuarto que el individuo es anterior y superior al Estado, estando este último al servicio de la persona humana, siendo la finalidad estatal promover el bien común con pleno respeto a los derechos fundamentales.
Lo anterior no implica una libertad absoluta de la mujer en relación al aborto, al menos en nuestro ordenamiento constitucional. Por el contrario, el artículo 19 N° 1 inciso segundo impone a la mujer el deber general de dar a luz, pero como la mujer tiene derechos fundamentales que pueden entrar en conflicto, no cabe sino ponderar, balancear los mismos, en particular frente a cada caso concreto.
Derecho a la vida del nasciturus, libertad, dignidad, vida, integridad y salud de la mujer se unen en un entramado vital. En efecto, tal como indica John Stuart Mill, en su libro sobre la libertad, “La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente. Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadírsele produciría perjuicio a otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano”.
En síntesis, nuestro ordenamiento constitucional reconoce y protege a estas dos entidades, al nasciturus y a la mujer, que por regla general actúan naturalmente de consuno, pero que bajo ciertas circunstancias pueden verse enfrentados el uno con el otro. Y enfrentados así, nuestra Carta Fundamental no resuelve el conflicto dando preeminencia a priori y abstractamente a uno sobre el otro. Y no lo puede hacer, salvo que se asuma que para estos efectos la mujer no existe en sí misma como sujeto, lo que evidentemente carece de toda razonabilidad tal como se ha expuesto.
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