“Lo que yo hice lo volvería a hacer”
Osvaldo Romo Mena.
Al haberse cumplido 40 años del Golpe Militar, y ver las espeluznantes imágenes televisivas de aquella época repletas de dolor y miedo, sumado a la gran cantidad de material historiográfico y periodístico que ha permitido arribar a esa terrible verdad que fue la represión política y la tortura, consideramos del todo necesario reflexionar en clave antropológica a partir del libro del escritor nacional Arturo Fontaine titulado “La Vida Doble”, obra que constituye una pieza digna de resaltar en nuestra abundante narrativa testimonial. Una obra que se sume en lo más profundo de las sombras que conforman aquella zona gris del ser humano. La historia es básicamente el relato sobre “Irene” o “Lorena”, combatiente de una agrupación de ultraizquierda denominada “Hacha Roja”. La historia se desarrolla en plena dictadura militar (sin precisar el autor en ningún momento de la obra que se trata de la dictadura del General Pinochet) y será en estos tiempos en que su vida sufrirá en carne propia el ser víctima de los servicios de seguridad del Régimen. Será detenida en un “enfrentamiento”, tomada prisionera y torturada brutalmente hasta conseguir su conversión en “informante”.
Interesante resulta entonces, rescatar de la obra el complejo universo de conceptos que conforman el laboratorio biopolítico en que fue convertido Chile durante la dictadura: tortura, traición, quiebre, derrota, humillación, trasgresión y obscenidad. En definitiva las prácticas del disciplinamiento autoritario presentes en el discurso cívico-militar y que recorren cada una de las páginas de la novela.
La protagonista nos recuerda las historias de Luz Arce, Marcia Merino y María Alicia Uribe, entre otras muchas mujeres que cargan con la ignominia de ser víctimas y victimarias del régimen. Irene es detenida y como tal sufre las primeras vejaciones corporales que producirán el quiebre buscando erradicar del hombre su humanidad. Será en la sesión de tortura donde la protagonista experimentará la metáfora médico-corporal del discurso dictatorial: “la extirpación del cáncer marxista”. Así, para justificar la aplastante acción militar frente al “caos” civil, el mal debía ser considerado “incurable”, de modo que no se viera otro remedio posible más que arrancarlo de raíz y apelar al drástico tratamiento de la eliminación quirúrgica del “tumor” que “enfermaba” al cuerpo nacional conformado por aquellos anti-chilenos (en oposición a los “verdaderos chilenos” o patriotas) partidarios de la unidad popular[1]
La protagonista será parte de esa lógica impositiva propia del lenguaje castrense y que inaugura nuestra modernidad latinoamericana rica en prácticas de sometimiento sobre un otro despersonalizado, vaciado de sí. Será en estos términos, en que la oposición binaria de Schmitt: “lo mismo” y lo “otro”, el “amigo” y el “enemigo” pasarán a ejercerse en la dinámica de “civilización” y “barbarie”. Cuando esta lógica se instala, ya es demasiado tarde, pues estamos ante la mitología militar fundacional y la ritualización de la tortura como una práctica de terror cotidiana. En este contexto, el régimen se servirá del hispanismo como dispositivo cultural de ofensiva ideológica, el que lo nutrirá de los argumentos escatológicos necesarios para legitimar la represión que vendrá y cuya primera manifestación será afirmada a través de la llamada “Declaración de principios de la Junta de Gobierno”. En ella, se rechazará a los partidos políticos entendidos como elementos disolventes de la unidad nacional, al comunismo como encarnación del mal, se enfatizará el restablecimiento del orden, y se identificará al socialismo con el caos, entre otras nociones cargadas de violencia fundadora, que tras el lenguaje de una concepción bélica de la política, desnaturalizará la identidad de la víctima, rebajándola a un nivel inferior al de lo humano, el del animal o el de un objeto. Así el efecto metafórico será producido por el sustantivo y ya no por el adjetivo.[2] Dicha declaración, recogerá una manera maniquea de concebir el mundo y la historia en donde la noción de destino, asociada a una visión trascendente de la historia, se opondrá a la liberación y, sobre todo, a revolución, pues concebirá el futuro como pura fatalidad. En este primigenio discurso dictatorial, el “destino” será fijado por la Providencia; es decir establecido y querido por Dios[3]. Este “occidentalismo metafísico”, por llamarlo de alguna manera, en que la sociedad “occidental y cristiana”, se presenta como un valor, o si se prefiere un conjunto de valores sobre los cuales se funda una noción de dignidad de la persona humana; es un “humanismo invertido”, absolutamente incompatible y del todo irreconciliable con el comunismo, el socialismo o cualquier discurso de corte progresista.
