Ninguno era el dueño de casa, pero Donald Trump aprovechó sus 70 segundos de fama para mostrarse como el anfitrión y hacer ver a Kim Jong-un como “un joven” manejable. Al inicio de la bullada cita de Singapur, posando para la prensa, el mandatario estadounidense desplegó toda su artillería no verbal para mostrar superioridad. El saludo fue prácticamente un “gallito”, aprovechó sus centímetros de ventaja para mirar a su contraparte hacia abajo y después le guió a la sala de reuniones con la mano en el hombro, con evidente aire paternalista. Al ver la escena recordé al israelí Shimon Peres y el palestino Yasser Arafat en la cumbre en Camp David en el 2000: uno tomando al otro del hombro, negándose a entrar primero al salón, para no mostrarse débiles, con un incómodo Bill Clinton como anfitrión.
Pongo comillas cuando hablo de “joven” porque es la exacta manera en que Trump se refirió a Kim cuando era candidato a la presidencia, en enero de 2016: “¿Cuántos jóvenes asumen el control de estos duros generales así de repente? Es bastante increíble si te detienes a pensarlo”, dijo esa vez.
De estas señales se toman republicanos y demócratas para evaluar, o tratar de leer, lo que ocurrió esta semana en Singapur, porque es lo único a lo que el mundo tuvo acceso. El resto, lo que se habló en 4 horas a puertas cerradas, es misterio, salvo por los cuatro puntos que firmaron públicamente que hablan de trabajar hacia la completa desnuclearización de la península coreana y favorecer la paz duradera en la zona; además de recuperar restos de prisioneros de guerra desaparecidos en combate en la década del 50 y la repatriación de los ya identificados.
Trump quiere anotar un triunfo en materia internacional para revertir el complejo escenario que enfrenta puertas adentro, con la pérdida de apoyo de importantes figuras del partido republicano, tanto en la Casa Blanca como en el Congreso. Necesita mostrarse amigable, para que el líder norcoreano no desista, y a la vez fuerte para convencer al poder político estadounidense de que la relación que está instalando no relativiza las “exigencias morales” de Washington. Las señales que da para conseguirlo no son claras, porque el lenguaje corporal de poder, fue interpretado por algunos como amabilidad de padre.
Confusión es lo que más aportó la escena. Sumemos: un millonario acostumbrado a hacer las cosas a su antojo y el heredero de una dinastía totalitaria, estrechando sus manos y hablando de paz. Raro. Tan raro como todo lo que ocurrió en las horas previas, con el abogado de Trump, Rudolph Guilianni, diciendo Kim Jong-un “se arrodilló y suplicó” que la reunión se realizara; el mismo abogado que lo defiende por la acusación de tener sexo con una actriz porno y pagarle por guardar silencio, hablando de asuntos de política exterior a nombre del gobierno.
La guinda de la torta la puso el excéntrico Dennis Rodman… llorando a mares, emocionado como si ambos fuesen su familia. Lo de Trump, Kim y el astro de la NBA parece guion de Hollywood, pero la clave no está en el show (lo que se muestra), sino en los objetivos que cada uno llevó a la cita. De eso depende que el final del filme no sorprenda para mal. (Santiago, 13 junio 2018)