La imparcialidad de los jueces es la piedra angular sobre la que reposa el principio del debido proceso judicial, aplicable a toda clase de conflictos sometidos al conocimiento de nuestra administración de justicia.
Cuando esa imparcialidad -esencialmente requerida- se ha perdido o se encuentra severamente dañada, por cualquier motivo serio, objetivo o subjetivo, directo o indirecto, todos los demás elementos que integran el principio del debido proceso no son más que meras formalidades que, aún en los casos en que se encuentren aparentemente cumplidos, solo contribuyen a esconder un vicio sin solución respecto de toda verdadera noción de justicia.
En nuestro ordenamiento constitucional, todas las opiniones coinciden señalando que el principio del debido proceso se encuentra comprendido entre las garantías aseguradas por el artículo 19 numeral 3, más aquellas que emanan de las bases de nuestra institucionalidad y, con más, los tratados internacionales que nuestro Estado ha suscrito, incorporándolos a nuestra legislación interna con plena y directa aplicación de sus disposiciones.
Debe reconocerse, sin embargo, que nuestra actual Constitución padece en este punto de un grave defecto: la redacción que ofrece el actual numeral tercero de la disposición sobre derechos y deberes constitucionales, posee un corto alcance, carente de precisión, que de modo alguno podría conceder satisfacción a la recta doctrina universal sobre el principio del debido proceso.
De hecho, cuanto señala la norma a estos respectos es únicamente lo siguiente: «Toda sentencia de un órgano que ejerza jurisdicción debe fundarse en un proceso previo legalmente tramitado. Corresponderá al legislador establecer siempre las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y justos”.
En lo que corresponde al principio de imparcialidad de los jueces como elemento esencial del debido proceso, preciso es considerar, por otra parte, el capítulo de nuestra Constitución dedicado al Poder Judicial y, de un modo especial, aquellas normas que dicen relación con la efectiva separación de los Poderes del Estado. Porque es un hecho cierto y objetivo que, donde no existe una real separación entre los diferentes Poderes, la imparcialidad de los jueces (por grande que sea el empeño que éstos coloquen en el resguardo de sus fueros) se encontrará siempre en situación de permanentes y graves riesgos y peligros.
Entre nosotros -los chilenos- el tema del «debido proceso» se ha incorporado como legislación positiva más en razón del derecho internacional comprometido por nuestro Estado que no en razón de nuestro orden constitucional propiamente nacional.
La doctrina elaborada y la evolución de nuestra jurisprudencia han seguido progresivamente las normas internacionales contenidas en el artículo 26 de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre; en el artículo 14 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos; en los artículos 8 y 9 de la Convención Americana de Derechos Humanos (Garantías Judiciales y Principio de legalidad y retroactividad); en cambio, el texto constitucional y la legislación nacional, han permanecido relativamente ajenas a dicha evolución.
Con lejana distancia e irregularidad se ha reconocido en ciertos casos la competencia de la Corte Interamericana para conocer en todos los casos relativos a la protección de los derechos humanos. Nuestra jurisprudencia ha avanzado en cuanto a la aplicación de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), asumiendo gradualmente las obligaciones contraídas por nuestro Estado en los tratados internacionales de Derechos Humanos incorporados con jerarquía constitucional y de cuya infracción se sigue una responsabilidad internacional del Estado, lo que hasta ahora ha sido una corta y relativa experiencia.
Si, como razonablemente sostiene el Profesor Luis Ortiz Quiroga[1], «la garantía procesal más importante es aquélla que dice relación con el derecho de todos los ciudadanos a la tutela judicial, en el marco de un procedimiento legítimo… porque … sin proceso debido no hay seguridad jurídica, la que implica, de manera irreductiblemente conjunta, la suma de los principios de certeza, legalidad, jerarquía, publicidad e interdicción de la arbitrariedad, única manera de impulsar y cumplir con los valores que persigue toda sociedad civilizada: libertad, igualdad, justicia y orden»… podríamos agregar nosotros que, dentro de dicha garantía, ninguno de sus elementos posee una importancia y trascendencia más significativa que el de la objetiva imparcialidad de los jueces.