Ese “occidentalismo” nos permite aproximarnos a la esquizoide paradoja definitoria del régimen, al consagrar por una parte, y como principio fundente, la primacía y dignidad de la persona humana (señalando que es el Estado quien está a su servicio y no al revés), y por otro lado la necesidad de castigar a un sector de la población con el fin de infundir terror permitiendo así la futura instalación del nuevo modelo económico imperante.[4] Para ello, recurrirán a la tortura y la desaparición forzada como las principales prácticas y políticas oficiales del Estado. Tortura y desaparición como pilares fundantes de un universo crístico marcado por la espada, la cruz y el mesianismo que nos muestra la otra cara de ese estado desdoblado, subterráneo, paralelo que bajo la dinámica ritual de la triada: arresto/interrogatorio/tortura, producirá cuerpos carentes de identidades, de redes sociales, en definitiva de lealtades.[5] La tortura se transformará por tanto, en el dispositivo por excelencia de regimentación y disciplinamiento de cuerpos y almas para ese Chile que “vuelve a nacer”. Su poder se manifestará en el éxito regulador, en su poder homogeneizante de la vida cotidiana. De esta forma, la tortura no será ya entendida como simple método de obtención de información y confesión de hechos, será un ritual de retorno a ese estadio pre lingüístico en que el hombre se vuelve bestia y ya no logra comunicarse mediante el habla. Su lenguaje será el Grito.[6] Es la reducción total a una nuda vida despojada de las vestimentas, donde sus cuerpos desnudos ya no les pertenecen, no son más que pura materialidad, son cuerpos carentes de individualidad, reducidos a pura biología despojada de su humanidad, carne al servicio de la experimentación biopolítica[7] y que el autor retrata brutalmente en las primeras páginas del libro, en donde la protagonista “Lorena” reflexiona “Pasan los días que son noches y se unen a noches que son noches. Soy un animal que declina aceleradamente reducido a deseos mínimos: que no me castiguen con un golpe o un insulto más, o quitándome el plato de sopa, la almohada o la colchoneta (…)”. En esta fase el torturado se encuentra sobrepasado y ya no es capaz de encontrar refugio en una ideología, ni mucho menos en su rol de “combatiente”. Se produce lo que algunos autores llaman “la demolición”, es decir, la sumisión total y alianza con el enemigo-torturador.[8]
Ahora bien, el dolor intenso aplicado con eficiencia técnica, da múltiples ofertas (nótese el concepto liberal-económico empleado) de escape que se entregan al torturado forzándolo a una metamorfosis simbólica de su yo en un otro, y es precisamente aquí donde se nos muestra el segundo gran elemento retratado durante toda la obra: La traición, ese signo de tránsito, de cruce violento, que tras un vínculo amoroso entre la víctima y el torturador le permite establecer una nueva sociedad o contrato que le posibilita, con mayor facilidad, la negación del lugar primigenio de su identidad, pues al confesar, delatar, informar, el torturado reconoce en el otro, su torturador, a su dueño como poseedor de lo último que le pertenecía como propio: la palabra. Este verdadero “levisianismo invertido”[9] transformará la palabra confesada en la palabra del torturador.[10] Y esta figura femenina –traidora es bien conocida en nuestra historia. Es la malinche[11], indígena azteca conocedora de más de una lengua y compañera de Hernán Cortés, que aprendiendo el lenguaje del invasor se hace conocida como su amante, al igual que la protagonista con su torturador en una clara similitud entre Luz Arce y el represor de la DINA Rolf Wenderoht[12]. Es una informante, una colaboradora, un objeto de intercambio, sin el cual la conquista de América jamás se habría llevado acabo y paralelamente la lucha contra la subversión tampoco habría sido del todo exitosa para las fuerzas de seguridad. Será liberada como un puro objeto de intermediación de relatos entre represores y guerrilleros[13]. Lo anterior queda retratado en un dialogo del capítulo 43 del texto en que se hace una expresa referencia por parte del autor a este personaje, paradigma de hibridez y alteridad: “¿Adónde vái Malinche? A caracterizaciones. ¿Y? ¿Por qué? ¿Te llamaron a un operativo?”