Es fácil imaginarlo de ese modo: El sacramento de la confesión consistiría en algo así como un espacio para que los delincuentes alardeen frente a un clérigo de los propios crímenes, mientras se deleitan con sorna en el manto de impunidad que concede una instancia como esa: tan sagrada, tan macabra. La confesión y su sigilo (conocido como “secreto de confesión”) serían, así, la guarida perfecta para el doblez y el encubrimiento. ¿Cómo la ley va a abstenerse de allanar esa guarida de ladrones?
Si eso fuera la confesión, efectivamente sería absurdo defender su sigilo esgrimiendo como argumento la necesidad de respetar la libertad religiosa. Y es que esta última no es un bolsillo de payaso en que quepa todo tipo de creencias y prácticas absurdas e injustas, incuestionables por el solo hecho de que alguien “las crea en conciencia”.
Sin embargo, el sacramento de la confesión nada tiene que ver con dicha caricatura. Los católicos reconocemos en él un signo sensible instituido por Jesucristo para el perdón de los pecados, al que hemos de aproximarnos, “sin trucos (…), con mansedumbre y con alegría, confiados y armados con aquella bendita vergüenza, la virtud del humilde que nos hace reconocernos como pecadores”, en palabras del Papa Francisco. La Iglesia llama a los creyentes a acercarnos al sacramento con un corazón contrito y un auténtico propósito de enmienda. Es por esto último que el sacerdote, cuando oye en confesión un pecado que es al mismo tiempo delito, debe incitar al penitente a reparar el daño causado y a entregarse a la justicia (que es distinto a denunciarlo él mismo, cosa que atentaría contra el propio sacramento, según veremos más adelante).
Teniendo claro qué es y qué no es el sacramento de la reconciliación, veamos algunas razones por las cuales sería injusto eliminar el sigilo sacramental. En primer lugar, una ley que elimina el secreto de confesión atenta contra la libertad religiosa, la cual incluye el derecho de las iglesias a determinar el contenido de su magisterio y a conducirse jurídicamente según el régimen que les es propio (Ley 19.638). Prohibir a un sacerdote guardar reserva de lo oído en confesión es desconocer su derecho (y deber) a ser consecuente con la fe que profesa, la cual respeta a toda costa la intimidad y confianza del penitente, sancionando con excomunión al ministro que viole el sigilo. En otras palabras, el Estado estaría poniendo a los confesores en la injusta disyuntiva entre la cárcel y la traición.
Segundo, de ser eliminado el secreto de confesión se elimina también la misma confesión: ¿quién querrá confesarse de algo sabiendo que puede ser acusado por ese sacerdote ante otras personas (incluso ante la Justicia, en los casos más graves)? La confesión pasaría a ser algo así como una autodenuncia (a veces social, a veces penal), pero mediada y burocrática. En particular, el penitente que ha cometido delito sabrá que si va donde su confesor, es posible que este lleve su caso a la justicia penal, por lo que probablemente optará por no ir a confesarse. “¿Y qué más da que las personas dejen de confesarse?”, es la pregunta obvia. Sí importa: nuestra Constitución Política, de hecho, considera la realización espiritual de la persona humana como parte esencial del bien común. Y para quienes profesamos la fe católica el sacramento de la reconciliación es eso: una parte indispensable y sagrada para la realización espiritual, porque restaura la amistad con Jesucristo y, así, la paz del alma.
Tercero, y vinculado con lo anterior, es necesario para la sanidad de las relaciones humanas y sociales que existan espacios de confianza inquebrantable y que las instituciones puedan dar fe de su rectitud. Y si esto es necesario en todas las instituciones, con mayor razón en aquellas que fueron pensadas como un espacio para desahogar el lado más oscuro de la intimidad. Para descender al abismo de las propias heridas y miserias ocultas, el ser humano necesita de un otro. Pero no de cualquier otro ni de cualquier lugar de encuentro con ese otro: se requieren espacios de incondicional confianza, pues la decisión de comunicar tan radicalmente el corazón se da precisamente en razón de ella.
De lo anterior tenemos mil ejemplos. Uno emblemático es la reserva de los testimonios recibidos por la Comisión Valech. Si bien en su momento la decisión de no hacer públicos los relatos causó escozor y recelo en algunas personas, hoy es claro que haber generado ese espacio de intimidad fue la única manera de conseguir que tanto víctimas como victimarios se decidieran a confesar lo vivido.
En fin, que hoy se quiera barrer con el secreto de confesión es comprensible pero injustificable. Se está buscando sangre: un chivo expiatorio que no da en el clavo del problema del abuso y encubrimiento eclasiásticos. Hay razones de sobra para que tanto católicos como no católicos reaccionemos con una mezcla de turbación, rabia y tristeza frente a los abusos al interior de la Iglesia. Sin embargo, si se actúa desde la sed de revancha, corremos el riesgo de lanzar dardos equivocados contra sacramentos y contenidos de la fe que no son en absoluto la fuente del problema. La condición de víctima (y el deseo de retribuir por propia mano el mal sufrido) puede nublar la vista, como intuyera magistralmente Dumas a través de Franz en El Conde de Montecristo: “—Pero —dijo Franz al conde— con esa teoría que le instituye en juez y verdugo de su propia causa, es difícil que usted se mantuviera en una medida en la que no escapara alguna vez del poder de la ley. El odio es ciego, la cólera nos aturde y quien escancia venganza en su vaso, corre el riesgo de beber un amargo brebaje”. (Santiago, 29 mayo 2019)
Abogada, Pontificia Universidad Católica de Chile.
Profesora de las Facultades de Derecho de la Universidad Finis Terrae y de la Universidad Católica.