Siempre se sabe cuándo y cómo empieza una guerra. Lo que nadie puede adivinar es cuándo y cómo terminará, cuántas víctimas inocentes morirán en ella ni cuántos daños morales y físicos sufrirán por décadas los sobrevivientes.
De allí que la amenaza del Presidente Barack Obama de intervenir en la guerra civil desatada en Siria no sea una idea jurídica ni moralmente justificada.
En primer lugar, porque tanto EE.UU. como Siria son miembros de la ONU; y el Art. 2.4. de su Carta de San Francisco prescribe que “Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas”.
Es sabido, además, que el Consejo de Seguridad no respaldará ninguna acción bélica contra Siria debido al veto asegurado de Rusia y de China.
Por otra parte, los principales aliados de EE.UU. –el Reino Unido, Italia, y Alemania– han descartado su apoyo, sin el respaldo de la ONU, y Francia ha propiciado una solución política.
Al interior de los EE.UU., una encuesta Gallup reveló que el 68% de los encuestados rechaza dicha intervención; y apenas un 24% la apoya.
John Kerry ha dicho que el uso de armas químicas que se atribuye al Presidente Bashar Al Assad es “moralmente repudiable”. Es verdad; pero, ¿la guerra de represalia es moralmente recomendable? ¿Puede someterse a todo un pueblo a sufrir las consecuencias de un acto repudiable de su gobernante?
EE.UU. ha defendido siempre el principio de no intervención en los asuntos de otro Estado, que es una de las bases del Derecho Internacional americano. ¿Con qué fundamento puede ahora transgredirlo?
Pensemos que EE.UU. tiene 14 veces más población que Siria y posee un territorio donde Siria –del tamaño de Uruguay– cabe 53 veces. Dan ganas de decirle, como hacíamos cuando éramos niños, “¿por qué no te metes con uno de tu porte?”.
Finalmente, el Presidente Obama no debe olvidar que ha tenido la honra de ser el tercer Presidente de los EE.UU. –después de Theodore Roosevelt en 1906 y Woodrow Wilson en 1919– en recibir, el 2009, el Premio Nobel de la Paz. Sería moralmente deplorable que un Nobel de la Paz iniciara una guerra, contrariando los principios y preceptos de la Carta de la ONU y el sentido mismo del premio recibido.
Felizmente, Siria ha aceptado la propuesta de ceder su arsenal de armas químicas a la ONU y EE.UU. tiene allí la feliz oportunidad de dejar sin efecto su drástica amenaza, que tiene en suspenso a todo el Medio Oriente.
Ya lo dijo el Papa Francisco: “Jamás el uso de la violencia conduce a la paz”. (Santiago, 20 septiembre 2013)
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