. Y a mayor abundamiento, en el capítulo 30 se señala: “Fíjate tú que el Dante pone a los traidores [el énfasis con negritas es nuestro] en el último círculo del infierno. Las lágrimas se le congelan como una visera sobre los ojos, lo que les impide llorar y su angustia entonces aumenta acumulándose sin cesar. Sus almas llegan ahí aunque sus cuerpos todavía sigan en el mundo. Un demonio los gobierna en la tierra mientras viven. Pero el infierno comenzó para ellos no el día de la muerte, sino el de la traición.”[14]
De esta manera, la reflexión sobre la tortura y la traición, constituyen una pieza clave y obligada en la constante lucha simbólica por la construcción democrática de la memoria reciente de nuestro oscuro pasado dictatorial, pero también de nuestra inacabada transición política[15] que, mediante sus dispositivos oficiales de consenso, se ha encargado de atenuar las marcas de la violencia política borrando lo abyecto y espurio del pasado de la dictadura a favor de una memoria fetiche fundada en la falacia de unión de todos los chilenos, logrando así, un perfecto trabajo de oficialización jurídica de la institucionalidad otorgada por lo militares y eficientemente administrada por la clase política de la transición[16] garantizando de esta forma la reproductibilidad de las políticas modernizadoras del régimen.
Finalmente, y modo de conclusión provisional, consideramos que esta obra, (que en principio podría ser reconocida como una generosa identificación con ese otro deshumanizado = el torturado-informante) envuelve la paradoja de ser considerada como una obscenidad moral,[17] ya que se le da voz a aquellas mujeres-colaboradoras que de una forma u otra terminaron siendo parte de esa enorme máquina de trituración de cuerpos que fue la dictadura. De esta manera, el autor a través de su protagonista hace suyo, al igual que Luz Arce, el discurso oficial de la reconciliación -entendida ésta como una ficción política-, empleándolo para resolver narrativamente la culpa de su elaboración. Ese discurso, las constantes reflexiones culposas de la protagonista, la narración en forma de confesión que tras el desvelo de un secreto (su oscuro pasado como informante) no hace más que buscar el perdón exculpante de aquello que supera los límites del mismo perdón. En definitiva no son más que un mecanismo, muy bien ideado, para decir en el fondo: fueron ellos, no yo, los culpables de todo lo que fue y se hizo. (Santiago, 17 septiembre 2013)
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[1] En el mismo sentido, Elizabeth Lira, para quién “La amenaza de las ideas foráneas sobre las relaciones sociales y políticas había sido descrita con frecuencia como gérmenes, gangrena, virus, o cáncer, según las preferencias y momentos históricos, señalando que enfermaban al cuerpo social y que debían ser eliminadas, haciendo referencia a las ideas liberales, anarquistas, socialistas, marxistas, y otras que habían sido importadas para desquiciar al país.” Las resistencias de la Memoria. Olvidos jurídicos y memorias sociales. En El Estado y La Memoria. Gobiernos ciudadanos frente a los traumas de la historia. Richard Vinyes. (Ed.) R.B.A libros, España, 2009, pág. 80. Y Cecilia Sánchez, El cuerpo mórbido de Chile en la consulta del médico. En Escenas del Cuerpo Escindido. Ensayos cruzados de filosofía, literatura y arte. Universidad Arcis/ Editorial Cuarto Propio, Chile, año 2005, pág. 57.
[2] Yves Ternon, El Estado Criminal. Los Genocidios del Siglo XX. Editorial Península, Año 1995, España, pág. 95.
