La elaboración de un artículo científico es, sin duda, el trabajo más importante de quienes hemos abrazado la carrera académica. En tal sentido, el proceso de investigación sólo culmina con la publicación del trabajo desarrollado, como una cuestión natural que cierra un ciclo y, muchas veces, una materia. No se trata, por lo tanto, de una actividad inocua, sino llena de contenido, la cual debe cumplir, sin embargo, con aspectos formales que permitan su debida lectura y entendimiento.
Esta formalidad requiere de horas de trabajo extra que normalmente interrumpen el sueño de los colegas que destinan esas horas para completar los cánones formales, pero no sólo respecto de su propio trabajo, sino porque dichos aspectos son requeridos por los centros de publicación, tanto nacionales como internacionales. En efecto, cada trabajo terminado debe pasar por la lupa atenta de revisores, hoy llamados, pares evaluadores o, simplemente, árbitros.
Estos árbitros (sin diferencia de género, por cierto), plantean observaciones y realizan comentarios que, en algunos casos, llegan a ser notoriamente poco asertivos. En este sentido, una cosa es que un tercero revise gramaticalmente un trabajo, y otra distinta, es que la recree a su imagen y semejanza.
En esta columna, nos referiremos justamente a aquella actividad de arbitraje de trabajos publicables (normalmente no remunerada), cuya finalidad al parecer es ‘recrear’ trabajos que se ajusten a las creencias personales del técnico que llamaremos también, y coloquialmente, revisor sustantivo.
Lo primero que me pregunto es: ¿qué puede pasar por la cabeza de un revisor sustantivo para intentar recrear una idea que no es propia? El acento, claramente, está puesto en la actividad cerebral del sujeto, pues la psique no es lo que se afecta. Incluso, parece ser que leer un trabajo no propio, puede llegar a ser algo muy tedioso, por lo que la tentación de sacar apresuradamente la tarea se aparece como el evento que desata un episodio de corte sicótico.
No señalo que todos los revisores de conciencia (como también los quiero llamar, coloquialmente), no hagan un excelente trabajo de revisión formal y sustancial, porque en su mayoría lo hacen; sino a aquellos que se encuentran lamentablemente a cargo de las principales publicaciones de indexación de un país determinado (que puede o no ser Chile, claro está).
Y esto, mis estimados lectores, no se aplica solamente en los centros de publicación sino también en los organismos estatales que conceden gratia manus los recursos monetarios imprescindibles para realizar una investigación en este país.
¡Oh! ¿Pero acaso es necesario postular a estos fondos del Estado para realizar una buena investigación? La verdad es que no, y ahí está uno de los puntos más álgidos de la actividad científica: ¿a quién le interesan esos fondos? Por de pronto, a los investigadores no mucho, lo que emana del exiguo estipendio que se le entrega como incentivo. En algunos centros, el incentivo financiero extraordinario ni siquiera existe.
No olvidemos que los actuales mecenas suelen ser centros universitarios, fundaciones y otros organismos, tanto nacionales como internacionales, los cuales contratan investigadores para hacer de todo menos investigación. En efecto, la dedicación a quehaceres ajenos a la investigación suele perjudicar su calidad, a tal grado que los proyectos a los cuales alguien se puede abocar son extremadamente poco serios.
Y esto no es algo que sólo se encuentre en el ideario y en la mente de quien escribe, sino en una gran cantidad de aquellos que deben presentarse ante los que llamaré, coloquialmente, tiranos del arbitraje.
Lo peor, creo yo, es que estos organismos están conformados por los mismos sujetos que son miembros activos de los centros de investigación, de modo que las temáticas sustantivas se encuentran restringidas por la sapientia del grupo revisor; en una especie de silla musical científica. Por ello, digo que se trata también de un revisor de conciencia, porque nada obsta a que pueda expresar sus propias convicciones a los postulantes a recursos, o a quienes busquen sólo publicar sus trabajos.
¿Dónde está entonces el problema; la trampa? Por de pronto, me queda claro que todo el sistema gira en un solo sentido creando un círculo vicioso para nosotros; virtuoso para ellos.
De hecho, las universidades exigen a sus investigadores ‘producción científica’ (término que no es aplicable al ámbito de la investigación, pero que es muy utilizado), la que se elabora por lo general por algún profesional con grado académico (Licenciado, Magister, o Doctor). Luego, la universidad exige que el trabajo sea publicado en una revista o libro de divulgación, nacional o internacional, con indexación que traiga aparejado un real ‘impacto’ (otro término inadecuado, pues no se sabe contra qué, o quién el trabajo debe ‘impactar’).