En abono de lo anterior puede considerarse lo expresado por Ferrajoli: «la imparcialidad del juzgador puede ser definida como la ausencia de prejuicios o intereses de éste frente al caso que debe decidir, tanto en relación a las partes como a la materia. Es indispensable para que se garantice la ajenidad del juez a los dos intereses contrapuestos…Esta imparcialidad del juez respecto de los fines perseguidos por las partes debe ser tanto personal como institucional»[2]
Roxin, por su parte, lo ha expresado de este modo: «Un juez que no está ya excluido de pleno derecho, puede ser recusado por temor de parcialidad, cuando exista una razón que sea adecuada para justificar la desconfianza sobre su imparcialidad…Para esto no se exige que él realmente sea parcial, antes bien, alcanza con que pueda introducirse la sospecha de ello según una valoración, razonable».
Gómez Colomer ha escrito: “…la imparcialidad o neutralidad del juzgador se define, precisamente, en relación con la ausencia de conocimientos previos sobre el caso, de manera que la audiencia del debate cumpla sus fines naturales; se observa que un juez que conozca el caso de antemano, es, al menos potencialmente, un juez con prejuicios, sospechoso de parcialidad, interpretación sostenida por varias sentencias de tribunales internacionales”[3] y [4]
Gómez Colomer ha agregado: «la ley no exige certeza, sino temor de parcialidad, señalando que la jurisprudencia alemana ha ido perfilando los casos en que existe temor de parcialidad, dada la amplitud de motivo, fundado normalmente en actitudes personales del Juez durante la práctica de actos procesales, negándolo en otros».
La separación de la función de investigar y de juzgar ha sido, entre nosotros, una importante contribución al aseguramiento del debido proceso, experimentada hace pocos años, aún cuando todavía subsiste un número determinado de procedimientos sujetos al viejo procedimiento que todos hemos considerado viciado y que afectan, únicamente, a una cierta categoría de personas, sin que los mismos comprometidos por tal aberración hayan formulado mayores reproches. En principio, hoy los fiscales no pueden realizar actos propiamente jurisdiccionales y los jueces no pueden realizar actos de investigación que impliquen el impulso de la persecución penal a cargo del Ministerio Público Fiscal. «Si los jueces sustituyeran de algún modo la actividad propia de los fiscales, se apartarán inmediatamente del conocimiento de la causa”. Pero es claro que la sola separación de funciones procesales no asegura la imparcialidad de los jueces sino desde algunos pocos puntos de vista.
Se ha escrito que la imparcialidad de los jueces debe analizarse desde dos ángulos diferentes: uno objetivo y otro subjetivo. Y Ferrajoli, como se ha citado, establece que la imparcialidad debe ser tanto personal como institucional.
En cuanto al amparo que se debe a toda persona sometida a la justicia, este debe extenderse incluso cuando pueda temerse la parcialidad del juez por hechos objetivos del procedimiento, sin cuestionar la personalidad, la honorabilidad, ni la labor particular del magistrado que se trate; como cuando el análisis de la parcialidad toque a las actitudes o intereses particulares del juzgador con el resultado del pleito.
Un tercer criterio de análisis que, posiblemente, comparte elementos de juicio que emanan a un tiempo de los dos antes señalados, puede efectuarse cuando la imparcialidad de los jueces se encuentra seriamente amenazada por circunstancias objetivas que limitan o condicionan sus conductas por influencias de fuerzas internas o externas que afecten a la administración de justicia, como sucede cuando recae en el poder político (Ejecutivo o Legislativo, en principio Poderes del Estado independientes del Judicial o éste de aquellos) el curso de la carrera profesional de los jueces, sus nombramientos o ascensos, o cuando en forma permanente y sostenida se ejerce sobre ellos, individual o como cuerpo de magistratura, una presión o fuerza de carácter moral que conlleva una sanción de desprestigio, de deshonor injustificado o, aún en casos más extremos, la destitución pública institucional exhibiendo como fundamento para ello sus resoluciones judiciales que el poder político no comparte, o que la «opinión pública» dice repugnar a través de los medios de comunicación social[5]
El temor de parcialidad que el imputado pueda padecer, se encuentra íntimamente vinculado con la labor que el magistrado realiza en el proceso, entendida como sucesión de actos procesales celebrados previo al dictado de la sentencia, y debe diferenciárselo de los reproches personales contra la persona del juez.
Si de alguna manera puede presumirse, por razones legítimas, que el juez genera dudas acerca de su imparcialidad frente al tema a decidir, debe ser apartado de su tratamiento, para preservar la confianza de los ciudadanos y sobre todo del imputado en la administración de justicia, que constituye un pilar del sistema democrático.