[3] En este sentido Humberto Lagos Schuffeneger, para quién “La acción golpista, en el lenguaje discursivo del General Pinochet, fue la respuesta de Dios (supuestamente el Jehová bíblico) a un pueblo creyente que clamaba angustiado por un “salvador”. El, entonces, jefe de la Junta de Gobierno, en 1974, informaba al pueblo expectante: “Ustedes saben que el pueblo oraba por su salvación y que hoy se siente libre y apartado del mal” para más adelante agregar: “La fe y la esperanza son los mejores caminos para llegar a Dios y hoy los chilenos los recorren con alegría y confianza en su destino” [el destacado es nuestro]. El general Pinochet y el mesianismo político. Editorial Lom, Chile, año 2001, pág. 22 y 23.
[4] En este sentido Tomás Moulián, Chile Actual. Anatomía de un Mito, Editorial Lom, 1997, Norbert Lechner, Los patios interiores de la democracia, subjetividad y política. Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1990 y Manuel Guerrero Antequera, para quién “El primer disciplinamiento lo lleva a cabo la dictadura por medio del dispositivo del terror, y estaba orientado principalmente al disciplinamiento de la fuerza de trabajo, de manera que esta adhiriera al modelo económico”. En Democratización chilena y control social: L a transición del encierro. Dialectos en transición. Política y subjetividad en el Chile actual, Mauro Salazar/ Miguel Valderrama. (Compiladores). Editorial Lom, Chile, 2000, pág. 148.
[5] En la modernidad del autoritarismo latinoamericano, la tortura como practica de refundación y reeducación será la indicación más clara de que la víctima se encuentra entregada al poder arrollador sobre el cual se descarga toda la potencia del castigo estatal sin resguardo alguno, ya que su lógica descansa en el llamado “paralelismo global”, vale decir un paralelismo entre dos órdenes normativos y fácticos, uno público y otro secreto y que será el rasgo fundamental de las Dictaduras de Seguridad Nacional y del Terrorismo de Estado. Para un mayor análisis del concepto, ver Emilio F. Mignone y Augusto Conte McDonnell, Estrategia represiva de la dictadura militar. “La doctrina del paralelismo Global”, Ediciones Colihue, Argentina, Año 2006.
[6] En similar sentido Nelly Richard para quien “el silencio (la tenaz negativa a pronunciar sonidos) y el grito (la trituración física del molde locutorio del habla) son dos expresiones de la tortura que desafían la ley de articulación fonética del sentido. El silencio y el grito son lo que precede y también excede la formulación hablada del “primer nombre”, cuya entrega bajo tortura permitiría suspender temporalmente el castigo aplicado sobre el cuerpo del torturado. El silencio y el grito son dos formas de no-palabra: son las manifestaciones inutilizables cuya resistencia controlada o salvaje deberá ser convertida a la fuerza por el torturador en palabra utilizable. La confesión hablada será el victorioso trofeo del afrontamiento entre un cuerpo dañado e inservible y el dispositivo de la crueldad que terminará arrancándole al torturado una palabra finalmente útil.” Nelly Richard, Critica de la Memoria (1990- 2010) Ediciones Universidad Diego Portales, Colección Huellas, año 2010, pág. 110.
[7] En este sentido, Raquel Olea, para quién “ Desde el primer día de su ejercicio, la dictadura chilena utilizará un lenguaje constituido por gritos, golpes, agresión física, vejaciones y humillaciones corporales, clausura de la palabra y la mirada del otro; encapuchamiento, vendaje sobre los ojos y mordazas en la boca, acallamiento y sometimiento del cuerpo a privaciones o exacerbaciones sensoriales insoportables. Traducciones todas del sistema de signos que organizan la transmisión del poder total.” En Cuerpo, memoria y escritura. Pensar en/La Postdictadura. Nelly Richard Y Alberto Moreiras/ Editores. Editorial Cuarto Propio, Chile, Año2001, pág. 203.
[8] Hernán Vidal lo describe brillantemente cuando nos advierte que: “Sentirse expulsado de la civilización es quizá la reacción más primitiva ante la derrota en la sesión de tortura. Implica imaginar que uno ya no pertenece al espacio de la vida, que uno es materia inerte, muerta, disponible. Analógicamente el torturado se ha metamorfoseado en detrito fecal, viscoso, de todo un procedimiento digestivo (“esta cagado” es la descripción más común). El torturado parece complementar voluntariamente en su psiquis la tarea del torturador cooperando con su propio asesinato simbólico. En términos lingüísticos, la significación y la comunicación han quedado interrumpidas por que el cuerpo ahora actúa como significado resbaladizo, mercúrico, arrastrado y dejándose llevar, por marejadas de significantes psicológicos e ideológicos confusos, distorsionados, crípticos, herméticos, inestables”. Chile Poética de la tortura política. Mosquito Editores, Chile, año 2000, pág. 181.
