En una reciente publicación de Libertad y Desarrollo se da a conocer el artículo “Sufragio, ¿voluntario u obligatorio?”
El texto afirma que con ocasión de la crisis política y social que afecta a nuestro país, ha resurgido el debate relativo a la voluntariedad u obligatoriedad del voto. Muchos sostienen que el actual régimen de sufragio voluntario, implementado a partir de 2012, sería una de las causas de la deslegitimación de las instituciones políticas nacionales, en cuanto la baja participación en los procedimientos electorales sería producto de esta política pública. Por ello, arguyen, debiese consagrarse el sufragio obligatorio en Chile como antídoto a esa baja participación y método de relegitimación democrática. Sin embargo, tal razonamiento es errado, existiendo buenas razones para preferir el sufragio voluntario por sobre el obligatorio.
ARGUMENTOS A FAVOR DEL SUFRAGIO VOLUNTARIO
LyD da a conocer los argumentos a favor del sufragio voluntario.
1. El voto es un derecho
La pregunta fundamental es aquella relativa a si el voto es un derecho o un deber. Ahí yace la esencia de la discusión -una discusión que debe referirse a principios y no sólo a las eventuales consecuencias de uno y otro régimen-, pues,según cómo se entienda la naturaleza del voto, la relación que existirá entre ciudadano y Estado será diametralmente opuesta.
Si se considera que votar es un derecho, entonces la forma jurídica que mejor se adecúa a dicha naturaleza es la del régimen voluntario de sufragio. Si por el contrario, se lo entiende como un deber, entonces la respuesta normativa más armónica con tal naturaleza es la del sufragio obligatorio. Ahora, ¿qué diferencia a los derechos de los deberes? Afirmar que el ciudadano es titular de un derecho frente al Estado supone sostener que esa relación concreta está puesta en interés del ciudadano; que éste se encuentra en una posición de preeminencia respecto de aquel. En términos civilistas, el ciudadano es el acreedor de la relación, por lo que el objeto de la misma está puesto en su interés y él es libre de ejercer o no dicho derecho, aunque respetando ciertos límites inherentes al mismo, como los derechos de terceros. Esta titularidad y preeminencia se plasma en que los derechos poseen un núcleo irreductible, que pertenece al ciudadano por el sólo hecho de ser tal y que no puede ser transgredido por el Estado. Así lo recoge y consagra el artículo 19 N° 26 de la Constitución Política, la llamada garantía de garantías, que señala: “la seguridad de que los preceptos legales que por mandato de la Constitución regulen o complementen las garantías que ésta establece o que las limiten en los casos en que ella lo autoriza, no podrán afectar los derechos en su esencia, ni imponer condiciones, tributos o requisitos que impidan su libre ejercicio”. Así, tal disposición reconoce y ampara ese núcleo irreductible de los derechos, que es propio del ciudadano y que no puede ser afectado por el Estado. Distinto es el caso de los deberes. Ellos están en interés del Soberano, quien puede imponerlos, gravarlos, aligerarlos y condonarlos y, sobre todo, exigirlos coactivamente. Así, el Estado tiene gran discrecionalidad en las relaciones que se consideran deberes y no derechos del ciudadano, pues ellas responden a su interés, invirtiéndose la balanza de preeminencia respecto del individuo. El caso típico son los impuestos, los cuales pueden ser agravados, aligerados e incluso condonados por el Estado, bajo el entendido que los mismos responden a su solo interés, y no del ciudadano.
Hecha la distinción, resulta claro que el voto es un derecho, principalmente por dos razones:
-Desarrollo histórico del voto: el voto siempre ha sido considerado una conquista de la ciudadanía frente al Soberano, como un derecho inherente a los individuos, que ellos tienen frente al Estado y al cual sólo le corresponde reconocer y garantizar.
