Sr. Director:
La aspiración específica de cambiar el régimen presidencialista de la Constitución de 1980, convocó en su momento a destacados líderes de la derecha en los inicios de la Transición. Entonces, gente de Renovación Nacional, como el actual ministro y entonces senador Andrés Allamand, defendía entusiastamente la adopción de un sistema de gobierno parlamentario (contra la opción semipresidencial que primaba en los sectores concertacionistas). Incluso, en más de una ocasión durante nuestra frustrada Transición, RN bajo la dirección de Allamand anunció la formación de un gabinete en la sombra o fantasma al estilo inglés, con integrantes con nombre y apellido.
Con estos antecedentes, me parece que una clara opción por el fin del presidencialismo y el cambio de nuestro régimen político, podría ser el factor aglutinante de las diversas fuerzas políticas para la aprobación de una Constitución que nos una y no que nos divida como ocurre con la Constitución de 1980.
En la Constitución del Bicentenario, debiéramos optar por el régimen parlamentario de gobierno, que constituye el canon de la democracia y que, no obstante su origen europeo, funciona con éxito en los cinco continentes, con la sola excepción del régimen presidencial en los Estados Unidos y las malas copias de aquél en su patio trasero.
En un sistema de gobierno parlamentario -o uno semi presidencial en su defecto-, todos los ministros son responsables ante el Parlamento, incluido el Primer Ministro, que encabeza el Gabinete gobernante, y dicho Gobierno se mantiene en el poder en tanto la coalición que lo sustenta conserve la mayoría parlamentaria. En caso contrario, pasa a ser reemplazado por una nueva fuerza, aunque no se haya cumplido aún el período legislativo, de cuatro ó 5 años, que es el mismo del Gobierno, el que puede ser reelegido sin límites, al igual que los parlamentarios, en tanto conserven el apoyo de los electores. Pero ello ocurre en un sistema serio, con elecciones democráticas y competitivas, con ganadores y perdedores y no con mecanismos electorales antidemocráticos y fraudulentos, como nuestro binominal, diseñado para provocar un empate artificial y permanente al margen de la voluntad ciudadana (33%=66), con lo que la preferencia electoral de los ciudadanos se torna irrelevante y los parlamentarios tampoco requieren esforzarse mayormente en su desempeño en el Congreso, ya que saben que pueden conservar su cupo en tanto cuenten con el apoyo de los partidos que los designan. Se trata, en verdad, de un sistema de cuoteo por mitades de la representación parlamentaria entre las dos primeras fuerzas en disputa y con total exclusión de los demás. Esto implica el poder de veto de la minoría sobre la voluntad mayoritaria expresada en las urnas y el consecuente inmovilismo o consagración del statu quo institucional y político, previamente impuesto bajo un régimen de facto.
Finalmente, cabe destacar que una gran diferencia entre la nueva Constitución que se plantea y los cambios constitucionales habidos en el continente, estriba en que estos últimos han reforzado el presidencialismo, en tanto la opción constitucional que está surgiendo entre nuestras fuerzas políticas, representaría exactamente la opción contraria.
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