“…Podría decirse que para determinar el temor de parcialidad no se requiere una evaluación de los motivos que impulsaron al juez a dictar dichos actos procesales, ni sus fundamentos en el caso individual. Basta con que se hayan dictado estos actos, pues marcan una tendencia de avance del proceso contra el imputado para que quede configurado este temor”.
Parece ser dominante la opinión que vincula la imparcialidad objetiva de los jueces con el hecho de que el juzgador muestre garantías suficientes tendientes a evitar cualquier duda razonable que pueda conducir a presumir su parcialidad frente al caso.
Roxin ha escrito: «En el conjunto de estos preceptos está la idea de que un juez, cuya objetividad en un proceso determinado está puesta en duda, no debe resolver en ese proceso, tanto en interés de las partes como para mantener la confianza en la imparcialidad de la administración de justicia»[6]
La imparcialidad de la administración de justicia es una «garantía operativa vinculante». Es posible sentar como premisa lo sostenido en el derecho español en el sentido que la trascendencia de la imparcialidad judicial desborda los límites de la legalidad, para ahondar sus raíces en el ámbito constitucional.
De modo que la exacta interpretación de la legalidad debe efectuarse bajo parámetros constitucionales atendiendo a lo previsto en los distintos tratados y acuerdos internacionales ratificados, y, entre nosotros, elevados a dicha jerarquía. Lo que mueve necesariamente a un análisis no tan solo desde el ángulo del control de constitucionalidad sino también de un control de convencionalidad[7]
Destaca Picó i Junoy, sobre la base de lo dispuesto en el artículo 10.2, de la Constitución Española y, especialmente, el Convenio de Roma y la doctrina jurisprudencial del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la importancia que representan las llamadas “normas subconvencionales”.
El artículo 10. 2, de la Constitución Española establece: “…2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.
El artículo 6.1 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, celebrado en Roma el 4 de noviembre de 1950, establece por su parte lo siguiente: “Toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa, públicamente y dentro de un plazo razonable por un Tribunal independiente e imparcial…”
Y es que, ”…bajo el efecto del fenómeno de la constitucionalización, el centro de gravedad del orden jurídico se ha desplazado. Desde el siglo XIX, ese orden tuvo a la ley como eje esencial. A partir de fines del siglo XX, el eje es la Carta Fundamental. Hoy debe, en consecuencia, hablarse de principio de constitucionalidad, porque la Constitución no es ya más un Derecho de preámbulo ni otro de índole política, sino que verdadero Derecho”[8]
Sin embargo (o, sin perjuicio, que no siempre es decir lo mismo) en el curso de los últimos años del siglo XX -con más fuerza extendido aún hacia los primeros del siglo actual- bien puede decirse que dicho centro de gravedad puesto en las Constituciones nacionales, constituidas en ejes de los ordenamientos legales internos de los Estados, por decisión de las propias Constituciones, se ha desplazado desde ellas mismas, más y más, hacia el derecho internacional, especialmente en materias que tocan a los derechos humanos.
“…La garantía de objetividad de la jurisdicción es un principio procesal del estado de derecho que, en la actualidad, se eleva al rango de Ley Fundamental, y «cuya inobservancia es juzgada por las convicciones jurídicas dominantes de un modo especialmente severo»[9]
La garantía de imparcialidad ha sido interpretada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el sentido de que no pueden atribuirse a un mismo órgano las funciones de formular la pretensión penal y la de juzgar acerca de su procedencia, lo cual, en definitiva, impone a los estados el deber de desdoblar la función de perseguir penalmente. De acuerdo con el criterio del tribunal internacional mencionado, se ha señalado que en materia de imparcialidad del tribunal lo decisivo es establecer si, ya desde el punto de vista de las circunstancias externas (objetivas), existen elementos que autoricen a abrigar dudas con relación a la imparcialidad con que debe desempeñarse el juez, con prescindencia de qué es lo que pensaba en su fuero interno, y siguiendo el adagio «justice must not only be done: it must also be seen to be done» (conf. casos «Delcourt vs. Bélgica», 17/1/1970, serie A, n° 11, párr. 31; «De Cubber vs. Bélgica», 26/10/1984, serie A, n° 86, párr. 24).
