La Constitución chilena enfrenta, permanentemente, el desafío de su legitimación ante la sociedad, para el que su origen ilegítimo supone un grave obstáculo. Sin embargo, también lo ha sido la forma en que la Carta regula la práctica política y constitucional y, sobre todo, cómo ésta impide su revisión por el mecanismo normal de la democracia: la regla de mayoría. La permanencia de ciertos enclaves autoritarios ha impedido revisar las reglas del juego establecidas por la Constitución, lo que ha generado que se juegue de mala gana. Los síntomas saltan a la vista: participación electoral, afiliación a partidos políticos, deslegitimidad de las instituciones políticas, y un largo etc.
A esta situación se suma la porfiada tendencia de agregar al texto de la Constitución normativa de detalle que, por regla general, sólo tiene rango de ley. La Carta debiera considerar sólo dos grandes aspectos: regulación del ejercicio del poder y garantía de los derechos fundamentales. El resto es tarea del legislador. Si la solución a todo problema de relativa importancia será abordada como reforma constitucional, la Constitución nunca terminará de legitimarse en la sociedad. La Constitución ya cuenta 27 leyes de reforma constitucional, mientras se encuentran en tramitación un sinnúmero de proyectos.
El fin de la Constitución no es regular, a nivel de detalle, todos los aspectos de la convivencia democrática y del poder político. Cada comunidad, históricamente determinada, tiene el derecho y el deber de autogobernarse, por lo que el ordenamiento constitucional antes que petrificar determinadas opciones políticas, debe garantizar la existencia del juego democrático y que éste sea capaz de concretizar el contenido de la Constitución a partir de diferentes opciones políticas, respetando los elementos mínimos de convivencia democrática. En efecto, lo único que no debe quedar indeterminado son los fundamentos del orden de la comunidad, por lo que la Constitución debe contener un núcleo estable de todo aquello que la comunidad ha decidido y que ya no se encuentra controvertido.
Esta es la principal tarea pendiente en el proceso de legitimación democrática de la Constitución chilena, y hacia la cual debiera apuntar el desarrollo del Derecho constitucional: permitir primero, y garantizar después, que el contenido mínimo de este núcleo pueda ser determinado democráticamente por la comunidad, superando las técnicas de amarre articuladas por la dictadura. Ello supone revisar tanto los procedimientos y las competencias que contempla la Constitución para decidir las cuestiones que se han dejado abiertas, como el contenido de aquel núcleo base, determinado en dictadura y hoy cerrado a la revisión democrática. Sólo así, este núcleo tendrá la legitimidad democrática suficiente para dotarlo de la estabilidad que requiere la sociedad, evitando las sucesivas reformas a la Carta.
Esta apertura de la Constitución, debiera ser entendida como garantía de libertad política de una comunidad. Es una de las funciones que cumple esta norma en el modelo actual del Estado de Derecho: garantizar la apertura del proceso deliberativo a través del cual se crean las normas jurídicas, y no cerrarlo a través de argumentos de autoridad. A este respecto, la interpretación constitucional es clave. Dado que tras toda teoría de la interpretación existe subyacente una teoría de la Constitución, concebir la norma como un testamento, lleva al intérprete a recurrir a argumentos de autoridad para cerrar el diálogo en el proceso nomogenético, por ejemplo, vía interpretación originalista. El recurso constante a las Actas de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución sólo han logrado petrificar el contenido material de la Carta, contribuyendo en su proceso de deslegitimación e impidiendo que ésta cumpla la función que este tipo de normas están llamadas a cumplir en el Estado de Derecho contemporáneo: garantizar la apertura del proceso democrático a partir de la diversidad y pluralismo que caracteriza a la sociedad actual.
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