Paralelamente al proceso de consolidación de las democracias latinoamericanas, las reivindicaciones étnicas, agazapadas desde hacía mucho en eternas luchas territoriales, comienzan a ocupar con gran fuerza y organización un decisivo protagonismo en los frecuentes postulados de la política de cada país. Así, luego de reinventar la identidad de lo indígena, por medio de los sucesivos movimientos indigenistas de la primera mitad del siglo XX, y de ver cómo lo ancestralmente detentado se situaba en un circunscrito rol campesino –la campesinización introducida por los ambiciosos procesos de reforma agraria–, a partir de la década de los noventa se termina de construir un estricto discurso, atizado con la conmemoración de los quinientos años de la llegada española a América, cuyo centro girará en torno al reconocimiento de la especificidad étnica de cada uno de los Pueblos Indígenas de esta parte del mundo.
Pese a que Chile, por cierto, no sería una excepción a este fenómeno, poco a poco marcaría una diferencia: al paso que mientras gran parte de los estados compatibilizaba sus ordenamientos con un espectro de derechos todavía marginales, acá se esgrimieron otras circunstancias imposibles de contener sino a costa de pagar un costo democrático mayor.
Sin embargo, el camino a seguir ya estaba trazado, y otros en vez de nosotros –como tantas veces la historia se ha encargado de enrostrarnos– darían forma a un extendido movimiento basado, por una parte, en un paulatino proceso de constitucionalización indígena y, por otra, en una adecuación de su derecho interno con las normas emanadas del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, adoptado el 27 de junio de 1989, prevaliéndose para lo primero en sus Cartas Fundamentales de dos técnicas: el reconocimiento[1] y la declaración multiétnica o pluricultural[2]. En lo que atañe al Convenio de la OIT, cada país lo incorporaría bajo un rango que ha deambulado entre lo supra o simplemente constitucional.
Chile en cambio, sin mediar constitucionalización tardaría 19 años en ratificar el Convenio 169. ¿Insuficiencia del reconocimiento o la simple declaración? ¿Ausencia, quizás, de una tesis que, recogiendo tanta historicidad y carga moral que como nunca está en juego postule antes de todo una garantía jurídica que incorpore cumplidamente a los Pueblos Indígenas de estas tierras? Es probable que la tardanza en un caso esté forzosamente ligada a la todavía inexistencia constitucional indígena.
Como sea, lo cierto es que hoy el Estado chileno está enfrascado en una paradoja nada de simple y que, por de pronto, entraña adecuar su estructura orgánica y funcional a la consulta consagrada en el Convenio 169 de la OIT: derecho colectivo, muy típico de la autonomía de todo pueblo que convive con otros al interior de un mismo Estado, el que, a su turno, está obligado a obtener mediante procedimientos apropiados y en particular a través de las instituciones representativas de los pueblos interesados, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente (Art. 6°, N° 1, Convenio 169). Un derecho que informa a todo este instrumento internacional[3] que, en cuanto garantiza derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, estando ratificado y vigente, equipara su jerarquía a la Carta Fundamental[4].
Al respecto, cabe preguntarse si la regulación vía decreto supremo (DS 124/2009) del ejercicio de un derecho fundamental –como es el de consulta– que ha pretendido el Estado chileno termina siendo procedente, tomando en cuenta que el sujeto destinatario de éste y otros derechos no detenta un estatuto constitucional que le permita determinar libremente su condición política y perseguir libremente su desarrollo económico, social y cultural[5]. Algo cuanto más connotado, considerando que el TC estableció en sentencias pasadas (Roles N°s 309 y 1050) “que la obligación de consultar, contemplada en el artículo 6° del Convenio 169 de la OIT, era autoejecutable y que, como tal, comportaba modificaciones a diversas leyes de carácter orgánico constitucional”[6].
Por lo mismo, si la consulta es inherente a la autonomía –concepto flexible, que transita desde el goce de potestades administrativas hasta la separación territorial– y ésta es, por su lado, connatural a todo Pueblo, resulta que hoy día estamos en presencia de una consulta, que, en verdad, no le consulta a nadie. Y es que al no existir autonomía, ni tampoco garantías en su ejercicio, la consulta y su capacidad de influencia en las políticas y proyectos que afecten territorio indígena se ha vuelto una mera apariencia: “lo que lesiona la garantía de igualdad ante la ley, porque al no aplicarse la consulta que el convenio dispone, niega trato de iguales a dichas comunidades indígenas, puesto que la omisión implica "no igualar" para los efectos de resolver”[7].
En consecuencia, si no se ha constitucionalizado a los Pueblos Indígenas –sea por medio de un reconocimiento, sea a través de una declaración abierta– por ahora no es necesario consultar. Para qué, si, al hacerlo en esas circunstancias, se estará condicionando el destino de toda una cultura.
[1] Argentina, por ejemplo, es clara al señalar en su Constitución que corresponde al Congreso: “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos” (Art. 75º, numeral 17). Paraguay, a su turno, declara que su “Constitución reconoce la existencia de los grupos de cultura anteriores a la formación y organización del Estado paraguayo” (Art. 62º). Y en Colombia, también, el Estado “reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana” (Art. 7º). Tan sólo casos en que los Estados se han valido de la técnica del reconocimiento.
[2] Nicaragua, en el artículo 8º de su Constitución, declaró a su pueblo de naturaleza multiétnica y parte integrante de la nación centroamericana; en cambio México en 1992, y también en el año 2001, declaró la composición pluricultural de su nación.
[3] Art. 15 N° 2, primera parte: “En caso de que pertenezca al Estado la propiedad de los minerales o de los recursos del subsuelo, o tenga derechos sobre otros recursos existentes en las tierras, los gobiernos deberán establecer o mantener procedimientos con miras a consultar a los pueblos interesados, a fin de determinar si los intereses de esos pueblos serían perjudicados, y en qué medida, antes de emprender o autorizar cualquier programa de prospección o explotación de los recursos existentes en sus tierras”. Art. 17, N° 2: “Deberá consultarse a los pueblos interesados siempre que se considere su capacidad de enajenar sus tierras o de transmitir de otra forma sus derechos sobre estas tierras fuera de su comunidad”.
[4] Y que al existir una Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 13 de septiembre del 2007 con el voto favorable de Chile, obliga aún más al Estado a promover, garantizar, integrar y remover todos los obstáculos que impiden a los pueblos indígenas su plena realización espiritual y material posible.
[5] Art. 3°, Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas.
[6] Fallo del Tribunal Constitucional recaído en causa Rol Nº 1988 de 24 de junio del año 2011 que desechó en todas sus partes el requerimiento de 17 Senadores que impugnaron la constitucionalidad del Convenio Internacional para la Protección de Obtenciones Vegetales – UPOV 91.
[7] Fallo de la Excma. Corte Suprema dictado el 13 de julio de 2011 que revocó la sentencia dictada por la Corte de Apelaciones de Antofagasta, acogiendo un recurso de protección interpuesto por la Asociación indígena Consejo de Pueblos Atacameños contra la resolución exenta de la COREMA de Antofagasta que modificó el plano regulador de la localidad de San Pedro de Atacama.
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