Artículos de Opinión

Acerca de la sentencia del TC en materia del nombre de un proyecto de ley.

Con fecha 30 de agosto, el Tribunal Constitucional (TC) dictó la sentencia rol 2253-12, que resuelve la disputa constitucional sobre el alcance de la potestad para definir el nombre de una ley. La decisión del TC es problemática y llama a reflexionar sobre la importancia de la buena fe en el ejercicio de potestades públicas. En el caso en comento, se trataba de la Ley 20.595 que “Crea el Ingreso Ético Familiar que Establece Bonos y Transferencias Condicionadas para las Familias de Pobreza Extrema y Crea Subsidio al Empleo de la Mujer”, ahora confirmada en su denominación. (Véase relacionado)
El problema constitucional requería determinar si el decreto promulgatorio de una ley podía contener un nombre o título diverso al proyecto aprobado por las Cámaras del Congreso y remitido por oficio al Presidente de la República para efectos de la sanción, promulgación y publicación de la ley. Durante su tramitación, y tal como se consigna en el fallo del TC, se discutió en reiteradas oportunidades el nombre que debía darse a la ley (Véase Historia de la Ley 20.595). El mensaje original del Ejecutivo llevaba por título “Crea el Ingreso Ético Familiar”. Tal denominación fue criticada y cuestionada en el debate que se sostuvo en ambas Cámaras. El proyecto finalmente aprobado y remitido por oficio al Presidente tenía por nombre “Establece Bonos y Transferencias Condicionadas para las Familias de Pobreza Extrema y Crea Subsidio al Empleo de la Mujer.” Sin embargo, el Decreto Supremo que promulgó la ley consignaba otro título en el que se añade la expresión “Crea el Ingreso Ético Familiar”. La pregunta que debía resolver el TC era si el Presidente había promulgado un “texto diverso” al que habían aprobado las Cámaras del Congreso, en conformidad a lo dispuesto en el artículo 93 No. 8 de la Constitución.
La mayoría del TC –conformada por los Ministros Hernández, Peña, Vodanovic, Venegas y Aróstica– sancionó como conforme a la Constitución la conducta del Ejecutivo.  En términos resumidos, el TC entiende que la promulgación de la ley es una potestad discrecional del Presidente de la República (cons. 23º), que el nombre de la ley no tiene valor normativo, y que el título del decreto promulgatorio no es parte del contenido esencial de la ley, sino una mera formalidad que no se correlaciona con el texto del proyecto aprobada por las cámaras (cons. 24º).
El problema que surge de esta decisión es definir los límites de la potestad promulgatoria del Presidente de la República. El voto de mayoría prosigue, al respecto, en los considerandos 25º a 27º, donde explica que dentro de los límites para nominar leyes se debe aplicar un criterio de “autenticidad del contenido” entre título y ley (cons. 25º) y que la potestad debe sujetarse al “interés público” y a los “principios generales del derecho” (cons. 26º).
Pero la decisión va más allá: sostiene que el comportamiento del Presidente Piñera “lejos de ser caprichoso, revela una intencionalidad enderezada a provocar en los destinatarios de la norma una percepción de su alcance y sentido más allá de la realidad de su verídico y más acotado contenido” (cons. 27º). En otras palabras, la intención defrauda la confianza pública entre el nombre de la ley –definido en el decreto promulgatorio– y su contenido –consignado en el oficio que envió el Congreso al Presidente de la República–. El considerando concluye señalando que, en razón de los efectos que se ocasionan, tal práctica “amerita […] un claro y definido llamado de atención a la fórmula promulgatoria […] que no debería repetirse en el futuro, a fin de resguardar la pureza, transparencia y racionalidad del proceso legislativo en su conjunto, así como los principios de buena fe y deferencia razonada, que deben presidir las relaciones entre los órganos del Estado” (cons. 27, énfasis agregado).
Los Ministros Venegas y Aróstica se previenen expresamente de tales considerandos, sin dar razones. Con ello, el dictum de estos considerandos estaría respaldado por tres Ministros: Hernández, Peña y Vodanovic. Ello podría llevar a pensar que tal razonamiento no tiene relevancia práctica ni jurídica.
No obstante, si uno observa el voto de minoría, se da cuenta que los límites recién reseñados son fundamentales. Para la minoría –compuesta por los Ministros Bertelsen, Carmona, Viera-Gallo y García–, si el Congreso le asigna un determinado nombre a la ley, el Presidente “no puede modificar, alterar o dejar sin efecto la normativa” (cons. 8º del voto de minoría).  Según estos Ministros, no se puede separar el nombre del decreto promulgatorio del nombre de la ley, puesto que “la ley es identificada por el nombre del decreto que ordena su promulgación” (cons. 11º del voto de minoría). Ese es el efecto de seguridad jurídica que busca la promulgación: que la ley “no tenga dos nombres” y que la conducta del Ejecutivo alteró “la buena fe con que deben actuar siempre los órganos del Estado” (cons. 19º del voto de minoría, énfasis agregado).
Y aquí se produce una curiosa sincronía entre el voto de mayoría –salvo por los Ministros Venegas y Aróstica– y el de minoría: ambos representan al Ejecutivo haber faltado a la buena fe y a la seguridad jurídica (cons. 27º del voto de mayoría y cons. 19º de la minoría). Es decir, para efectos de contar los votos, siete Ministros del TC estiman que en este caso se faltó a la buena fe y sólo dos Ministros no concurren a tal apreciación –aunque no dan razones del por qué–.
Esta coincidencia es enigmática, puesto que dificulta reconocer la regla jurisprudencial que se deriva de la sentencia. La confluencia entre la mayoría y minoría de los Ministros nos dice que la potestad del Presidente está sujeta a límites y debe ejercerse conforme a la buena fe. Sólo dos Ministros no explican cuáles deberían ser los límites del poder promulgatorio del Presidente. Pero dos Ministros no constituyen –ni pueden constituir– la mayoría en este caso.
Si lo anterior es correcto, entonces debería seguirse un criterio simple: en el caso en que se haya discutido el nombre de la ley en el Congreso, la promulgación debe llevar el mismo título. Si el Presidente no comparte el nombre de la ley fijado por el Congreso, en vez de forzar un nombre propio vía decreto, debería vetar el proyecto (al menos en lo que respecta al nombre). De estad forma, se ejercen las potestades públicas de buena fe, se respeta la institucionalidad y evitamos leyes con dos nombres, como oficialmente aparece hoy en el texto de la Ley 20.595. Y ello sólo contribuye a disminuir la confianza y la fe pública en las instituciones.

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