Por su parte, la Corte Interamericana ha sostenido que la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, constituye un parámetro válido para la interpretación de las garantías constitucionales que se hallan biseladas por disposiciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos[10] En todos los casos que fueron llevados ante el Tribunal Europeo, lo que debía determinarse era si el tribunal de juicio -es decir el que había resuelto finalmente la causa- era un órgano sobre el que pesaban sospechas de parcialidad por haber actuado en etapas previas del proceso[11].
[1] Algunas consideraciones sobre el derecho a la defensa en Chile. Luis Ortiz Quiroga, Abogado, Consejero del Colegio de Abogados de Chile. Revista N° 16 del Colegio de Abogados
[2] Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, trad. Ibáñez,Perfecto Andrés, Trotta, Madrid, 1995, pág. 581
[3] GÓMEZ COLOMER, en su traducción posterior a la de MAIER hizo este comentario:“La legislación procesal penal alemana, conoce dos causas de impedimento del ejercicio de la función propia del personal de justicia. GÓMEZ COLOMER, José Luis, El Proceso Penal Alemán. Introducción y normas básicas, BOSCH, Barcelona, 1985.
[4] “(…) Los participantes en el proceso penal pueden, cuando el Juez no esté ya excluido por fuerza de la Ley, lograr el mismo efecto presentando una solicitud de recusación, basada en el temor de parcialidad [parágr. 24, ap. (1) y (2), StPO). Si concurre causa de exclusión y el Juez continua en el ejercicio de su función, pueden los participantes presentar otra solicitud por este motivo [parágr. 24, ap. (1), StPO]. En versión posterior se tradujo el párrafo citado del siguiente modo: “(Recusación del Juez). El juez podrá ser recusado, tanto en los casos en que estuviera excluido del ejercicio del cargo judicial por mandato de la Ley, cuanto por causa del temor de parcialidad. Por causa del temor de parcialidad tendrá lugar la recusación, cuando existiera un motivo que fuera apto para justificar desconfianza hacia la imparcialidad del Juez. El derecho de recusación corresponderá a la Fiscalía, al actor privado y al inculpado. Los nombres de las personas del Tribunal llamadas a participar en la resolución, serán comunicados a los legitimados para recusar, a su exigencia”
[5] Como ha sucedido en Chile en el caso de las numerosas acusaciones constitucionales dirigidas contra Ministros de la Corte Suprema, por «notable abandono de sus deberes», en las cuales la H. Cámara de Diputados ha debido pronunciarse en razón de las sentencias pronunciadas por dichos magistrados. En 1993, se acusó a los ministros de la Corte Suprema Hernán Cereceda, Lionel Beraud y Germán Valenzuela. En 1996 se acusó a los ministros de la Corte Suprema Eleodoro Ortiz, Enrique Zurita, Guillermo Navas y Hernán Álvarez, libelo que también rechazado en la Cámara de Diputados. En 1997 , contra el entonces presidente de la Corte Suprema Servando Jordán y , poco más tarde, contra el mismo Jordán y los ministros del máximo tribunal Marcos Aburto, Enrique Zurita y Osvaldo Faúndez. En 1998, contra el Ministro Luis Correa Bulo. En 2005 se acusó a los ministros de la Corte Suprema Domingo Kokisch, Eleodoro Ortiz (por segunda vez) y Jorge Rodríguez.
[6] Roxin, Claus, Derecho Procesal Penal, trad. Córdoba, Gabriela y Pastor, Daniel, Editores del Puerto, Bs. As., 2000, pág. 41.
[7] La imparcialidad judicial y sus garantías: la abstención y recusación, Joan Picó i Junoy – J.M. Bosch Editor, 1998.[8] FAVOREU.
[9] “Constitucionalización y teoría del derecho”, por Paolo Comanducci, Conferencia pronunciada en el acto de recepción como académico correspondiente en la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, en 23 de Agosto 2005.(confr. Brusiin, Otto, Ubre Objektivitat der Rechtssprechung, Helsinki, 1949, versión castellana(1966), p. 51)»
[10] Fallos: 318: 2348; 319:2557; 322:1941,entre otros .
[11] Conf. Piersack vs. Bélgica (1982); De Cubber vs. Bélgica (1984); Hauschildt vs. Dinamarca (1989); Jón Kristinsson (1990); Oberschlick (1991); Pfeifer y Plankl vs. Austria (1992); Castillo Algar vs. España (1998); Tierce y otros vs. San Marino (2000) y Kyprianou v. Chipre (2004), entre otros.