En el origen de la actual Constitución Política hubo, sin duda, un «poder constituyente», originario, constituido por las propuestas de la Comisión Ortúzar y las del Consejo de Estado presidido por don Jorge Alessandri, luego aprobadas por la entonces Junta de Gobierno y mediante una discutida ratificación plebiscitaria
Ciertamente tal poder es cuestionable por razones de fondo y forma, pero, en definitiva, constituye un evento inamovible de nuestra historia. Chile, por lo demás, realistamente ha asumido como normativas válidas aquellas que, dictadas sin arreglo a la formalidad quebrantada, han tenido aplicación práctica. Textos constitucionales ilegítimos en su origen han sido legitimados por el ejercicio que se ha hecho de sus normas y lo mismo ocurrió con legislación dictada a fines de la década del veinte e inicios de la del treinta del siglo pasado y durante el pasado régimen militar.
En el ejercicio del mencionado «poder constituyente» el texto constitucional configuró, en la terminología del abate Sieyèz, un «poder constituido», derivativo, radicado en el Congreso Nacional y ejercible conforme las regulaciones allí dispuestas con arreglo a las cuales han sido aprobadas más de una cincuentena de reformas constitucionales.
La más relevante y significativa modificación se consagró, luego de ardua tramitación parlamentaria, en agosto del 2005, durante el gobierno de Ricardo Lagos, aprobada por ambas ramas y ratificada por el Congreso Pleno por 150 votos a favor, tres en contra y una abstención. Con todo, existe juicio creciente en cuanto a que existen urgentes enmiendas pendientes, entre ellas la sustitución del sistema electoral binominal, responsable de la crisis de representatividad que afecta a los órganos políticos de delegación popular.
Se estima conveniente, asimismo, rebajar los altos quórums para la aprobación de leyes fundamentales, así como la consagración de pronunciamientos plebiscitarios para determinadas materias, entre ellas las reformas constitucionales. Lo anterior configura una auténtica demanda ciudadana que debiera ser acogida responsablemente por todos los sectores políticos.
En definitiva, con idéntico estilo al aplicado en general para la recuperación democrática, pausada y constantemente se ha ido reformando el texto original de la Constitución Política vigente, eliminando la mayoría de los enclaves autoritarios incompatibles con la plenitud democrática, introduciendo enmiendas que con aprobación de la mayoría han terminado dotando al país de una aceptable Carta Fundamental que sistemáticamente establece las reglas que rigen la organización y funcionamiento del Estado y señalan los derechos y garantías de sus miembros.
Reiteradamente ha quedado demostrado que es posible modificar el texto constitucional haciendo operar el «poder parlamentario constituido», el cual, adicionalmente, puede arbitrar, en el despacho de las iniciativas que debata, instancias para hacer participar a quienes con responsabilidad quieran aportar ideas sobre las materias que se discutan. No es entonces necesario recurrir, como ahora se plantea, al establecimiento de «Asambleas Constituyentes» que, por su razón de ser, dictarían una nueva Constitución, desperdiciando tiempo y esfuerzos que debieran aplicarse a solucionar problemas concretos y apremiantes que no se resuelven con normas constitucionales, sino con voluntad política expresada en leyes y actos de autoridad.
Inevitablemente se desataría un debate principista, referido a cuestiones sobradamente despejadas en la institucionalidad vigente. Los llamados a asamblea no indican los aspectos concretos sobre los cuales se quiere innovar y todo se traduce en un propósito genéricamente destructivo que llevaría a fojas cero al contrato social que ha permitido el avance de Chile, cualquiera fuere el signo político de sus gobiernos. Pareciera que lo que se pretende es eliminar todo vestigio de ADN ideológico en la procedencia de la ley fundamental, aunque ahora ese legado del ancestro no es reconocible e importa poco y a muy pocos. Tal vez, también, alguien habrá interesado en cambiar e
l sistema de gobierno por uno parlamentario de lamentable recuerdo histórico.
Los «constituyentes» parecen considerar a la Constitución como una piedra en el zapato que les impide caminar hacia un futuro que sueñan promisorio. Sin embargo, retirar esa piedra del zapato pudiera significar dejarnos descalzos y, posiblemente, hasta sin leva.