[9] Expresión que empleo en una clara referencia al filósofo judío Emmanuel Levinas.
[10] En similar sentido David Le Breton para quien “la confesión del sufrimiento es difícil por que conlleva reconocer el éxito del torturador”. Dolor y tortura: la fracturación de sí .Revista Actuel Marx. Intervenciones N°9/ Primer semestre 2010. Cuerpos Contemporáneos: nuevas prácticas, antiguos retos, otras pasiones.
[11] Para una mayor aproximación a este personaje de nuestra identidad latinoamericana, indispensable se hace la consulta del clásico mexicano Octavio Paz, El laberinto de la Soledad, en especial el capítulo IV, titulado Los hijos de la Malinche. También Jean Franco, en Marcar diferencias, cruzar fronteras. Ensayos, en especial La Malinche: de don a contrato sexual Editorial Cuarto Propio, Chile, Año 1996.
[12] Para mayores referencias sobre esta perturbadora relación ver: Prismas de la Memoria: narración y trauma en la transición chilena. Michael J. Lazzara. Editorial Cuarto Propio. Chile, Año 2007.
[13] En similar sentido Michael Lazzara. Luz Arce: después del infierno. Editorial Cuarto Propio, Chile, Año 2008, quien se refiere a estas mujeres como “las malinches chilenas del colaboracionismo”.
[14] Nelly Richard se pregunta “¿Cuáles son las primeras renuncias y entregas que convierten a Luz Arce y Marcia Merino en traidoras: la delación del primer nombre bajo tortura, el haber aceptado después ser oficial de la DINA a cambio de una promesa de libertad, o bien sus repetidos esfuerzos cómplices para ser posteriormente aceptadas y reconocidas por la Jerarquía del poder militar? Los contornos que acusan y disfrazan el perfil de la traición [el destacado es nuestro], son ellos mismos traicioneros”. Y agrega “La figura de la traición no posee un trazado nítido sino que mezcla fronteras que se desdibujan y se redibujan en tortuosas regiones de la conciencia y del juicio, contagiándonos con sus incertezas. Al perdonar la traición, ¿no estaremos traicionando la memoria de los que murieron delatados por estas autoras confesas? Ob. Cit, pág. 103. Y agrega: “La figura de la traición, respaldada por la mitología negativa de la traidora, proyecta efectos de malestar en el mundo de los sobrevivientes del drama porque los lleva a preguntarse dónde comienza y dónde termina la condición de “víctima”, haciendo pasar estas definiciones por la “zona gris” (Primo Levi) que, borrosamente, media entre la resistencia, la colaboración, la entrega, el silencio y la complicidad pasiva o activa.”Ob.cit pág. 76.
[15] Entendido como un “artefacto-institucional que racionalizó el tránsito entre dos tiempos, según el verosímil de ajustes y reconversiones fijado por el plebiscito de 1988 que marca un antes y un después en el reanudamiento de la normalidad democrática. La palabra transición da cuenta de este controlado proceso de regulación del cambio político y social que ordenó el camino d redemocratización según una recta optimista de avances y progresos en la recuperación de las libertades y, sobre todo, en el cultivo del bienestar.” Ob. Cit. pág. 38 y 39.
[16] Lo que Nelly Richard llama con justa ironía, “Democracia de los acuerdos” que “hizo del consenso su garantía normativa, su clave operacional, su ideología desideologizante, su rito institucional, su trofeo discursivo.”
[17] Podríamos igualar la cruda narrativa de esta novela con Romo; confesiones de un torturador de la periodista Nancy Guzmán en que beneficiándose de la espectacularidad de su morboso y sádico relato y descripciones de las torturas aplicadas a prisioneros se corre el riesgo de dejar sin protección y vulnerables el pudor de las víctimas, volviendo a desnudar aquellos cuerpos que fueron maltratados, contribuyendo a lo que Richard llama una “fantasmática de lo obsceno”.