Existe cierto temor –en gran medida justificado- en torno al aprovechamiento de los recursos naturales. En algunos casos, esta prevención se funda en su destrucción o en su merma –como ocurre mediando la intrusión de elementos contaminantes en ellos-; en otros casos, este recelo toma un cariz distinto, y tiene relación con su apropiación y dominio. Es decir, a quién pertenece tal o cuál recurso y, por ende, quién o quiénes tienen el derecho o la potestad para aprovecharlo o explotarlo a su arbitrio. La primera aprensión, encuentra acogida en la regulación medioambiental, la que alberga un complejo sistema normativo e institucional que pretende dar respuesta, a la vez que prevenir, el daño ambiental. La segunda cuestión, en cambio, radica en la capacidad del Estado para determinar –por medio de su potestad legislativa- el titular o dueño de ciertas cosas, con la finalidad de delimitar su uso, su goce y su aprovechamiento.
Este verano, hemos podido apreciar, tanto desde el borde lacustre como desde el borde costero o litoral, ciertas rencillas y disputas sobre el alcance de la propiedad privada de un predio; el uso público que confieren los bienes nacionales de uso público, como la ribera de un río o de un lago –pertenecientes a la nación toda-; y de la apropiación privada de las aguas de mar para llenar piscinas en sitios privados. Como vemos, en ninguno de estos casos el interés de los sujetos denunciantes ni de los reprochados se relaciona con la contaminación de los bienes. La controversia, más bien, se originó a partir de su “titularidad dominical”. Me referiré al último de estos casos, al régimen de apropiabilidad de las “aguas marinas”, cuestión que, aunque parezca absurda, no es tal, puesto que el mismo incidente y escarnio mediático de hoy -por llenar piscinas con aguas salobres-, enfrentarán mañana las plantas desaladoras para el riego y, tal vez, para el consumo humano, si pensamos que el agua del mar es escasa y es necesario declararla bien nacional de uso público.
Algunos dirán que el agua del mar y el agua terrestre es la misma, puesto que su composición química es idéntica –dos moléculas de hidrógeno y una de oxígeno-. Sin embargo, si bien esta afirmación puede ser muy útil para los científicos de las ciencias exactas, en lo que respecta a las ciencias sociales, ni el agua que fluye por un mismo río tiene el mismo valor, si éste se encuentra seccionado, puesto que, en situaciones de escasez, los titulares de derechos de la primera sección podrán ejercer su derecho en mejores condiciones que aquellos titulares aguas abajo.
Algo similar ocurre con las aguas dulces y las aguas del mar. Las primeras, son escasas y faltan. Por esta razón, el ordenamiento jurídico las hizo públicas, declarándolas bienes nacionales de uso público y concedió su aprovechamiento -uso y goce- privativo a los particulares originándoles derechos de aprovechamiento de aguas. Estos títulos, que en nuestro derecho se transan, son limitados: no pueden crearse más derechos que la disponibilidad de aguas existente en la fuente. Existe, en esta lógica, una necesidad jurídica y racional de no abandonar el recurso hídrico a la suerte o a la “tragedia de los [recursos[ comunes”, que daría con su ruina, y, por el contrario, de privatizarlo por medio de derechos subjetivos que, sumado a bajos costes de transacción (cuestión que en la práctica no ocurrió) originar un mercado de derechos de aprovechamiento con el objetivo de reasignar dichos títulos a sus usos de mayor valor, especialmente, en escenarios de sequía y de escasez. Esta es la lógica que aún persiste tras la consagración de las aguas como bienes nacionales de uso público. Y esto, es evidente, puesto que nuestra legislación de aguas no prioriza el uso y goce de las aguas para el consumo humanos y sólo a partir del año 2005, por medio de la reforma introducida mediante la ley 20.017, ha tenido ciertas consideraciones ambientales como el caudal ecológico y las reservas.
Las segundas, son cuantiosas y sobran. Aunque cada uno de los habitantes del mundo llenásemos una piscina con agua del mar, ésta no se agotaría, sino que, por el contrario, su sola extracción nos ahogaría. El ordenamiento jurídico simplemente prescinde de ellas: no las regula. ¿Qué utilidad se genera al crearle un dueño a las aguas del mar? ¿Cómo se fijan cuotas de agua de mar si no se puede –o es inútil- calcular su disponibilidad total? Basta chapucear, bañarse, ver a los pequeños sacar agua con un cubo del mar, para darse cuenta que no es necesario –y menos útil y menos aún óptimo- crear un nuevo servicio público que concesione derechos de aprovechamiento de agua marina para que sólo algunos –por medio de un remate, como ocurre con las aguas dulces- puedan optar a extraerlas para llenar sus piscinas o echar a andar sus fábricas. ¿Cuál es el afán de privatizar las aguas del mar?
Si volvemos al primer párrafo, nos daremos cuenta que toda esta arenga a la confusión radica en que lo que la sociedad busca no es que el Estado apadrine las aguas del mar (la segunda aprensión), sino que genere los mecanismos necesarios y suficientes para que quién explote las aguas del mar, lo haga cumpliendo los estándares normativos adecuados para evitar su contaminación y que su infracción conlleve las sanciones y las penas establecidas en el ordenamiento jurídico, es decir, que el Estado se haga cargo de nuestro primer y legítimo temor: que se vulnere el derecho a que las aguas del mar estén libres de contaminación. El remedio está en fortalecer las normas y las instituciones de fiscalización y de sanciones en materia medioambiental, no en meras declaraciones que serán sólo tinta en el papel. Dejemos que las aguas del mar sigan siendo un recurso desordenado, desregulado, inquieto, a veces furioso, lleno de vida e inspiración inagotable, pero para todos en común. (Santiago, 11 marzo 2019)