-Fisionomía del voto: el desarrollo histórico del voto no es antojadizo, sino que responde a una cierta fisionomía del voto, en cuanto lo que a él subyace es el ejercicio de una libertad política, de una esfera de la autonomía del ciudadano, que le pertenece sólo a él y que, por tanto, puede ejercer frente e incluso contra el Estado. Así, en cuanto se trata del ejercicio de una esfera de la autonomía del individuo, la naturaleza inherente a la misma es la de un derecho del ciudadano frente al Estado y no de un deber para con él, pues sólo así la facultad del Soberano para limitar su ejercicio se ve restringida y su capacidad de tocar el núcleo del mismo eliminada, el cual, como ya fue mencionado, pertenece a su titular. Afirmar que el ejercicio del voto corresponde a una esfera de la autonomía del ciudadano y sostener, al mismo tiempo, que es un deber jurídico -y por tanto puesto en interés del Estado-, es un evidente sinsentido. Si pertenece a la esfera personal y responde al interés del individuo, el voto es un derecho, no un deber. Debe advertirse que afirmar que el voto es un derecho, y que por tanto el ciudadano es libre de ejercerlo o no, en cuanto la libre determinación de no votar es también una manifestación válida de esa autonomía, no significa negar el valor cívico del voto. En efecto, participar de los asuntos públicos es una virtud cívica desde la perspectiva del ciudadano y un resultado deseable para cualquier comunidad política. Podría incluso sostenerse que se trata de un deber moral. Sin embargo, eso no lo transforma en un deber jurídico, exigible coactivamente. Las eventuales consecuencias deseables de una acción no modifican su naturaleza, de manera que no porque sea deseable que la gente vote éste deja de ser un derecho y se convierte en un deber jurídico, invirtiéndose el interés en la relación entre ciudadano y Estado, con todo lo que ello conlleva. Sumado a ello, cabe mencionar que, si la motivación para votar es sólo la amenaza de coacción, no hay en su ejercicio virtud ni compromiso cívico, sino sólo una reacción calculadora para evitar la sanción impuesta. Por tanto, en cuanto el voto es un derecho y no un deber jurídico, el régimen que el ordenamiento jurídico debe consagrar es el del sufragio voluntario. Sólo éste se adecúa a la naturaleza inherente al voto.
2. Mayor calidad de la política
La voluntariedad del voto genera mayor competencia electoral. Ya no hay tan sólo una masa furtiva obligada a votar por el mal menor, sino ciudadanos libres, que deben ser persuadidos por la clase política para votar por propuestas sugerentes. Esto evita el clientelismo, eleva el debate y aumenta la calidad de los políticos y la política nacional en general.
3. Experiencia comparada
La mayoría de los países democráticos establece regímenes de sufragio voluntario. En efecto, 28 de los 34 países miembros de la OCDE consagran la voluntariedad del voto, entre los que se encuentran Alemania, Austria, Canadá, Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Suiza, entre otros.
4. Inviabilidad práctica del sufragio obligatorio El sufragio obligatorio es inviable en la práctica. Es un fenómeno extendido en el mundo que las sanciones impuestas a quienes no votan no se aplican. Ello probablemente se explica, al menos parcialmente, por una cierta consciencia colectiva de que en el voto se protege una esfera de la libertad y autonomía del individuo, quien, por tanto, puede ejercerlo o no libremente, de manera que las sanciones que debiesen aplicarse a quienes libremente deciden no votar se ven como ilegítimas, lo que lleva a su inaplicabilidad práctica. Sumado a ello, cabe mencionar que existen países con sufragio obligatorio y baja participación electoral. El caso paradigmático es el de Costa Rica, que consagra el voto obligatorio a nivel constitucional y, sin embargo, posee niveles de abstención promedio superiores al 40%. De hecho, en las últimas elecciones municipales celebradas en febrero de este año, la abstención alcanzó casi a un 75%. Así, consagrar el sufragio obligatorio no significa necesariamente mayor participación, sobre todo cuando sus sanciones, percibidas como ilegítimas, no se aplican.
COMENTARIOS A LOS PRINCIPALES ARGUMENTOS A FAVOR DEL SUFRAGIO OBLIGATORIO
A continuación, LyD señala que presentados los principales argumentos a favor de la implementación del sufragio voluntario, corresponde hacerse cargo de las razones comúnmente esbozadas en favor del sufragio obligatorio.
1. El voto sería un deber
De ser correcto, este argumento sería el único sustantivo para defender la obligatoriedad del sufragio, en cuanto atañe a principios normativos y no a un mero cálculo de consecuencias de uno y otro régimen. Así, si la naturaleza del voto es la de un deber, entonces el régimen legal que se adecúa a él es el del sufragio obligatorio. Sin embargo, como ya se argumentó previamente, el voto posee naturaleza de derecho, por lo que no procede esta argumentación. No cabe duda que votar puede considerarse una virtud cívica o un deber moral, pero ello no lo convierte en un deber jurídico, puesto en interés del Estado y exigible coactivamente.
