En un régimen presidencial, la incompatibilidad personal entre parlamentario y miembro del gobierno tiene como finalidad garantizar la independencia del Congreso frente a la intromisión del Presidente. Esto tiene su fundamento en el rol de control que el Congreso cumple respecto del gobierno, por diversos medios, ya sea delimitando su campo de acción mediante la creación de la ley, controlando los gastos o fiscalizando políticamente la eficacia y eficiencia de su actividad.
La Constitución chilena ha tendido a desmantelar la capacidad del Congreso para controlar al gobierno, entregándole a este último el control de la legislación y limitando el control presupuestario del Congreso. Este escenario presenta a un Presidente sin contrapeso dentro del Estado.
Cuándo la Constitución fue modificada para zanjar toda duda con respecto a la capacidad del Presidente para nombrar a parlamentarios como ministros, se avanzó aún más en esa dirección: hacía el presidencialismo que tantos critican. Eso se hace evidente cuando, uno de los efectos del cambio de gabinete recién pasado fue el de desmantelar los proyectos de ley más conflictivos que habían sido generados dentro del propio parlamento, por Allamand y Matthei justamente, y que amenazaban con incomodar el protagonismo comunicacional del Gobierno.
Se ha abierto una nueva discusión acerca de cómo se reemplazan los parlamentarios nombrados, lo que hace evidente que el problema de que la inmensa superioridad del Presidente sobre el Congreso no es siquiera visto como un problema.
Las fórmulas de reemplazo que han sido presentadas, son de todo tipo. Desde la actualmente vigente, que ha desatado tanta polémica, pasando por la anteriormente establecida que favorecía al compañero de lista, hasta que el nombramiento se haga por parte de los concejales de las comunas afectadas.
Particularmente una de las formulas propuestas ha llamado mi atención: que los parlamentarios no se reemplacen. Esta fórmula tiene dos virtudes. En primer lugar, elimina el problema del centralismo, la dedocracia y la desconexión de la ciudadanía con los órganos del Estado. En segundo lugar, y más importante, sirve como incentivo a que los parlamentarios se lo piensen bien antes de cambiar de cargo. Tendrán detrás de ellos a sus partidos, urgidos por su merma de poder relativo, y tendrán detrás de ellos a los electores, enojados por la situación de desamparo en que su representante los dejará. Tendrán que ser buenas y calificadas razones, las que tenga un parlamentario para irse al gobierno. Eso, reforzaría la independencia del parlamento y fortalecería el control democrático del gobierno, lo que no es poco.
En todo caso, lo más razonable para este objetivo de darle más poder al Congreso, que creo que la reforma institucional debería tomar en cuenta, sería hacer simplemente incompatibles los cargos parlamentarios con el trabajo en el gobierno.
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