Acá hay que pausar un momento, porque la mayoría de las revistas internacionales serias y con una larga tradición en el tiempo, no son indexadas. La indexación es un invento anglosajón de dudosa utilidad práctica, pues dichas revistas no son leídas por una gran cantidad de personas, a pesar de su gratuidad y disponibilidad en la red. Suele tratarse de publicaciones con muy poca venta o nula y que nadie, por consiguiente, adquiere.
¿Y para qué se requiere la indexación, entonces? Porque algo debe ganarse con ello. Nada se hace inocuamente. Bueno, lo que sucede es que, en virtud de esta indización, se obtiene un puntaje, el que luego sirve a los centros de investigación para obtener recursos financieros del Estado. Ese es el fin de la indexación: dinero, pero no para el que investiga.
Los investigadores se ven entonces agobiados por los requerimientos de los centros que los contratan, cuestión que redunda en una disminución en la calidad de los trabajos producidos; cuestión que aparentemente carece de importancia.
En fin.
Presentado entonces el artículo o monografía para su revisión asoman deficiencias formales propias del lenguaje y perfectamente entendibles y rectificables. La adecuación a los parámetros formales que requiere una publicación indexada puede ser (y de hecho lo es), muy tediosa, mas, es necesaria. Bueno, siempre y cuando no involucre cambiar el sentido ni los dichos propios del autor.
No se puede confundir el orden que debe existir en un trabajo con las expresiones propias del autor, y que obviamente, difieren de sujeto en sujeto. El orden es un aspecto formal que debe ser respetado, no hay duda, pero no de una forma absoluta. Ello, porque el orden tiene que ver con la estructura del trabajo, que, en definitiva, es la visión que tiene el autor de su propia obra. No es un capricho; es simplemente forma. Es, si se quiere, la forma de ser del autor plasmada en su obra.
Y aún en el peor de los casos, es la gramática la que puede dirigir nuestro quehacer en el sentido de establecer lineamientos claros que hagan posible la comprensión del texto. Y he aquí un aspecto interesante, pues ¿a quién le interesa comprender el texto? ¿Al revisor o al lector?
Es evidente a estas alturas que es al lector al que debe interesarle finalmente el entendimiento de un texto. Él es el que lo lee; ergo, lo entiende.
La cuestión es, entonces, ¿puede el revisor formal reestructurar un trabajo? Creo que sólo de manera que el trabajo mantenga la línea editorial deseada por el autor; que lleve desde el título hasta las conclusiones fácil y naturalmente; que exista la debida sintaxis entre sus partes; que la estructura sea adecuada al tema tratado (introducción, desarrollo, conclusiones); etc.
Sin embargo, cuando el revisor entra a ‘recrear’ tanto el orden como la sustantividad de lo expuesto por el autor, entonces, se cae en la arbitrariedad de conceptos, en una tiranía intelectiva, en una oligarquía de las ideas. Y ello, estimados lectores, atenta contra uno de los pilares del Liberalismo que es el de poder expresar libremente todas nuestras ideas. La civilización actual está construida sobre esos cimientos, y gracias a ellos, es que el ser humano ha logrado evolucionar cognitivamente.
¿Qué habría pasado con Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Becaria, con el mismo Kelsen o con Wittgenstein, con Claro Solar, inclusive; si un revisor de conciencia le hubiera negado la posibilidad de innovar y avanzar en la dogmática de lo jurídico?
El conocimiento no es un privilegio; no es un objeto de trueque; no es el tesoro de unos pocos y para unos pocos; es la delgada línea que nos separa de los primates.
Por ello, la tiranía de los arbitrajes debe terminar, dejando paso a la libertad científica. En ese estadio, es claro que las lealtades mal entendidas también deben dejar espacio a la meritocracia.
De la misma manera deben terminar los arbitrajes ciegos, pues es necesario que en un duelo intelectual los adversarios se conozcan y discutan con argumentos. Y ello, por cuanto el debate, finalmente, no puede dar paso a una lucha encarnizada entre oligarcas del conocimiento; entre los mismos de siempre.
Si no se trata de mejor forma a los autores por estos revisores sustantivos, la verdad es que el sistema colapsará naturalmente; pues no es posible que sujetos a quienes no se conoce, se transformen en dioses de un Olimpo cognitivo que no les pertenece. (Santiago, 16 marzo 2021)
Artículos de Opinión
La tiranía del arbitraje en los trabajos científicos.
Esta formalidad requiere de horas de trabajo extra que normalmente interrumpen el sueño de los colegas que destinan esas horas para completar los cánones formales, pero no sólo respecto de su propio trabajo, sino porque dichos aspectos son requeridos por los centros de publicación, tanto nacionales como internacionales.