2. Sesgo de clase
Se suele argumentar que el voto voluntario generaría sesgo de clase en los resultados electorales. Es decir, que los más educados y adinerados votarían más que los menos educados y adinerados, por lo que, aun siendo el voto un derecho, se justificaría obligar a los ciudadanos a sufragar para evitar esta indeseable consecuencia. Lo primero que corresponde decir es que se debe moderar esta conclusión. No existe evidencia suficientemente contrastada para aseverar esto de manera categórica, ni mucho menos para determinar las causas de la misma -en caso de existir siquiera-. Ahora, aun si existiese sesgo de clase, la forma de hacerse cargo de ello no es por medio de la reinstauración del voto obligatorio, sino con políticas públicas que apunten a las causas que generan que los sectores más vulnerables concurran menos a votar. Si se determina que las causas son económicas, se puede, por ejemplo, establecer que el transporte público sea gratuito los días de votación, o implementar una política de reasignación de locales de votación, para que los ciudadanos voten más cerca de sus hogares. Si las causas son culturales o educacionales, entonces pueden impulsarse programas de formación cívica, de información sobre el valor del voto, etc. Sólo así se atacan las causas de este eventual efecto. El sufragio obligatorio no sólo no se hace cargo de ellas, sino que las tapa, invisibilizándolas.
3. Mayor legitimidad
Suele decirse que el sufragio obligatorio generaría una mayor participación electoral, lo que consecuentemente relegitimaría nuestra institucionalidad democrática. Sobre esto deben decirse tres cosas:
-La baja participación electoral es un fenómeno global, que afecta a países con voto voluntario y obligatorio por igual. Así, no es correcto sostener que la implementación del sufragio voluntario en Chile es la causa de la baja participación electoral, ni mucho menos que la reinstauración del sufragio obligatorio sea la solución. Basta mirar los números: en las elecciones presidenciales de 2009, las últimas con voto obligatorio, participó el 87% de los inscritos en el padrón electoral. Sin embargo, si se considera al total de ciudadanos habilitados para votar, tanto inscritos como no inscritos, participaron 7,2 millones de un total de 12,2 millones, es decir, un 59%. En las elecciones de 2013, las primeras presidenciales con inscripción automática y voto voluntario, participó un 49% del padrón, lo que se materializa en 6,7 millones de 13,5 millones habilitados. Existe así una disminución, pero es mucho menos pronunciada de lo que suele sostenerse, y que se enmarca dentro de una tendencia sostenida en el tiempo en Chile, que desde la década de los 90 ha ido viendo disminuida su participación de manera progresiva. La instauración del sufragio voluntario no fue su causa, por lo que su eliminación no aumentaría la participación.
-El sufragio obligatorio no genera necesariamente más participación. No hay diferencias significativas en Chile con uno y otro régimen. Hay países con voto obligatorio y altos niveles de abstención, como Costa Rica, de manera que no hay una relación de causalidad necesaria entre sufragio obligatorio y mayor participación electoral.
-Se erra la causa y por tanto la solución al problema. El problema de legitimidad no se produce por una baja participación en los procesos electorales. La baja participación es tan sólo un síntoma del verdadero problema, que es la desafección ciudadana, la falta de confianza en la política, lo que no se soluciona obligando a la gente a votar y obteniendo, en el mejor de los casos, un número un poco superior de votos. Si se busca mayor participación y legitimidad, deben impulsarse políticas públicas adecuadas, que faciliten la participación, aumenten el compromiso cívico y, en general, relegitimen nuestras instituciones democráticas, lo que no se logra con la instauración del sufragio obligatorio.
Por último, a juicio de LyD la esencia del debate está en determinar si el voto es un derecho o un deber, pues el régimen de sufragio que en cada caso ha de aplicarse será distinto. Su naturaleza es la de un derecho, debiendo consagrarse su ejercicio voluntario. Las razones que suelen darse para restaurar la obligatoriedad del voto no son convincentes.
Ellas, añade, no justifican convertir al voto en un deber, desconociendo la libertad y autonomía que a él subyacen e invirtiendo la relación de interés entre ciudadano y Estado. Sumado a ello, apelar al sufragio obligatorio como antídoto para superar la crisis de legitimidad nacional es un error de análisis que no se hace cargo del verdadero problema: la desafección de la ciudadanía respecto de la política.
Concluye que si lo que se busca es mayor participación y legitimidad, debiesen impulsarse políticas públicas adecuadas, que faciliten la participación en los procesos electorales, aumenten el compromiso cívico y modernicen nuestras instituciones democráticas. Nada de ello se logra con el sufragio obligatorio.
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