La instalación de la estatua del Almirante Merino en el Museo Naval el año 2002, los sucesos ocurridos en el Municipio de Providencia con el provocador homenaje al torturador de la Dina Miguel Krassnoff, el pasado que ensombrece el nombramiento del actual presidente de la Corte Suprema, y el reciente cambio que aprobó el Consejo Nacional de Educación suprimiendo de las bases curriculares la palabra Dictadura reemplazándola por “régimen autoritario”, constituyen hechos que refuerzan nuestra convicción sobre la necesidad de reconocer la existencia de un derecho a la memoria como una nueva categoría de derecho fundamental implícito.
La memoria como un derecho independiente y autónomo a la triada indisociable verdad, justicia y reparación, importa un proceso que no se reduce exclusivamente a lo económico o material, sino que necesita de todo un conjunto de medidas que tiendan a modificar el escenario político en el que deben insertarse las víctimas de la Dictadura Militar, buscando de esta manera que sean reinsertadas en su condición de tales y pasen a ocupar un rol en el espacio social y político.
De esta manera, el reconocimiento de un derecho fundamental a la memoria histórica significa para el Estado, no sólo participar activamente en la construcción social y colectiva de un relato sobre nuestro reciente pasado traumático, sino que además, la denuncia y condena de todas aquellas formas de subjetivazación que atentaron contra las identidades sociales directamente afectadas por la dictadura. En este sentido, el fortalecimiento de una memoria histórica busca educar en torno a una comunidad de valores que nos permita hacernos cargo del reciente y doloroso pasado, no solo para condenarlo, sino que también para asumirlo. Se trataría por tanto, de ampliar el conocimiento del pasado construyendo un sentido para el mismo, dotándolo así de una utilidad para el presente.
Advertimos desde ya que, en ningún caso se pretende elaborar un intento justificatorio por medio del cual los poderes políticos de turno pudieran manipular- a través del derecho- este pasado construyendo una suerte de “memoria oficial”. Esto por cuanto no negamos el carácter plural de la memoria en tanto las sociedades están constituidas por grupos con diversos intereses y valores culturales. Sin embargos, no podemos desconocer que la memoria a su vez, forma parte de las ideologías políticas y en último término de las relaciones de poder.
Por ello, y a partir de esta lógica, es que no podemos desconocer la intencionalidad política que encierra una construcción dogmática de memoria histórica, sin embargo ello no obsta a considerar que ésta es y deba ser selectiva en tanto ella supondría prioritariamente un recuerdo de experiencias particularmente lacerantes para las víctimas de represión política, lo que importaría legitimar un estatuto jurídico privilegiado para las mismas en una suerte de imperativo moral solidario con los vencidos, recuperando así desde el presente la experiencia pasada de los derrotados.
La reflexión anterior, de marcado contenido ético, nos aproxima a un concepto de memoria histórica que posibilita recordar y dar sentido a los discursos y experiencias tanto personales como colectivas, particularmente de procesos de quiebre y violencia político-institucional, y como consecuencia de ello, establecer una historia de lo sucedido en torno a las graves violaciones de derechos humanos, desde y hacia las víctimas, reforzando a través del recuerdo, el vínculo social quebrantado por los dispositivos simbólicos de la dictadura.
La persistencia de los fantasmas del pasado que rondan en nuestro presente, exige de parte de la ciudadanía, rescatar y promover, desde el Estado, los valores de la democracia republicana arrebatados de manera planificada por la última dictadura militar, condenando no cualquier tipo de régimen político, sino uno muy particular, a saber, las dictaduras de seguridad nacional y su pérfido legado de muerte y represión. Lo anterior, supondría una toma de posición concreta que, rompiendo la lógica falaz de equiparar entre ambos bandos los orígenes del conflicto y sus potenciales causas, re articula las opciones alternativas de legitimación de los procesos históricos desde y hacia el valor de la dignidad humana, reivindicando la búsqueda de referentes identitarios para el presente en el pasado pre dictatorial.
Al reconocer a la memoria histórica como un derecho fundamental autónomo, se está contrayendo un compromiso ineludible con los valores de la democracia, pues, no existiría nada en el pacto político de nuestra transición pactada que pudiera hipotecar hacia el futuro la afirmación de los principios que son por esencia contrarios a la dictadura. En este sentido, nuestra toma de posición apuesta por reconocer que el sustantivo democracia llevaría inscrito en su propio código genético, por decirlo de alguna manera, el elemento anti dictadura que necesariamente importa reconocer una contraposición valórica radical, respecto al cual no cabe ceder consenso alguno, en el sentido de no permitir margen de acción a la eventual mediación de ambos extremos [ dictadura/democracia], reforzando con ello el respeto a la dignidad humana como cualidad primordial.
Finalmente, y sólo a modo de conclusión provisoria, podemos afirmar que el valor pedagógico de la memoria histórica en tanto derecho fundamental, radicaría en la obligación de considerar permanente la práctica del recuerdo, no para combatir el olvido, sino más bien para no olvidar lo esencial: la extrema vulnerabilidad en que existimos como sociedad. Se suministra de esta manera un conocimiento preventivo y de alerta frente a los eventuales o futuros conflictos políticos y sociales inherentes a la condición existencial del hombre. En otras palabras, exigir, recuperar y asegurar memoria para cautelar la posibilidad de convivir, resignificando el pasado y validando la dimensión ética de la democracia como requisito en la construcción del futuro y la reconstrucción del cuerpo social fragmentado.
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